Por Marcelo Damiani
Una de las características de la vida moderna es la velocidad. Todo se hace rápido. Se come rápido, se maneja rápido, se habla rápido: Se vive rápido. Los medios masivos de comunicación no sólo no son ajenos a este estado de cosas sino que además estimulan una constante aceleración de la vida cotidiana. No es casual que el modelo que gobierna el imaginario contemporáneo sea el de la televisión. Un medio donde un segundo puede valer millones. Por eso a nadie le extraña que el cine y la literatura comerciales -y no tan comerciales también- estén obsesionados con la idea de la acción y la velocidad. Muy poca gente soporta un tiempo muerto; un momento donde alguien se pone a contemplar el mundo, ya sea en una película o en un libro, es casi inaceptable. Así vivimos asediados por personajes hiperactivos, histéricos, esquizofrénicos e idiotas. Sabemos que en cualquier momento van a caer en el exceso, la sobreactuación o la grandilocuencia gratuita.
Sin embargo, hay otro tipo de obras que van contra la corriente. Sus protagonistas pasean su mirada por un mundo que apenas los acepta. El modelo de estos personajes, a veces, es el del caminante que recorre la ciudad buscando lo extraordinario, algo que quizá nunca se presente, aunque el mero hecho de buscarlo ya valga de por sí la pena. En el primer episodio de esa obra maestra del cine que es Caro Diario (1994), su director, Nanni Moretti, encarna a un motociclista que para soportar el calor italiano recorre la ciudad desierta sin rumbo, mientras monologa lúcidamente. Briones, el protagonista de El informante (1997) de Carlos Dámaso Martínez, es un hombre al que la violencia que se desata a su alrededor no le cambia su forma particular de ver las cosas, más allá de todo el vértigo inútil que de pronto envuelve su universo.
Estos personajes han conseguido escapar, de una forma o de otra, del ritmo acelerado de la vida moderna, impregnando con su mirada cautivante y calma el mundo que los rodea. Una experiencia similar a la de pasear sin presiones, sin rumbo, escuchando a Keith Jarret acariciar el piano en "The Köln Concert". Una experiencia al alcance de todos, aunque a veces sea necesario que nos lo recuerden, ya que de alguna manera siempre estamos olvidándolo demasiado rápidamente.