Por César E. Juárez
En las vitrinas del entrepiso, lo primero que llamó mi atención fue la fotografía de la tapa; en tonos sepias aparecía allí una niña sentada tratando de reestablecer el equilibrio de su cuerpo con sendos dispositivos: apenas una pequeña mano –a su derecha–, y un perro de felpa –a su izquierda–. El intento de la niña acontece inmóvil en el diámetro escaso de una mesa ratona. Recuerdo entonces casi sin solución de continuidad al Roland Barthes de La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía (1980): “La fotografía dice: esto, es esto, es asá, es tal cual, y no dice otra cosa; una foto no puede ser transformada (dicha) filosóficamente, está enteramente lastrada por la contingencia de la que es envoltura transparente y ligera”. Lo que sigue es –en consecuencia– una serie de consideraciones en torno al arte de escribir que Algunos apuntes sobre mi madre (2007), de Marcelo Damiani (1969), ha suscitado en mí. Su articulación se ha realizado en momentos y éstos sólo pretenden –esencialmente– seguir los del relato mismo y acoger con gratitud lo que éste último dice. Nos guía un proyecto eminentemente utópico: renunciar a una mathesis universalis y alcanzar una mathesis singularis según el paradójico dictum de Roland Barthes.
La única sabiduría que podemos esperar adquirir
es la sabiduría de la humildad: la humildad es interminable.
Thomas S. Eliot
Nada de todo esto se parece al miedo,
el miedo es un agujero donde uno se resguarda
antes de la acción.
Paulina Vinderman
I
“Me acuerdo, antes que nada, de sus manos”: Así, casi de un modo invisible, se inicia la escritura de este relato de Marcelo Damiani estructurado en 11 (once) párrafos. Sus manos –las de ella– son las que tejen y las que, de algún modo, le pasan las agujas al niño que no comprende al principio cómo hacen esas manos para no terminar enredando todo. Además: ¿Cómo acomodarse a esto? ¿Cómo tomar las agujas? Anota el narrador: “No podía seguir el hilo de la historia. Estaba, literalmente, subyugado, y podría haberme quedado ahí toda la vida”.
II
Asoma en este punto una mínima genealogía que remite a un preciso lugar de Tucumán: Taco Ralo. Se trata de un lugar de cuyo nombre el narrador quiere acordarse: árbol desnudo es la significación de esta expresión según una “olvidada lengua indígena”. Allí –en Taco Ralo– nace ella: Nelly, la Mocha, un 12 de Febrero de 1936; es la cuarta hija de Emiliano Gómez y Angélica Esther Miau. La emergencia de la instancia genealógica no es casual en este punto. Según Roland Barthes: “Pensar en el origen nos sosiega, mientras que pensar en el futuro nos agita”. Aquí aparece también la hermana de Emiliano Gómez: Beatriz. Es ella la que gestiona el cambio de aire que la Mocha necesita –debido a una leve afección respiratoria– llevándosela a Córdoba y haciendo de madre de ésta de ahí en más. Diríase, en rigor, madre de ahí en más y de nuevo. De nuevo, ya que Beatriz “había perdido a su única hija, atropellada por una auto al cruzar la calle corriendo […] para mostrarle a una vecina los patines que le acababan de regalar por su sexto cumpleaños”.
III
Un poeta enamorado en secreto de Beatriz suele visitar su casa de Córdoba; de allí –conjetura el narrador– saca la Mocha “la idea de escribir poesía”: Comienza a llenar cuadernos con versos adolescentes. Al morir el marido de Beatriz la vida de ambas se reorganiza: alquilan habitaciones; cocinan para los estudiantes; venden lo que pueden vender; agotan sus ahorros. Finalmente, regresan a Tucumán. Pregunta el narrador: “¿De qué hablarían sus versos? ¿Qué tipo de verdad banal o profunda me hubieran permitido descubrir su trazo o su escritura? Sin razón, en mis devaneos, a veces pienso que yo soy ella, pero sin mí”. Ariel Schettini bien podría ofrecer alguna señal al respecto: “Un poema existe –escribe– cuando genera un efecto de verdad”. ¿Tal vez eso baste?
