Uno de los bares que frecuento en las tardes de calor tiene a un verdadero personaje disfrazado de cliente regular. Habla con un ligero acento francés y asegura ser el único descendiente del célebre profesor Abel Dubois Landormy. Después de presentarse a su interlocutor de turno le gusta contar sin preámbulos la historia de su padre: “A principios del siglo pasado, empieza, mi padre publicó su famosa Historia del escote femenino en la civilización del Egeo (2300 a 1800 antes de Cristo); allí sostiene que cuanto más alto es el nivel artístico e intelectual de un pueblo, tanto más bajo es el punto en que sus mujeres cierran el cuello de su ropa. Amparados en esta ley histórica enunciada por mi padre, continúa el hombre, los modistos parisienses fueron empleando cada vez menos tela en los trajes de noche, e incluso hubo varios creyentes en el progreso indefinido de la humanidad que dedicaron su vida a tratar de ver el ombligo de las mujeres, ya que eso demostraría automáticamente el sumo apogeo de la civilización occidental. Pero ese momento no llegó, se lamenta, puesto que al poco tiempo, cediendo a los flujos y reflujos de la moda, los sastres comenzaron a subir los escotes y a bajar las faldas. Y así comenzó la declinación de la popularidad de mi padre”, termina el hombre con un dejo de tristeza en los ojos. Luego paga su café -que por lo general no ha tocado- y sale del bar. Afuera, se queda parado en la entrada mirando a las adolescentes que caminan por la vereda mostrando sus ombligos con desdén. Imagino que el hijo del profesor Landormy disfruta de este paisaje paradisíaco pensando que su padre tenía razón: Este es el sumo apogeo de la civilización occidental.