Marcelo Damiani
& Pablo Orlando
& Pablo Orlando
En una de las últimas audiciones del famoso programa radial “Cine en serio” (uno de los más escuchados a lo largo y a lo ancho de toda Europa), conducido por los prestigiosos teóricos pragmáticos Richard Hans y Claude Manetto, el antropólogo uruguayo Fernando Feñas, invitado de honor del día, aseguraba haber visto a los históricos hermanos Joel y Ethan Coen, en ese cronológico orden, salir decepcionados del célebre departamento del escritor argentino Héctor Libertella. Según Feñas, los cineastas estaban dispuestos a adaptar una de las tantas novelas inéditas del autor, “La santidad sublime del último místico carnal”, donde se narra la historia de un carnicero con agudos problemas “referenciales”, ya que se enfurece cuando se lo denomina de esa manera, y en cambio se hace llamar “Mili” (apócope de “minimalista literal”). He aquí el pasaje que Feñas leyó en perfecto castellano rioplatense, para el asombro de Hans y Manetto y del radioescucha alemán (y europeo en general): “No, no, de ninguna manera. Usted, mi querida señora, ve carne sobre esta mesada, y no dudaría en calificar como `cortes` a los efectos de mi actividad. Pero usted debería ver este puesto al final del día, debería ver que no queda nada por ver. Entonces comprendería que yo soy el instrumento que hace posible la presencia completa de la carne; yo no corto, señora, yo soy el puente, el camino. Yo soy el camino entre la nada y la totalidad”.
Feñas aseguraba que los Coen habían sido visceralmente hechizados por este pasaje libertelleano, y que se habían precipitado raudos y secretos hacia “La Reina del Plata”. Estaban seguros de poder entrevistarse con el escritor y conseguir los derechos de su novela, confiados en que la admiración era mutua. Después de todo, ellos eran los autores de El hombre que nunca estuvo, y Libertella, el hombre que apenas se dejaba entrever. Pero esto último no lo mencionó Feñas, en aquella agobiante mañana radial de Baden–Baden, ya que aparentemente desconocía la fascinación por las apariencias que Libertella compartía con los Coen. Vaya esta cita como muestra: “Los Coen no se satisfacen con la realidad, y entonces se dedican al arte. Pero tampoco las historias los satisfacen, y recurren a mezclar varios relatos, a agregar, a sumar, pero con el terrible presentimiento de que lo que en verdad hacen es restar, quitar, cortar. O algo aún peor, ya que sospechan que no hay brújula alguna para ninguna actividad, y que hacer y deshacer no es algo que pueda ser hecho (o deshecho), y que todo da igual. De hecho, ellos son la prueba viviente de que se necesitan dos para hacer uno”.
Libertella pertenece a una larga tradición de lectura a la que él mismo ha llamado corte argentino, y que prioriza la fragmentación ante la supuesta unidad del cuerpo (ecuación que, por supuesto, puede leerse enteramente al revés). Citemos al propio Libertella, a su vez citando a Elie Wiesel: “Disfruto cortando. Reduje novecientas páginas a ciento sesenta. Ahora bien, incluso cuando uno corta, no corta”. O recurramos a esta otra cita: “Hay que cortar porque (o como consecuencia de, como veremos) el comienzo se oculta y se divide sobre sí, se pliega y se multiplica, empieza por ser numeroso". Así dice este tipo de pensamiento, en este último caso en la figura de uno sus representantes más notorios, el filósofo francés Jacques Derrida, quien en su texto La diseminación se explaya de la siguiente manera: “Ninguna cosa es completa por sí misma ni puede completarse más que con lo que le falta. Pero lo que falta a toda cosa particular es infinito; no podemos saber por adelantado el complemento que pide. No reconocemos, pues, más que por la autoridad del hecho y por el gusto secreto de nuestra mente cuando se ha hallado la armonía eficaz, la diferencia-madre, esencial y generatriz”.
