domingo, 3 de febrero de 2008

Algunas palabras sobre Caracas

 Por Marcelo Damiani

       Caracas es una ciudad de motos y de autos. No es muy apta para el caminante con ganas de conocerla a pie ni para el peatón desprevenido. Tampoco parece ser una ciudad de bicicletas, como en la que se está convirtiendo Buenos Aires. Su tránsito es agresivo y dispar. Abundan las camionetas importadas, nuevas, relucientes, con conductores que hacen portación constante de celulares, pero también los coches viejos, grandes, clásicos. Siempre se escuchan bocinas y sirenas en todas partes.
       Caracas también es una ciudad de fuertes contrastes. En ella conviven las nostálgicas galerías setentistas con las más modernas construcciones de la arquitectura de vanguardia, es decir, edificios inteligentes como el de la Multinacional de Seguros y otros de volúmenes fragmentados, como el Centro Comercial San Ignacio. Las diferencias de clases sociales, por otra parte, se perciben instantáneamente, y la clase media debe ser la más pequeña. No obstante, la gente es muy amable y por lo general está de buen humor en las calles y los bares.
       Un párrafo aparte merecen los coloquialismos que se escuchan por doquier. Es difícil moverse sin oír palabras como vaina, chévere, buhonero; chamo, ladilla, raspicuí; pero también mecate, goajiros, burundanga; wayuu, jalabola, faramallero, y mi favorito indiscutido: Torypollo. La mayoría son términos completamente inaccesibles para cualquier extranjero; yo, por ahora, sólo me he atrevido a usar un par de chéveres. Este lenguaje exuberante, prolífico, por momentos hermético, me ha hecho pensar que en un futuro cercano su literatura nos puede a dar una grata sorpresa.

sábado, 2 de febrero de 2008

Entrevistas a Héctor Libertella

Por Marcelo Damiani

       "La del Salón Literario de 1837 y la de la literatura de hoy es una relación, en todo caso, de eco. ¿Y por qué no pensar la misma noción de literatura como el eco de un sonido que jamás se produjo? Así también, el Salón duró apenas unos meses, antes de que Rosas viniera a clausurarlo. El Salón fue algo que no hizo ruido, y tal vez eso le da un carácter un poco fantasmal al resto de la literatura argentina... En términos alberdianos, el Salón echó las bases y puntos de partida inconscientes para la constitución de una literatura. El salón habita en los jóvenes de hoy así como podríamos decir que un Lewis Carroll vive agazapado en el vientre del Quijote y en eso lo actualiza, le da juventud y longevidad. Por eso digo que el tiempo en literatura es otro. Y por eso digo que en Argentina la literatura se devuelve a su pathos más verdadero, que es ser, en medio de la sociedad, un ave de paso. Mientras escribo y reescribo, me doy cuenta de que esta práctica es arena entre los dedos. Un gesto inútil que regala lo diferente, lo que no dice nada para nadie, y, sin embargo, anuncia lo no-dicho, señala los agujeros y el terror al fracaso en un mundo que sueña con resultados… Una vez escuché esto de François Wahl: «El imaginario es lo único real del texto». Y sí. Sin imaginario bien trabajado, bien ejecutado, el texto no hace pie como real: todavía no es literatura. Me parece que La librería argentina es simplemente una colección de imaginarios bien ejecutados. Un conjunto de prácticas que pueden decirle al mundo: «No he fracasado»”.

       La entrevista completa acá.

       La otra entrevista completa acá.

viernes, 1 de febrero de 2008

Bye Bye, Black Bobby

Siempre quise escribir algo sobre Bobby Fischer. Mi primer intento (fallido) fue reproducir en Adiós, Pequeña su increíble partida contra Donald Byrne cuando apenas tenía 13 años. Su belleza radicaba en la capacidad del joven Bobby para demoler con mucha clase el sofístico planteo de su rival. Al comprender la genialidad de sus razonamientos se convirtió en mi ídolo, y durante un buen tiempo estudié sus partidas obsesivamente, tratando de copiarle un estilo que con el tiempo me di cuenta que no existía, más allá del hombre que jugaba como ninguno.
Mi segundo intento de escribir sobre él fue un poco menos fallido, ya que básicamente se resumía en citar su famosa respuesta a Boris Spassky. El Gran Maestro ruso había dicho que el ajedrez era como la vida, a lo que Bobby replicó, genial como siempre: “El ajedrez es la vida”. Su espíritu, sin embargo, también quería impregnar algunas páginas de la primer parte de El oficio de sobrevivir, tratando de traducir la felicidad secreta que irradiaba su juego con retruécanos y juegos de palabra, como si se tratara de un homenaje hermético.
El 18 de enero pasado Bobby dijo basta. Seguramente este mundo –con su coeficiente intelectual de 184, bastante superior al de Einstein, por ejemplo– ya le resultaba muy aburrido. Tal vez por eso se dedicaba al ajedrez. Y cuando descubrió todos sus secretos –como si le hubiera dedicado un año de su vida a cada uno de sus escaques– simplemente decidió partir, dejándonos la prueba incontestable de sus partidas, para que sus admiradores pudiéramos apreciar, a través de la opacidad mecánica del movimiento de piezas, ese genio siempre feliz que llevaba dentro.