jueves, 1 de mayo de 2008

Números

Por Alan Moon

       El arte de prologar libros ajenos sólo consiste en una simple cuestión: Saber mentir. Por eso siempre supe que sería un gran prologuista. Sin embargo, ahora que he decidido dar un vuelco a mi vida y surcar los tortuosos y para mí vírgenes senderos de la verdad, francamente, estoy más que preocupado: La verdad puede ser muy aburrida.
       Ahora bien, la razón principal de mi cambio de rumbo vital es que hay varios hechos de público desconocimiento que me siento en la obligación moral de aclarar.
       Luego de los malentendidos inherentes a mi génesis en este oficio ingrato que es el de alabar libros extraños, como muchos no saben, he tenido que huir tanto de admiradoras como de enemigos. No diré nada de las primeras, porque su acoso es entendible, pero nada quiero callar sobre los segundos. Estos, liderados por ese sofista profesional que se esconde tras el seudónimo inverosímil de L.A. Peter, no sólo han fundado una nueva Secta Anti-Moon, sino que también se han dedicado a perseguirme con acusaciones y amenazas de todo tipo.
       La acusación más recurrente, como no podía ser de otra forma, es la de que toda mi obra es puro plagio. No la refutaré por la sencilla razón que nadie desconoce que la Secta Anti-Moon no sólo no tiene ideas originales ni propias, sino ni siquiera un nombre propio original.
       La amenaza más común, por otra parte, también es la más obvia: Matarme. He oído, además, varias versiones sobre las formas en las que piensan deshacerse de mi cuerpo. ¿No podrían ser un poco, me gustaría preguntarles, aunque tan sólo sea un poco más originales? ¿O es que quieren que yo los acuse a ustedes de plagio y así entrar a la historia de la literatura por la puerta grande? No, muchachos, no les voy a dar con el gusto –aunque entiendo que vean la posibilidad de asesinarme como una de las bellas artes: Sepan que tampoco en esto son los primeros.
       Pero mucho más dolorosa que todas las amenazas y persecuciones del mundo es la deslealtad de un amigo. El Gato, no puedo dejar de hacerlo público, me ha traicionado. No quiero entrar en detalles escabrosos que sólo harán sangrar más mi herida. Sin embargo, tampoco está de más señalar que la traición tiene la forma de un libro publicado con seudónimo. Este intento de hacerme desaparecer de la faz de las letras es mucho peor que la muerte. De cualquier forma, su felina maniobra no ha podido evitar la escritura de mi tercer prólogo, Levítico, cuya aparición demoraré hasta la publicación de mis obras completas.
       En este punto, creo sinceramente, ya no debería pedir perdón por la tristeza, ni siquiera por el dolor, sino por la alegría, y por supuesto, también, por la digresión. Es decir, por la alegría de mi digresión. Digresión, por cierto, cuyo último propósito no es otro que demorar la presentación de la nueva epístola del Gato –a quien sigo siendo fiel a pesar de su triste traición.
       Acá, por suerte para todos, ha decidido abandonar las elucubraciones metafísicas y por fin ha bajado a la tierra –aunque todavía no ha llegado bajo tierra, donde yace la última verdad. El Gato y yo, noto y anoto antes que nada, por lo visto vamos en direcciones opuestas. Mientras que antes él meditaba sobre el sentido de la vida y yo ejercía el oficio de vivir, ahora es exactamente al revés. ¿Será que vamos en direcciones opuestas porque no queremos cruzarnos? ¿O será que sólo queremos encontrarnos en las coordenadas espacio–temporales de la literatura? Siempre separados por algunas páginas, por supuesto: Yo primero, como debe ser, y recién después él.
       Hoy en día ya nadie puede sostener que una novela es un espejo que paseamos frente al camino, entre muchas otras razones, porque es harto evidente que nuestra vida ya no está gobernada por las imágenes, sino por los números. El Gato, consciente de esta paradoja posmoderna que nos muestra todo para ocultarnos su significado, ha cifrado en este libro la esencia de dicho problema. Pero no estoy aquí para cuestionar su decisión, sino su método.
       ¿Es posible que el Gato crea que alguien, a esta altura del partido, no sepa que en Kadang, Indonesia, los números impares representan la vida y los pares la muerte? ¿Es posible que piense que a alguien se le escapa que la Cábala sostiene que los números pares aluden a lo femenino y los impares a lo masculino? ¿Es posible que crea que va a engañar a alguien con esta proto–parodia de alegoría pitagórico–medieval sobre el destino de nuestra suerte?
       Me arriesgo a aventurar, no obstante, que a pesar de lo antedicho, el sentido último de este texto permanecerá en la oscuridad por mucho tiempo. No seré yo, lamento puntualizar, el que lo devele –aunque no sería muy errado señalar que soy el único poseedor del mismo. Sé que en el futuro me acusarán de vanagloria y de vacuidad por haber dicho esto. Argüirán que yo creía estar en la cima del conocimiento cuando en realidad estaba bajo tierra.
       Pero no es así, Señores, de ninguna manera: Sé perfectamente que no estoy en la cima, sino en La Cumbre. Y desde esta posición privilegiada he visto los destellos de la obra que el creador siempre trató de silenciar, un descubrimiento que el mismo mundo niega como también quiso acallar mi voz al asesinarme. Y ahora que he muerto, mientras pienso si vale la pena resucitar por esta raza abyecta, lamento comunicarles que el universo tendrá que soportar mi omnipresencia.
       El resto, por supuesto, es pura interpretación.