Por Marcelo Damiani
Estoy escribiendo la historia de esta balsa (cuyo capitán se empeña en llamar barco) y de su eterno virar a estribor. (La visible incoherencia de nuestro rumbo me impide hablar del tema). Yo soy una parte insignificante de la tripulación: No hago nada, no me dejo ver, no hablo; acentúo las diferencias con el capitán: Mi enemigo. Ambivalente, voluble, medio ocre, el capitán, ni siquiera sospecha de mi existencia (agazapada en la multitud informe de la balsa), seguramente debido a sus múltiples problemas (aunque para él son simples pasatiempos): Su favorito, sin duda, es dar de comer a los tiburones: Su método (avalado por la indiferencia y la ceguera general) es patear a los indeseables que sobreviven en los bordes de la balsa para ofrendarlos a Neptuno. Eso es, dice él, un sacrificio necesario. Eso es, digo yo, asesinato. (Además, también le gusta matar las ideas de los otros, y si eso no da resultado, matar a los otros que tienen ideas: No es obvio aclarar que reivindica a los criminales.) Robar un arco y un par de flechas, practicar por un tiempo, volverme un experto y buscar la oportunidad para llenarle la boca con algo sólido, es una de mis ideas más recurrentes. Pero nunca me decido, y no es por miedo, no, de ninguna manera, sino porque existe el peligro de que los ignorantes, después de todo, terminen convirtiéndolo en mártir. Así, en cambio, estoy seguro que se ganará un odio histórico, sempiterno, exclusivamente por su propio mérito. Yo, mientras tanto, puedo seguir insultándolo, escribiendo, imaginando su muerte en vano, mientras navegamos en círculos mar adentro, y sin ninguna intención de llegar nunca a tierra firme.