sábado, 3 de mayo de 2008

La luz y la penumbra


Por Gabriela Stoppelman

       "Una voz irreal y lejana, repite mi nombre con insistencia... La iluminación es tan deficiente que apenas puedo distinguir los contornos de mi cara. Al estirar la mano para prender la luz pienso con toda lucidez que no voy a reconocerme en el espejo. Y quizá por eso no me reconozco". "Y pienso que los cortes de luz son una metáfora palpable de lo que me está pasando: En ninguna parte... puedo encontrar una luz prendida que me aclare el panorama". Esta oscilación entre la pe­numbra y la intermitencia de la luz, protagonista clave de toda la novela, se convierte en la única (y múltiple) respuesta al verdadero enigma del texto. Si hay imagen, es porque es ella la máxima posibilidad de iluminación posible de lo real. La imagen como parodia de la realidad. Cuanto más tenue se vuelve la imagen, mayor carga poética adquie­re el lenguaje, volviéndose, también él, parodia de todo lenguaje de acción.
       Podría decirse que los personajes de Adiós, pequeña juegan a una historia de detectives, en donde la verdadera búsqueda no es la resolución de un enigma, sino el encuentro de cada personaje con su "doble". El "doble" entendido no como "lo opuesto" o "lo complementario", sino como aquello que carece de la consistencia de las cosas nítidamente iluminadas, que está falto de la solidez de los sucesos adheridos a la "historia real". De esa manera, "lo otro", al perder definición en sus contornos, gana en lucidez: "Pienso que la entrada de un túnel con una luz de fondo es el problema que tengo entre manos, con sólo dos pequeñas diferencias: Yo estoy adentro del túnel, y no puedo ver claramente la luz del fondo".
       Adiós, pequeña es una novela donde el hu­mor, al volver grotesco todo procedimiento típico del género, toma la distancia necesaria del típico policial. El "falso y ambiguo don analítico" de un inusual detective, sólo le será útil para resolver una que otra partida de ajedrez. Descontando el hecho de que las piezas se vuelvan, de pronto, inmensas, "sobre un tablero gigante, escondido detrás de unas plantas". Por lo demás, no tendrá dificultad alguna para encontrar informaciones útiles que lo guíen hacia el rastro de una mujer, cuya sola imagen en una fotografía le provocaba "una especie de vértigo que lo hacía tambalear".
       Y es también la fotografía una gran protago­nista en esta novela. Si sus imágenes presentan "tintes irreales", es porque se alejan de la verdad del recuerdo: "Gabriella (en la foto) lucía una imagen casual, alejándose de la que yo recor­daba...". Es la memoria la referencia más fiable (aunque lo sea en corta medida) de toda na­rración. Pero de haber un punto luminoso en la imagen humana, donde se refleje "esa verdad, momentánea, pasajera" que dan las fotos, estará seguramente en la mirada: "Su mirada... perdida en la contemplación de un objeto lejano. Gabriella ahora sí se parecía a Gabriella". Y, a través de la mirada, aquello que percibimos como los hechos del mundo se vuelve nada más que una cons­trucción mental. La mirada refleja nuestro mundo y no es el mundo lo que se refleja en nuestros ojos. No hay verdadera diferencia entre percep­ción y ficción. Por eso, el transcurrir de un tiempo es sólo la memoria de ese transcurrir .Toda imagen de un espacio se vuelve sólo evocación de un sitio. Resulta un hallazgo la elección de un espacio-tiempo en apariencia impreciso, cuya medida se corresponde con el ritmo temporal y espacial creados por la narración, y no con la ex­periencia subjetiva del narrador.
       Un último acierto, el límite de todo esplendor de esa luz entre penumbras lo da la muerte: "Ese día uno podía ver muy lejos... aunque no hasta donde se había ido Gabriella". Y es ésta la única luz que se instala, porque "la muerte era volver a dormir el sueño eterno después de la breve pesadilla de la vida."

Publicado en Tamaño Oficio: Revista de Literatura. Año 13 – N° 20.