IV
Escribir y vivir: He ahí dos verbos en infinitivo cuyas denotaciones y connotaciones obsesionan a nuestro narrador. A veces el vivir excluye al escribir; sin embargo, el escribir tal vez no sea imaginable sin el vivir. Felisa, por ejemplo, sólo parece vivir: A pesar de las adversidades ella vive; otros, en fin, verán si escriben o no sobre ella.
V
¿Qué es una heroína? La Mocha, Felisa y Beatriz como “tres mosqueteras buscavidas”. Narrar la historia de la Mocha en tercera persona como en una novela decimonónica. ¿El tono? Desde luego: Ameno y divertido.
VI
Las muertes de Beatriz y Felisa en el recuerdo: ¿Una maraña? Anota el narrador: “Recién ahora me doy cuenta de la razón por la que me apego a estos retazos de historias, como si su voz apenas pudiera dirigir mis manos mientras escriben, intentando prolongar este último rito que llevamos a cabo juntos, hilando palabra tras palabra, tejiendo frase tras frase como ella solía tejer nuestra ropa, abrigándonos mutuamente en la naturalidad de nuestro gesto”. ¿La escritura como abrigo? ¿La escritura como saquito?
VII
Vuelvo a Roland Barthes: “He decidido tomar como guía la conciencia de mi emoción”. La Mocha muere tres semanas antes de que Camila, su nieta, naciera; de este modo, en consecuencia, no puede realizar su deseo de conocerla. Sin embargo, en la sonrisa de Camila anida la de la Mocha; ni siquiera necesita de las “morisquetas tristes” de su tío para manifestarla. En el sueño, por ejemplo, los ángeles se encargan de ello. ¿Cómo son las morisquetas angélicas? Sólo los niños lo saben y felizmente lo olvidan al despertar.
VIII
A veces “no tener razón... es una cuestión de vida o muerte”. A cierta distancia de la lección socrática, el narrador prefiere asirse de la sonrisa de Camila que no parece provenir –precisamente– de ningún ejercicio irónico dirigido a la búsqueda de la verdad. Dice Roland Barthes: “La vida está hecha así, a base de pequeñas soledades”.
IX
“Ella […] creía en Dios; creía en el cielo, creía en el alma eterna, creía en la salvación”. Mirando la fotografía de la Mocha que está en la tapa de Algunos apuntes sobre mi madre no hay lugar a dudas: Esos ojos, que vuelven minusválidos los del perro de felpa –y no sólo, desde luego, por su tamaño– iluminan también los nuestros. ¿No ha dicho Olga Orozco que ella: “Quería descubrir a Dios por transparencia”?
X
Ordenar: ¿Acaso la conciencia humana hace otra cosa? Jorge Luis Borges habla en Discusión (1932), en efecto, de la “visión de la sucesiva y ordenadora conciencia humana frente al momentáneo universo”. ¿No hacen algo análogo la escritura y el relato en general? Escuchemos ahora a Marcelo Damiani nuevamente: “El 3 de enero del año pasado cumplí 37 años. Mi padre hubiera cumplido 74. Treinta y siete años atrás ella le había dado como regalo de cumpleaños a su primer hijo: Yo. Yo, ahora, 37 años después, tenía la misma edad que él cuando se convirtió en padre. Yo, ahora, era huérfano de padre y madre, y el único regalo que recibí por mi cumpleaños fue el de mi hermana: Un reloj…”.
XI
“Pero el peor momento llega tarde o temprano. Es cuando ya no hay nada que hacer”. Marcelo Damiani abandona entonces las agujas y los ovillos: El abrigo que ha tejido para su madre y para los suyos comienza a abrigarlos, y –me parece– a abrigarlo.
Texto leido en el "XVII Encuentro de Escritores del Libertador" re-alizado en San Salvador de Jujuy entre el 11 y el 13 de junio del 2010.