jueves, 3 de noviembre de 2022

"Signos vitales" en El diletante

 Por Tomás Villegas

       La vida literaria del profesor, periodista cultural y novelista Marcelo Damiani rebosa de salud. Paradiso, de hecho, acaba de publicar sus Signos vitales, una heterogénea serie de relatos que bordean las formas y los climas del policial, el fantástico, la fábula, la polémica autoficción. Como si se encargara de diseñar su propia historia clínico-literaria, Damiani configura el libro como una antología personal: se trata de cuentos publicados previamente, esparcidos en diferentes lugares ─desde la querible V de Vian hasta Espacio Murena─ y en tiempos dispares ─desde mitad de los noventa hasta el pandémico 2020─.

       A pesar, entonces, de sus diversos contextos de publicación, los cuentos del libro configuran una vida ─una poética─ que sobrevive en tanto que una serie de puntos en común la unifican y la consolidan. Le dan cuerpo.    

       Por ejemplo, una recurrente problematización de la realidad, a veces imbricada a la ficción (“Cuento por encargo”, “Panfleto hermético”); a veces como aquello que se debe soportar, evadir, esquivar (“El sentido de la vida”, “Salvo el poder todo es ilusión”). O una escisión de la voz narradora, que se ve y se oye a sí misma como un otro (“Espejismos del fantasma”; “Fuera de lugar”); o un puñado de divertimentos filosóficos, metafísicos (“La caverna de Caín”, “¿Por qué hay algo y no más bien nada?“).  

       La historia clínica, antes que personal, se vuelve familiar con el último de los relatos: “Algunos apuntes sobre mi madre”, un texto que viene creciendo, robusteciéndose, desde, por lo menos, 2007. Allí, el autor rememora una escena de iniciación infantil: mientras teje, su madre le narra diversos capítulos de la historia familiar. Subyugado por el movimiento de las agujas, embelesado por su trajinar, el niño Damiani pierde el hilo del relato. En estos apuntes, elaborados desde el presente adulto, el chico ─aquel oyente desatento─ ha dejado paso al escritor, que hilvana ahora con su tejido escritural la narración de su madre, de su padre, de sus abuelas, de sí mismo. Transformando, así el recuerdo aislado y el relato oral en uno de los signos emblemáticos de su imagen de escritor. Porque son los signos que propician sentido los que infunden vida al cuerpo de una obra, de una poética, de un hombre de letras.

       La reseña fue publicada originalmente acá.

domingo, 3 de julio de 2022

Epitafio encontrado en el cementerio...

 Por Augusto Monterroso


Escribió un drama: Dijeron que se creía Shakespeare;

Escribió una novela: Dijeron que se creía Proust;

Escribió un cuento: Dijeron que se creía Chejov;

Escribió una carta: Dijeron que se creía Lord Chesterfield;

Escribió un diario: Dijeron que se creía Pavese;

Escribió una despedida: Dijeron que se creía Cervantes;

Dejó de escribir: Dijeron que se creía Rimbaud;

Escribió un epitafio: Dijeron que se creía difunto.


FIN

Andor Kertész: Washington Square 1952


domingo, 3 de abril de 2022

La flor del Paraíso

"Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño,
y le dieran una flor como prueba de que había estado allí,
y si al despertar encontrara esa flor en su mano...
¿Entonces, qué?"

Samuel Taylor Coleridge


El Ciudadano (1941) de Orson Welles comienza con la muerte del protagonista y varios flashbacks mostrando sus obras, los signos que él ha ido dejando de su paso por el mundo, los mismos que el periodista no sabe leer durante su investigación trunca. Todos esos signos parecen apuntar y condensarse en el ya famoso Rosebud: El nombre del trineo que Kane tenía en su niñez, proveniente del ingenio con que Welles había bautizado el pubis de su novia. Pero ¿qué es Rosebud? Un capullo, un proyecto de flor (o de placer), el símbolo con el que Kane evoca su infancia perdida (y Welles su pequeña muerte), el último viaje mental a través del tiempo (antes de la muerte real).
¿Estará Welles aludiendo a Coleridge? Tal vez no puede dejar de hacerlo, ya que el cine es la mejor máquina para viajar en el tiempo que ha inventado el hombre. Y Charles Foster Kane es el hombre que ha cruzado el paraíso y ha traído, como prueba de su estadía en él, la flor marchita de su infancia (llamada Rosebud). Tal vez, como sugiere el periodista al final de la película, ninguna palabra pueda explicar la vida de un hombre, aunque quizá puede arrojar cierta luz sobre su deseo. Citizen Kane es así un viaje a la semilla en busca del tiempo perdido, y los espejos que reproducen ad infinitum las imágenes finitas de Kane no hacen más que señalar, soterrada, fantasmal, fugazmente, el carácter de su avance hacia atrás, hacia el pasado, hacia las posibilidades ya esfumadas de su vida, a la caza de ese espejismo evanescente que es el paraíso perdido de su niñez, cifrado en el nombre de un añorado trineo de madera que no sólo ya no se deslizará nunca más por la nieve, sino que además terminará sus días consumido por el fuego.