Por Germán Cáceres
Esta novela se proclama chandleriana desde su título. Escrita en primera persona, su protagonista –cuyo nombre no se revela– ironiza sobre los acontecimientos que vive con una visión entre romántica y desencantada, digna del mismo Philip Marlowe.
El libro se abre con un curioso prólogo de Alan Moon, donde hace una apología del ajedrez –tan vinculado por su lógica al proceso de la novela enigma– y afirma que “prefiere mil veces leer una novela escrita por un ajedrecista que soportar a los novelistas hablando de ajedrez”.
La historia comienza cuando un adolescente contrata al detective para localizar a una modelo. En su búsqueda, nuestro héroe recorre una gran ciudad –también sin nombre como él– y allí se topa con personajes excesivos y excéntricos. La urbe ficcional adquiere sesgos fantasmales que invitan al lector a pensarla como una metrópolis monstruosa, mezcla de Córdoba, Buenos Aires y tal vez Nueva York.
La trama atrapa por la calidad de los diálogos, ya que impera en ellos un sarcasmo por momentos brutal, salidas ocurrentes y réplicas brillantes. Se palpa la respiración del ingenio y la ironía de Chandler, pero muchas bellas imágenes y situaciones revelan que Damiani también es asiduo lector de Horace McCoy, Jim Thompson y Elmore Leonard, entre muchos otros.
El narrador transita con humor por los tics y clichés de la novela negra, adoptando una clave paródica que alcanza la desmesura con una auténtica invasión de mujeres fatales dispuestas a devorar hombres. Sin embargo, esta parodia no sólo homenajea al género, sino que en el fondo está impregnada por un sentimiento de vacío, soledad y frustración. Un personaje femenino se pregunta: “¿O que llegado un momento no vas a sentir ese hastiante hastío por la vida que se ve que sienten esos millones de personas que andan por la calle como perdidos en la selva?”.
La modelo comparte el nombre con la hermana del protagonista, y este recurso hace que la historia no sólo avance, sino que también retroceda por medio de evocaciones que a veces rayan con lo onírico. La narración, de esta forma, se desvía saludablemente haciendo que realidad y sueño se entremezclen mientras los hechos se tornan vagos e imprecisos. Esta atmósfera difuminada es la que permite que la resolución caprichosa del caso se vuelva convincente, puesto que pierde importancia ante el terreno ganado por la poesía.
Por último, el libro nos regala una “mirada del adiós”, cuando el protagonista reflexiona que “los muertos siempre están vivos para nosotros de una u otra forma, y que en cambio nosotros, los vivos, estamos muertos para ellos”.
Nota publicada en la revista “El Gato Negro” (1995).