No es casual que en El hombre que nunca estuvo el deseo esté representado por el pelo, y que Ed Crane, el protagonista, sea un peluquero, es decir, el encargado de cortarlo y de ponerle fin. Todos sabemos que en los policiales negros, inclusive en esta variante capilar del género, el deseo (o sea, el pelo) es el que produce todos los problemas. Notemos que los hermanos Coen han definido esta película como la odisea de un peluquero que quería ser lavandero. Esta analogía llevada al extremo nos permitiría sostener que todo el conflicto del relato es que nadie está contento con su corte de pelo, es decir, con su deseo. El protagonista del film se hace cargo de explicitar esta relación: “Este pelo...¿Alguna vez te preguntaste sobre eso? Sigue creciendo…y creciendo…quiero decir…es parte de nosotros. Y luego lo cortamos y lo tiramos… Un sepulturero me dijo que el pelo sigue creciendo por un tiempo después que uno muere, y luego para. ¿Qué hace que siga creciendo? ¿Es como una planta en la tierra? ¿Y qué sale de la tierra (soil)? ¿El alma (soul)?...”.
Pero volvamos al encuentro entre los Coen y Libertella según el testimonio de Feñas, el antropólogo sin cuya antropologización no habría antropología del cine uruguayo. Los Coen ofrecieron una suma de dinero que Libertella no pudo rechazar, y entonces se encontraron con el manuscrito deseado entre sus manos: Poco más de 60 hojas en blanco –completamente en blanco. Los hermanos vieron la sonrisa de Libertella, vieron la blancura casi inmaculada de las hojas, vieron la cara de Washington en los billetes recién sacados del banco, y pensaron en Poe y en el blanco de la hoja final del relato (que es a la vez la lividez de la muerte) de Arthur Gordon Pym; pensaron en Melville y en esa blanca imagen de la trascendencia que es Moby Dick; pensaron en Kasimir Malevitch y en esa representación sublime de lo irrepresentable que es su cuadrado blanco sobre fondo blanco de 1918. Pensaron también en Borges y en Duchamp, en Heidegger y en Leibniz, y al final decidieron devolver la ironía sin siquiera sonreír. Tomaron el dinero a una velocidad propia de cualquier gángster de alguna de sus películas y nunca más se los volvió a ver.
Feñas terminó ahí su relato, pero no sin antes reproducir una frase críptica que le habría escuchado a Libertella: “Y pensar que en el principio no había más que una `W`...”. Fue entonces que Hans y Manetto olfatearon algo más. Antropólogo al fin, y no carnicero, Feñas había sido cegado por su pulsión referencial, y había interpretado la frase en clave biológica (en el origen siempre se es un niño, un bebé). Pero los sagaces Hans y Manetto, que ya habían comprobado las afinidades secretas entre el Rhin y el Río de la Plata, no tardaron en comprender que no había ningún párvulo en el inicio, sino unas iniciales: B.B. Iniciales que no significaban, como arriesgó un desconcertado Feñas (horas más tarde, ya distendido en las famosas aguas termales de la ciudad), Brigitte Bardot, ni Bertold Brecht, ni Boris Vian, y mucho menos Boris Becker o Björn Borg, sino que trazaban una correspondencia íntima entre Baden–Baden y Bahía Blanca, ciudad natal de Libertella. Luego de despedir al autor del inquietante ensayo “Antros, tropos, logos” (es decir, a Feñas), Hans y Manetto tomaron el primer vuelo hacia el hemisferio sur y rápidamente se encontraron en aquella ciudad austral de la provincia de Buenos Aires donde hacía tiempo que el escritor faltaba, ya que para ese entonces se había desplazado un casillero: de B.B. a C.C. (a Cucha Cucha, en Caballito, en Capital). El nuevo asentamiento de Libertella remitía indudablemente a una morada canina, por lo que fue tomado por lo alemanes como un guiño cómplice, cínico. Así se lo hicieron saber al escritor, dirigiéndose a él con mucho cuidado, temerosos de taparle la luz blanca que entraba por la ventana. Pero éste evitó cualquier tipo de comentario (un silencio elíptico que Hans y Manetto no dejaron de tomar como una confirmación) y fue directamente al grano: “Los Coen pensaron que los estaba cargando. Ahora me doy cuenta de que no pudieron comprender mi obra maestra. Yo les explicaba que lo realmente difícil, como sugería un famoso escritor chino, es llegar a la hoja en blanco, y les mostraba las marcas del `Liquid Paper` que se negaban a reconocer en mi manuscrito, mientras les citaba las palabras de Huang-Tsé: ´Ayer vino un amable periodista y me indagó sobre el terror de la página en blanco. `Mire usted –le dije–, si tengo un terror es no poder llegar acabadamente a esa página`. Entonces le mostré cientos de manuscritos tachados y mis pequeños pinceles y frascos de corrector blanco [igisha]`. Pero ellos se habían obstinado en la absurda historia de un carnicero en la que se vislumbraba el minimalismo ruso y la falta lacaniana, en una síntesis de metafísica tradicional y mística carnal. Yo jamás había escrito nada así. Casi sentía envidia por el autor que pudiera lograr de manera tan genial esa amalgama, y eso es exactamente lo que les dije, mientras ellos mostraban su enojo y repetían una y otra vez: Fuck! Fuck! Fucking Feñas!”.
