Por Marcelo Damiani
El escritor y traductor judío Jaromir Hladík vivía en Praga durante la ocupación nazi de 1939. El 19 de marzo, al atardecer, fue arrestado por la Gestapo y rápidamente condenado a muerte. La sentencia se fijó para el día 29 del mismo mes a las 9 de la mañana. Esta demora le permitió pedir un último deseo a Dios: La concesión de un año para terminar su tragedia inconclusa "Los enemigos". Dos soldados fueron a buscarlo a su celda la mañana del día fijado para la ejecución y lo llevaron al patio donde se encontraba el pelotón de fusilamiento. Después de una breve espera todo estaba listo y el sargento dio la orden de disparar. Entonces ocurrió el milagro: "El universo físico se detuvo". Hladík tardó algunos días en comprender que el tiempo ahora sólo transcurría para él. Dios le había concedido su deseo: Los alemanes lo matarían a la hora señalada, pero en su mente transcurriría un año entre la orden y su ejecución, y así él podrá terminar su tragedia "Los enemigos".
Este es el resumen del famoso cuento de Borges "Un milagro secreto". Dios, borgeano al fin, interpreta irónicamente el pedido de Hladík, y le cumple el último deseo, pero a su manera. Sin embargo, también se podría pensar que Dios sólo hizo bien su trabajo, ya que de acuerdo a la lógica del género fantástico, si Hladík hubiera muerto sin completar su tragedia, quizá se habría convertido en un alma en pena; es decir, en un fantasma. De hecho, durante el año que transcurre para él sólo está vivo para sí mismo. El resto lo ignora o no puede verlo vivir, a menos que alguno de los soldados del pelotón de fusilamiento tuviera un sexto sentido.
Esta lógica es la que tan bien usa M. Night Shyamalan en la construcción de su película. Es improbable que este joven director haya leído el cuento de Borges (o "El sur", donde la ambigüedad entre lo imaginario y lo real es indiscernible), pero tal vez sí su posible modelo: "Un puente sobre Owl Creek" de Ambrose Bierce. Allí un hombre es colgado durante la guerra de secesión. El condenado, antes de la ejecución, quiere volver a ver a su esposa antes de morir, y así imagina una posible huida. Cae al río, escapa de las balas y corre hasta su casa perseguido por los soldados. Cuando entra siente un fuerte golpe en el cuello y muere, pero no heroicamente como él hubiera querido, sino colgado sobre el puente. Nunca ha escapado, nunca ha estado en otra parte más que colgando de su cuello y soñando que huía.
En El sexto sentido Bruce Willis es el doctor Malcolm Crowe, un psicólogo infantil con una esposa envidiable (la exquisita Olivia Williams). La pareja está de festejo privado cuando un antiguo paciente llamado Vincent Gray irrumpe en la casa y culpa a Crowe de haberlo atendido mal cuando era chico, y sin darle tiempo a contestar le dispara al estómago y se suicida. La narración salta al siguiente otoño (“The next fall”, se lee en la pantalla, anunciando la caída y redención) con Crowe tratando de resarcirse con un nuevo paciente (demasiado parecido al anterior) por los errores del pasado. Pero este chico, Cole Sear (interpretado por el deslumbrante Haley Joel Osment) es un caso difícil: Dice que ve fantasmas (y lo peor es que es cierto), y que lo lastiman. Crowe, conocedor de la lógica del género, le aconseja que les hable y los escuche, sin saber que eso es lo que el pequeño Cole ha estado haciendo con él desde el principio. El punto sobre el que gira toda la película es que Crowe es un fantasma, está muerto y no lo sabe. El descubrimiento de esta verdad es una de las escenas más fuertes que Hollywood le ha permitido dirigir a sus directores en mucho tiempo.
En este punto, cuando Crowe comprende con el espectador que él ha estado muerto desde que su viejo paciente le disparó a quemarropa, es obvio que la película está mucho más allá de ser una mera muestra de terror psicológico. De hecho, se podría decir que es una tragedia romántica. Todo lo que quiere Crowe, aunque no lo sepa, es poder comunicarse con su esposa –que lo extraña como si supiera que (aún) no está (del todo) en (el) otro mundo. Pero él sabe inconscientemente que está muerto y que nadie más que este chico visionario puede ayudarlo. Por eso el director ha dotado a Cole de un apellido que está demasiado cerca de Seer (vidente, adivino, profeta), para que su apuesta romántica sea bien evidente.
Además, como si esto fuera poco, Night Shyamalan se permite deslizar la duda metafísica de que Cole y Vincent Gray, el paciente resentido del pasado, son la misma persona, y que todo lo que pasa es una proyección mental de Crowe antes de morir, acercando su historia a los cuentos de Borges y de Bierce. Y en este sentido la película también le debe mucho a La escalera de Jacobo de Adrian Lyne. Allí, Tim Robbins es un combatiente de Vietnam al que le cuesta ubicarse espacio-temporalmente. La narración, junto con la perplejidad del protagonista, salta de su vida después de la guerra al infierno asiático una y otra vez. Por último, el espectador comprende que Robbins está luchando contra la muerte en una mesa de operaciones en medio de la guerra. Una cita del filósofo y teólogo místico alemán Meister Eckhart, en la que aconseja no resistirse ni entrar luchando a la muerte, sino dejarse llevar pacíficamente por ella, permite el descanso final del protagonista. Este consejo está implícito en el momento en que Crowe comprende que está muerto: Él sólo quería comunicarse con su esposa, liberarla del peso de su ausencia presencial, y después que lo ha logrado, acepta su destino estoicamente. Por esto mismo, El sexto sentido no es tanto una película de terror como una sobre el terror que todos le tenemos a la muerte.
"¿Qué ocurre en el primer instante que se sabe algo de la muerte? Ha debido haber un instante en el que hayamos descubierto que no estaremos aquí para siempre. Debió ser aplastante –marcado al rojo en la memoria. (...) ¿Qué hemos hecho de esto? Debemos nacer con una intuición de mortalidad. Antes de conocer las palabras para expresarlo, antes de que sepamos que existan palabras, salimos, brillantes y ensangrentados, sabiendo que para todas las brújulas del mundo no hay sino una dirección, y el tiempo es su única medida."
Este terrible fragmento pertenece a esa obra maestra que es Rosencrantz y Guildernstern están muertos de Tom Stoppard. La genialidad de este guionista de Brazil, sin embargo, no ha podido salir del universo de la palabra cuando convirtió su obra de teatro en película de culto. Night Shyamalan ha conseguido decir lo mismo solamente mostrando la mano de Crowe sin su anillo de matrimonio. Pero lo peor de todo, lo más aterrador, es que ha conseguido que el espectador salga del cine con la duda, terriblemente humana, de si no estará muerto en vida, si él también no será un fantasma que camina entre los vivos porque hay algo que aún no ha terminado de hacer, mientras el mundo físico sigue su rumbo acostumbrado, como quizá le hubiera gustado acotar a Borges.