Por Marcelo Damiani
Caracas es una ciudad de motos y de autos. No es muy apta para el caminante con ganas de conocerla a pie ni para el peatón desprevenido. Tampoco parece ser una ciudad de bicicletas, como en la que se está convirtiendo Buenos Aires. Su tránsito es agresivo y dispar. Abundan las camionetas importadas, nuevas, relucientes, con conductores que hacen portación constante de celulares, pero también los coches viejos, grandes, clásicos. Siempre se escuchan bocinas y sirenas en todas partes.
Caracas también es una ciudad de fuertes contrastes. En ella conviven las nostálgicas galerías setentistas con las más modernas construcciones de la arquitectura de vanguardia, es decir, edificios inteligentes como el de la Multinacional de Seguros y otros de volúmenes fragmentados, como el Centro Comercial San Ignacio. Las diferencias de clases sociales, por otra parte, se perciben instantáneamente, y la clase media debe ser la más pequeña. No obstante, la gente es muy amable y por lo general está de buen humor en las calles y los bares.
Un párrafo aparte merecen los coloquialismos que se escuchan por doquier. Es difícil moverse sin oír palabras como vaina, chévere, buhonero; chamo, ladilla, raspicuí; pero también mecate, goajiros, burundanga; wayuu, jalabola, faramallero, y mi favorito indiscutido: Torypollo. La mayoría son términos completamente inaccesibles para cualquier extranjero; yo, por ahora, sólo me he atrevido a usar un par de chéveres. Este lenguaje exuberante, prolífico, por momentos hermético, me ha hecho pensar que en un futuro cercano su literatura nos puede a dar una grata sorpresa.