Creemos que no hace falta mencionar el júbilo romántico que la anécdota despertó en nuestros lúcidos alemanes. Asentían con irreprimibles, y casi ininteligibles “Teufel! Teufel! Sapperlot!!” ante cada palabra del escritor, y terminada la grabación, volaron con apuro a su tierra natal, para compartir el entusiasmo con sus compatriotas. Sabían, por supuesto, que el blanco libertelleano era una ironía, pero una ironía que suponía la más extrema seriedad. Ese blanco era la ausencia imposible en la que la no menos imposible presencia de las cosas finalmente tendría su lugar. Veamos nuevamente lo que Jacques Derrida nos dice al respecto: “…la afinidad sémica, metafórica, temática, si se quiere, entre el contenido `blanco` y el contenido `vacío` (espaciamiento, entre, etc.) hace que cada blanco de la serie (nieve, cisne, papel, virginidad, etc.) sea el tropo del blanco `vacío`. Y recíprocamente. La diseminación de los blancos (no diremos de la blancura) produce una estructura topológica que circula infinitamente sobre sí misma mediante el suplemento incesante de una vuelta de más: más metáfora, más metonimia. Volviéndose todo metafórico, no hay ya sentido propio y, por lo tanto, metáfora”.
A nadie le pasará inadvertido que durante todo el metraje de El hombre que nunca estuvo la sobre-exposición lumínica amenaza con tragárselo todo, y que por último, en el cuarto reservado al ajusticiamiento del protagonista, relato y personaje se disuelven en el blanco final. Wittgenstein, el célebre filósofo analítico, solía identificar el silencio y la ausencia con la plenitud del sentido, y no es casual que Ethan, el menor de los hermanos, haya escrito un ensayo sobre el pensador austríaco. Tampoco es casualidad que las últimas palabras de Ed Crane en la silla eléctrica hablen de la insuficiencia del lenguaje, de cómo la muerte ha cambiado de signo y se ha convertido en la posibilidad de encontrar a su esposa en el más allá: “No sé adonde me llevan. No sé que encontraré más allá del cielo y la tierra. Pero no tengo miedo de ir. Tal vez las cosas que no entiendo sean más claras ahí.... Tal vez ahí esté Doris. Y tal vez entonces pueda decirle todas esas cosas para las que aquí no tienen palabras...”
Es imposible no ver acá el arte de la práctica del oficio mudo que propone Libertella en uno de sus últimos libros: “Un hombre absurdo, sentado en el único rincón del bar del ghetto, escucha cosas concretas. Y escribe un libro invisible”. Este hombre, de alguna manera, es Ed Crane; lo que se hace evidente hacia el final del relato, cuando sabemos que todo el film ha sido una historia que él mismo ha escrito para una revista de ´pulp fiction´. De la misma forma, tampoco podríamos dejar de reparar en el principio de incertidumbre de Werner “Fritz” Heisenberg, traducido en la ´duda razonable´ esgrimida por Freddy Riedenschneider, el abogado que defiende al protagonista, en eso de que no se debe atender a los hechos, sino a su significado. Aunque los hechos no tengan ningún significado. Este es uno de sus inobjetables razonamientos: “Lo que digo es que uno, a veces, cuanto más mira, en realidad, menos sabe. Es un hecho. Un hecho demostrado. En cierto modo, es el único hecho que existe”.
