Los Coen se deben haber divertido 
mucho convirtiendo al viejo Salieri de Mozart en un semidiós sinestésico
 que no puede ver buen dinero donde sólo hay mucha música. Más allá de 
su humor cáustico, la película despliega un duro diagnóstico sobre las 
formas de legitimación social del arte contemporáneo. Es una vieja 
verdad que si no hay alguien que ve dinero en lo que uno hace, 
lamentablemente se está destinado a los callejones traseros de la 
logística mercantil. No importa la música, no importan los textos, no 
importan las obras. Todo lo que importa son los contactos y los círculos
 de poder, capaces de encarnar el valor artístico en la escamada figura 
de un nombre propio que funcione como marca.
      
 Hoy en día, para entrar en tema, el “escritor” no es quien escribe (en 
el viejo sentido literario del término), sino quien es señalado como tal
 por la comunidad de supuestos entendidos o especialistas que sostienen 
(pagados, pagados de sí) haber leído lo que hasta ahora nadie ha podido 
leer. Es decir, el trazo bursátil (en alza) de la figura mercantil del 
autor, frente al viejo prejuicio literario del texto (en baja) y sus 
lentas o nulas formas de intercambio financiero. Por eso no es casual 
que vivamos bajo la dura Ley de Lem: “Nadie lee nada; si lee, no 
comprende nada; si comprende, lo olvida enseguida”.
        
 Así, la remota escuela rusa de la ostranenie y la ya no tan joven 
deconstrucción derrideana, para sólo mencionar a dos, parecen haber sido
 colonizadas por la impronta todopoderosa del mainstream, los rankings, 
los mass media, el lobby, el branding, el marketing, el merchandising y 
el midcult best seller. De pronto es como si la literatura, o cierta 
veta sobre-adaptada de la literatura, se hubiera puesto a hablar la 
lengua del imperio (de la publicidad, de la economía, del capital), para
 no perder terreno en el proceso de mercantilización automática del 
mundo que nos rodea. El escritor mercantil, por lo tanto, se ha 
convertido en “escriba” (acatando el imperativo ajeno) y en “autor” (es 
decir, etimológicamente, en promotor), para estar a la altura de los 
requerimientos del supermercado global.
       Un loable intento de revertir un poco esta situación es la propuesta de Julio Premat en su último libro: Héroes sin atributos.
 Allí, recurriendo a la  idea de “figura de autor”, hay un notable 
recorrido textual que demuestra que, en el caso de los grandes 
escritores, esta estrategia es un efecto literario y no una caprichosa 
imposición externa. Sin embargo, más acá de los análisis, sobrevuela el 
fantasma de la utilización de la misma idea convertida en táctica 
manipuladora, no ya desde los textos, sino desde la diestra figuración 
mediática que ciertos “autores-escribas” realizan, sobre-actuando sus 
tics y sus TOCs, para ocupar rápidamente los casilleros vacantes en el 
tablero tambaleante de la república de las letras.
        
 Tal vez por eso ya es hora de volver un poco atrás, no tanto al pasado 
como a ciertas concepciones antiguas de la escritura y el escritor, 
aunque suenen anacrónicas, como lo es un poco todo objeto literario de 
verdad. Esta búsqueda de los orígenes podría empezar por el lector, para
 diferenciarlo del público, esa categoría abstracta, pasiva y mediática.
      
 “Ahí donde hay un interlocutor, un solo interlocutor, ahí se constituye
 un mercado”, sostiene una de las más famosas sentencias de Héctor 
Libertella. Claro que solía venir acompañada por la anécdota que 
probablemente le había dado origen: “Con un simple susurro al oído del 
emperador Octavio Augusto, Cayo Cilnio Mecenas puso a Virgilio en 
palacio. Con el tiempo, el mercado unipersonal de Virgilio hasta terminó
 siendo más grande que el del popular y esforzado Petronio, porque el 
lector-masa torna sospechosa incluso hasta la propia obra”.
        
 Esta idea tiene un inconfundible aire blanchotiano: « L'auteur qui 
écrit précisément pour un public, à la vérité, n'écrit pas : C'est ce 
public qui écrit ». Blanchot encuentra su blanco en el autor-escriba, 
como decíamos antes, un promotor de tendencias y un esclavo del deseo 
(editor) ajeno. No es casual que su propio deseo (también extranjero) 
esté trastocado, y exija el estatuto y las prebendas de un rock star. 
Pero él no puede cantar, por supuesto, ni siquiera en la ducha, y por 
eso se contenta con viajar por el mundo en primera clase (efectos 
colaterales del Boom, claro), y sonreír mortificado.
       
