Siempre quise escribir algo sobre Bobby Fischer. Mi primer intento (fallido) fue reproducir en Adiós, Pequeña su increíble partida contra Donald Byrne cuando apenas tenía 13 años. Su belleza radicaba en la capacidad del joven Bobby para demoler con mucha clase el sofístico planteo de su rival. Al comprender la genialidad de sus razonamientos se convirtió en mi ídolo, y durante un buen tiempo estudié sus partidas obsesivamente, tratando de copiarle un estilo que con el tiempo me di cuenta que no existía, más allá del hombre que jugaba como ninguno.
Mi segundo intento de escribir sobre él fue un poco menos fallido, ya que básicamente se resumía en citar su famosa respuesta a Boris Spassky. El Gran Maestro ruso había dicho que el ajedrez era como la vida, a lo que Bobby replicó, genial como siempre: “El ajedrez es la vida”. Su espíritu, sin embargo, también quería impregnar algunas páginas de la primer parte de El oficio de sobrevivir, tratando de traducir la felicidad secreta que irradiaba su juego con retruécanos y juegos de palabra, como si se tratara de un homenaje hermético.
El 18 de enero pasado Bobby dijo basta. Seguramente este mundo –con su coeficiente intelectual de 184, bastante superior al de Einstein, por ejemplo– ya le resultaba muy aburrido. Tal vez por eso se dedicaba al ajedrez. Y cuando descubrió todos sus secretos –como si le hubiera dedicado un año de su vida a cada uno de sus escaques– simplemente decidió partir, dejándonos la prueba incontestable de sus partidas, para que sus admiradores pudiéramos apreciar, a través de la opacidad mecánica del movimiento de piezas, ese genio siempre feliz que llevaba dentro.
Mi segundo intento de escribir sobre él fue un poco menos fallido, ya que básicamente se resumía en citar su famosa respuesta a Boris Spassky. El Gran Maestro ruso había dicho que el ajedrez era como la vida, a lo que Bobby replicó, genial como siempre: “El ajedrez es la vida”. Su espíritu, sin embargo, también quería impregnar algunas páginas de la primer parte de El oficio de sobrevivir, tratando de traducir la felicidad secreta que irradiaba su juego con retruécanos y juegos de palabra, como si se tratara de un homenaje hermético.
El 18 de enero pasado Bobby dijo basta. Seguramente este mundo –con su coeficiente intelectual de 184, bastante superior al de Einstein, por ejemplo– ya le resultaba muy aburrido. Tal vez por eso se dedicaba al ajedrez. Y cuando descubrió todos sus secretos –como si le hubiera dedicado un año de su vida a cada uno de sus escaques– simplemente decidió partir, dejándonos la prueba incontestable de sus partidas, para que sus admiradores pudiéramos apreciar, a través de la opacidad mecánica del movimiento de piezas, ese genio siempre feliz que llevaba dentro.