sábado, 1 de diciembre de 2007

Pi: Melancolía y secreción

“La belleza del círculo perfecto ha despertado una intriga especial en los hombres. En su esfuerzo por definir la forma repetida en los iris de los ojos de los seres queridos y en las esferas radiantes del sol y de la luna, el hombre dividió la circunferencia del círculo por su diámetro, descubriendo pi.”

Todd Roberts


       Max Cohen es un joven matemático judío obsesionado por descubrir el patrón numérico del Universo. Alienado en su tarea –asumida como una verdadera Misión–, sufre de alucinaciones y hemorragias nasales que sólo puede aliviar inyectándose. Su creciente paranoia, inherente a la tipología de cualquier racionalista –somos parte de un orden que apenas vislumbramos o que definitivamente escapa a nuestra comprensión–, se ve justificada por dos grupos (en apariencia irreconciliables) que andan tras sus investigaciones. Por un lado, están los especuladores bursátiles que quieren sus teoremas porque sospechan que ellos revelan los patrones ocultos de la bolsa. Por otra parte, una secta hasídica lo quiere en sus filas para descubrir el secreto nombre de Dios, a través de esa rama numerológica del misticismo judío llamada Cábala.
       Max, como corresponde al género de películas protagonizadas por genios, tiene un maestro, Sol, que lo guía escépticamente en su búsqueda, mientras le da consejos sobre que necesita una mujer. Una mujer, precisamente, es lo que sin duda es su vecinita, Devi, una apetecible morocha que le da casi el mismo consejo que Sol: “Necesitas una mamá”, dictamina. La otra fémina que lo persigue es Jenna, una nena que le hace hacer mentalmente operaciones matemáticas. Pero para Max las cosas no son tan claras como para su maestro y vecina. Él ha contemplado el sol de frente cuando era chico, tal vez por eso ahora todo lo que ve son sombras, y quiere ir más allá, descubrir el secreto de pi, esa relación entre la periferia y el centro para reunir lo disperso en la totalidad del círculo.
       Pi (1998), el gran primer film de Darren Aronofsky, es tanto un retrato psicológico como una investigación científica de carácter fantástico, un relato policial como una búsqueda mística de la divinidad. Pero Pi, como no puede ser de otro modo, también es pi: El patrón común de todas las historias: La carencia que hace posible toda narración. Del mismo modo que lo que representa a pi es un número que no tiene fin, periódico, así el movimiento de aquello que ha sido separado de su origen no se detendrá hasta reintegrarse al lugar de donde partió. Pi, por lo tanto, es la unidad de lo diverso, ya que le recuerda a cada narración la ficción del relato del que se desprende su identidad; es la estructura misma del relato entendida como fragmentaria, carencia última o primigenia; su carácter ensayístico en tanto que búsqueda de un Absoluto –ya sea que se lo llame Dios, Madre, Tierra, Dinero, Verdad o Amor.
       Pero mientras que toda narración es progresiva, y por lo tanto utópica, la tentativa de Max –y por eso no es Marx– es melancólica, regresiva. Desoye a su vecina y a Sol (¿pero cómo escucharlos?), desconoce que tal vez el único secreto es secretar, desplazar el origen hacia el final, legar a otro la posibilidad de saber y de poder hacerlo todo, suspender la intranquilidad primordial, resignarse, dejar en blanco las páginas de la historia destinadas a la felicidad.
       Desde este punto de vista se podría decir que el problema de Max es su perseverancia ciega o su voluntad de poder. No obstante, a Aronofsky le basta una breve escena final para problematizar dicha postura. Max, rodeado de hojas marchitas, está sentado en un banco de la plaza. Jenna le pregunta cuánto es 255 por 183. Sonriente, él le responde que no sabe, antes de contemplar la copa de un árbol cuyas hojas son movidas suavemente por el murmullo de viento. Su silencio contemplativo es la prueba de que por fin ha comprendido que no hay nada que decir. No hay mensaje ni código que pueda superar el susurro del viento que se confunde misteriosamente con el de nuestra frágil respiración.
       Tal vez Aronofsky tenía en mente una frase que también Onetti ha tomado de Pound: “Dejemos hablar al viento / Ese es el Paraíso”. Max ha tenido que llegar hasta ahí, después de haber sufrido la persecución de financistas y religiosos, después de haber tenido que enfrentarse con la muerte en más de una ocasión, para comprender que no hay nada, absolutamente nada equiparable a la contemplación del tiempo que se escapa sin reparos, mientras las ficciones que ocuparon nuestro devenir se desvanecen en el aire. Max, tal vez, solamente ha recuperado su capacidad de asombro por el simple hecho de estar vivo, y quizá Pi sea la película sobre la pérdida de esta capacidad ancestral que padecemos todos los que vivimos melancólicamente atrapados por la lógica secresiva del mundo.

Marcelo Damiani & Pablo Orlando