La escena final de esta historia nos lleva de nuevo al principio: A Baden–Baden, a Hans y Manetto, a la última emisión de “Cine en Serio”, donde el invitado especial no podía ser otro que el erudito en arte argentino Rafael Cipollini, quien encuentra la clave de todos estos hechos en la última publicación periodística de su amigo Libertella: “Conviene recordar esta fecha: 30 de noviembre del 2002. Ese día [como en los tiempos de aquella revista de los `70 llamada `Literal` donde los escritores se negaban a esgrimir sus firmas y por lo tanto los verdaderos autores eran los lectores], Libertella ha comenzado a dejar de ser Libertella. Desinteresado del reconocimiento de público y crítica (como así también de la oficina administrativa del diario encargada de pagarle), Libertella firma sin firmar con un lacónico Héctor (y adquiere así su estatuto de héroe mítico griego). El gesto tiene su co-relato en la película que los hermanos Coen no filmaron sobre un escrito que Libertella no escribió, y de la que por supuesto, el periodismo especializado aún no ha dado noticias. Ni siquiera Feñas, el único que estuvo verdaderamente cerca, ya que al arriesgar Brigitte Bardot ante las claras inciales B.B. no sospechaba, con su habitual inteligencia convexa, que se trataba de una concavidad, la de una Bahía (Blanca, por supuesto). Esto es así si nos atenemos a la variante fonética, pero si reparamos en una lógica grafemática, la doble “B” es una “W”, y Bahía Blanca pasa a ser, de esa manera, una clara cifra del universo: Wittgenstein (aunque muchos lo confundan con Welles)”.
Hans y Manetto, sin duda geniales, pero aficionados al fin, no habían considerado esta posibilidad, y por lo tanto sólo atinaron a sostener un prolongado silencio.
“Este silencio me recuerda que no es casual que los hermanos Coen hayan adaptado la Odisea –se explayó entonces con su habitual elocuencia Rafael Cipollini–. El silencio asimilado al blanco, el silencio de las sirenas en la versión que Kafka nos dio del relato homérico, es también el silencio con el que Orfeo equiparaba a Eurídice (y hacia el que marchaba su flauta, según Maurice Blanchot). Y es, por último, el mismo silencio que escuchaba Beethoven al componer sus sonatas. Esas sonatas que acompañan el viaje de Crane hacia el silencio (la verdadera música comenzará después), su lento e inexorable disolverse, mientras se dice a sí mismo que no ve nada ni es visto por nadie, mientras se pierde en ese extraño laberinto del espíritu donde juega el juego inevitable y desconocido de la vida, mientras se ve arrastrado en un ciego ir y venir cuyo único sentido parece ser el ritmo. Un ritmo que puede ser al mismo tiempo la imagen definitiva de la composición musical y también la de su existencia.”
Cipollini no alude a Borges, aunque los Coen parecen citarlo de manera implícita, cuando antes de la ejecución hacen deambular oníricamente a Crane por la cárcel desierta, tratando de construir un mapa final que le dé cierto sentido al caos que fue su vida: “Al principio no sabía como había llegado aquí. Lo sabía paso a paso, por supuesto…Pero no podía ver ningún patrón. Ahora que estoy cerca del final… todas las cosas desconectadas parecen engancharse... Mientras estás en el laberinto vas pasando, quieras o no, girando donde crees que tienes que girar, chocando en los lugares sin salida… Pero cuando tomas cierta distancia, todos esos giros y vueltas toman la forma de tu vida. Es difícil de explicar. Pero verlo en su totalidad te brinda cierta paz”. El laberinto como un mapa identitario cifrado es una idea recurrente en el imaginario borgeano, tal como se ve por ejemplo en “El espejo de los enigmas”: “Los pasos que da un hombre, desde el día de su nacimiento hasta el de su muerte, dibujan en el tiempo una inconcebible figura. La inteligencia Divina intuye esa figura inmediatamente, como la de los hombres un triángulo. Esa figura (acaso) tiene su determinada función en la economía del Universo”.
Pero volvamos a las palabras de Cipollini, que le dan un digno cierre a esta singular historia: “Llegará el día en que, para nuestra incertidumbre, una `H` sola, sin compañía alguna, nos indique tanto el principio del texto como su final. Ese día Libertella se habrá liber(t)ado, habrá alcanzado su pathos, su ethos, su hybris, su telos, su meta, su blanco, su fin. ¿Cómo evitaremos pensar, en ese futuro inexorable, que la `H` muda de Libertella es el sonido ausente de ese texto que nunca estuvo? ¿Cómo negaremos, por último, la estrecha relación entre los Coen y ese maestro argentino del oficio mudo al que ya todos conocerán por la engañosa presencia de la solitaria letra `H`?”