 Mientras tanto, en el imaginario real de la literatura, Borges sigue 
tomando el viejo tranvía porteño que lo lleva lentamente hasta la 
biblioteca del Sur, donde ejerce un cargo subalterno, situación que sin 
embargo no le impide conjurar su pequeña gran obra con destino 
universal.
               Volver al futuro
       El delirio figurativo del autor-escriba pretende imponer sus valores seudo-artísticos en un mundo dominado por el dios-dinero. Por eso tiene que 
salir a dar batalla en el ruedo del mercado. Esta palabra, como se sabe,
 proviene del latín mercatus, y ésta del verbo mercari (comprar) y de 
merx (mercancía), también relacionado con Mercurio (dios del comercio y 
metal peligroso), a su vez inspirador del adjetivo mercurial (errático, 
volátil, inestable). Su raíz dio a luz el concepto “mercenario”, y quizá
 el verbo latino merere (merecer), del que nacen términos como merecedor
 y emérito. La etimología parece confirmar la ambigüedad ambivalente de 
todo objeto que entra en ese lugar de circulación pública con supuestos 
valores morales a los que rápidamente se les adjudicará un valor 
comercial.
        Sumada a
 su estructura cuantitativa, el mercado también aboga por una política 
clasificatoria, situando obras y autores en almacenes o depósitos, antes
 de darles el descanso definitivo en los nichos mortuorios de las 
bibliotecas universitarias norteamericanas. Es curioso que “almacén” 
provenga del árabe y en sus orígenes haya estado asociada a los 
depósitos militares, como cuando se invoca la vanguardia, otro hallazgo 
castrense. Pareciera que cada vez que se siente la necesidad de luchar 
contra el mercantilismo salvaje hace falta aludir a algún tipo de poder 
militar o mercenario. ¿No estaremos tratando de combatir el fuego con el
 fuego?
        Quizá por 
esto mismo Libertella oponía a la vanguardia la idea de retaguardia. Una
 estrategia parecida a la de los guerreros escitas, que luchaban 
retrocediendo, o al caso de los espartanos en la batalla de Platea, 
quienes simularon replegarse para atraer a los persas y así vencerlos. 
Esta curiosa forma de pelear se la recuerda Sócrates a su viejo general,
 Laques, en el diálogo homónimo de Platón. Hoy en día quizá podríamos 
decir que es una especie de estrategia histérica. Provocar y huir para 
que el otro acometa la persecución y termine cayendo en nuestra trampa. 
Es decir, la batalla se dará en nuestro terreno y en nuestros términos, 
aunque en principio se la pueda confundir con una mera huida cobarde.
       
 Acá se entiende que para Libertella el escritor sea una suerte de 
hombre invisible, armado de su ejército de metáforas y fantasmas, a 
quien podríamos llamar “practicante cavernícola”. Alguien que se 
repliega en su práctica y prefiere almacenar su obra antes que 
entregarla al mejor impostor. Porque el mercado literario es el 
territorio de la impostura como moneda de cambio. Quizá por eso el 
verdadero escritor, para diferenciarse del escriba y del autor, siempre 
está tentado de apostar por las estrategias de Hermes: Dios fronterizo, 
maestro de la astucia y el comercio, padre de la hermenéutica y lo 
hermético.
       Así, la 
figura del escritor clandestino, al acometer el doble gesto que consiste
 en elegir la propia reclusión, sustrayendo el cuerpo (textual) al goce 
del otro, pero sin dejar de cumplir, al mismo tiempo, un destino 
marginal, nos muestra el claro pasaje del hermetismo a la histeria. 
Freud y Lacan harán hincapié en la simbología de la histeria como 
reminiscencias herméticas en las que algo íntimo se proyecta, de forma 
enigmática, en lo monumental y en lo público (es decir, en lo 
publicado). Una bella palabra valija acuñada por Hélène Cixous expresa 
esto claramente: L’hystérature.
      
 El escritor clandestino escribe en secreto, con su propio ejército de 
espectros, en el límite de la incomprensión. Por eso, como Kafka, 
escribe para el futuro, sin público, acaso como su único lector. Se nos 
podrá objetar que queremos reinstaurar el mito del escribiente en su 
torre de cristal. Nada más alejado de nuestra intención. El escritor 
clandestino vive en el mundo real, por eso trata de no relacionarse con 
el mundillo literario, donde languidecen los peces gordos que se 
alimentan de mercurio.
       Elegir la clandestinidad como gesto histérico-hermético, sustraerse a 
la impronta mercantil del deseo ajeno, eludir las figuras y las 
figuraciones fáciles en la esfera social, y sobre todo, preferir el 
almacenamiento de la propia obra antes que su mercantilización salvaje, 
como si se tratara de una práctica tímida frente a las posturas vigentes
 de la sobre-exposición y el exceso, parecen ser las tareas quiméricas 
del escritor por venir.
       La literatura, mientras tanto, está en otra parte.
