domingo, 3 de agosto de 2008

El simple arte de leer


Por Alma Rodriguez

“Yo diría, para defender la novela policial,
que no necesita defensa..."

Jorge Luis Borges


       ¿Qué diferencia puede haber entre un crimen cometido en Nueva York y uno ocurrido en una lejana isla del Tigre o en cualquier otra isla? Probablemente el primero ingrese más rápidamente al espacio público por medio de la sección de policiales del "New York Times", y quienes compren el diario podrán leer este suceso como cualquier otro relato policial entregado a modo de folletín. La otra diferencia surge a partir de la relación causalmente establecida entre el crimen, el relato del crimen y la ciudad como lugar donde se remonta el mito de origen del género policial.
       Si bien a lo largo de la historia de la literatura los relatos policiales respetaron este origen hasta convertirlo en una suerte de tópico, Marcelo Damiani intenta algún modo de rebelión (o anacronismo) y sitúa la historia de Adiós, Pequeña, su primer novela publicada por Ediciones Paradiso, en una isla inexistente (o no) en la que "después de almorzar, todos los que pueden duermen la siesta" y en la que "todos los que no pueden hacerlo no se hayan precisamente embriagados de alegría". Este hecho la aparta de los relatos policiales clásicos, en los cuales -en términos benjaminianos- la masa se convierte en el asilo protector del perseguido, permitiéndole demostrar que, de todos modos, el detective debe iniciar una especie de "trayectoria del héroe" con el fin de realizar su trabajo, recibir una recompensa económica y finalmente quedar reconciliado con la lógica cartesiana. Es así como la ciudad es reemplazada por otra topografía: la topografía isleña, y es así como, efectivamente, ninguno de los personajes sale de la isla, si bien la transitan en toda su extensión. De esta manera, todo lo que puede llegar a ser considerado un indicio permanece resguardado por los límites geográficos, haciendo de este paraíso algo semejante al cuarto cerrado ideado por Poe.
       La historia, narrada en primera persona, se inicia cuando un detective, aficionado jugador de ajedrez, es contratado por un adolescente llamado Martín Debrún (que adolece de muchas cosas menos de dinero) para emprender la búsqueda de una joven modelo. A partir de este momento se inicia un periplo por innumerables historias que van conformando la trama. De esta manera, el detective comienza a insertarse en el mundo de las modelos, donde conocerá desde un fotógrafo con algunas debilidades hasta un cadete que termina de escribir su novela casi al final de la historia, atravesando una extensa variedad de mujeres que no hacen más que 'entorpecer' el trabajo del detective, pero sin las cuales la novela perdería su razón de ser. (En un momento el narrador realiza un homenaje a Raymond Chandler reconstruyendo un catálogo de mujeres que, a diferencia de tener el pelo dorado, son pelirrojas).
       Si bien el protagonista se asemeja en gran parte al prototipo del flâneur propuesto por Walter Benjamin, todo parecería indicar que la figura del detective está parodiada, en tanto se acerca menos a Dupin (no lee los diarios como el detective de Poe sino que lee novelas de detectives y, a cambio de una pipa y sobretodo, vive aferrado a sus lentes negros) que a Paul Hackett, el personaje construido por Martin Scorsese para After hours (1985).
       En esta novela el detective pone en juego el modelo fabricado por el relato policial, en tanto opta por un trabajo físico más que por un trabajo intelectual, y por lo tanto no trabaja sobre la construcción de "entimemas" sino a partir de lo recogido en las inspecciones oculares. El detective de Adiós, Pequeña arriesga el cuerpo antes que la mente.
       La parodia se da a conocer desde el comienzo de la novela (o tal vez un poco antes, desde el epígrafe firmado por Walter Hego, en el cual se proclama que "La vida es como una novela policial. La única diferencia es que en la vida uno siempre es el detective y también la víctima, y casi nunca descubre al asesino"), momento en que se hace presente el caso que se debe investigar, esto es: desde el momento en que hace su primer aparición el joven que contrata el servicio de investigación. Desde el vamos, todo comienza a plantearse como una gran broma que parecería durar toda la novela. Dice el narrador: "Cuando levanté la vista Martín estaba sentado en el sillón destinado a los clientes. Lo saludé sin obtener respuesta. Pensé que se trataba de una broma. Guardé el libro demasiado rápido."
       De esta manera se ponen en juego los modos de lectura tradicionales instituidos por el relato negro, en tanto resultan más eficientes los procedimientos lúdicos que los lógicos. Dichos procedimientos lúdicos van acompañados de un registro irónico permanente sin el cual no darían resultado, y que lleva al texto hasta el borde de la desacralización del prototipo de la novela policial. (Comenta el narrador: "Es siempre la misma y vieja historia. Los policías odian a los detectives privados porque creen que ganan más y que trabajan menos que ellos. Lo cual no es del todo falso."). Lo lúdico emerge desde el interior y participa de la gestación de la historia. Al comienzo de la novela, y a modo de relato bíblico, se encuentra lo que comúnmente se denomina prólogo aunque con el nombre de Génesis. Allí se da cuenta no sólo del origen de la novela sino también del posible origen de la literatura. Dice el prologuista profesional, Alan Moon: "Y quiero aprovechar la ocasión para negar rotundamente las habladurías onanísticas que aseguran que este libro se inspira en los sucesos de notorio conocimiento que tanto conmovieron a la opinión pública. ¡No, Señor! Este libro, si bien se nutre de los ingredientes del citado escándalo, tuvo origen en una partida de ajedrez". El razonamiento del protagonista no es el de un detective sino el de un jugador; sus leyes no son las de la lógica, sino las del azar.
       El modo de construcción del relato cumpliría, en algún sentido, el lugar de la cámara en los policiales de Hitchcock, en tanto él pretendía que el actor actuara sencillamente, ocupando un lugar neutral, pues la cámara se ocuparía del resto. En Adiós, Pequeña el enigma se va dilatando hasta quedar postergado, y el relato va cobrando cada vez más relevancia (algo parecido sucede, según relata Alan Moon, con la adaptación de la novela al cine a cargo de David Revel: "Su guión para película de dibujos animados es mucho más eficaz que el principio que lo sostiene").
       Adiós, Pequeña se erige como una parodia hacia los "clichés" constitutivos del género policial clásico, y si tal como afirmara Borges "la novela policial ha creado un tipo especial de lector", entonces esta novela propone un procedimiento inverso al conocido por el cual el lector debe "trabajar" menos en cualquier ejercicio mental que se le presente y disfrutar más. Detective y lector recorren la novela cual flâneurs literarios, garantizando el placer del juego que aquí se traduce en placer textual.

       Publicado en la revista "Espacios de crítica y producción". Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, N° 17, Diciembre de 1995.

sábado, 2 de agosto de 2008

El sexto sentido de la muerte

Por Marcelo Damiani

       El escritor y traductor judío Jaromir Hladík vivía en Praga durante la ocupación nazi de 1939. El 19 de marzo, al atardecer, fue arrestado por la Gestapo y rápidamente condenado a muerte. La sentencia se fijó para el día 29 del mismo mes a las 9 de la mañana. Esta demora le permitió pedir un último deseo a Dios: La concesión de un año para terminar su tragedia inconclusa "Los enemigos". Dos soldados fueron a buscarlo a su celda la mañana del día fijado para la ejecución y lo llevaron al patio donde se encontraba el pelotón de fusilamiento. Después de una breve espera todo estaba listo y el sargento dio la orden de disparar. Entonces ocurrió el milagro: "El universo físico se detuvo". Hladík tardó algunos días en comprender que el tiempo ahora sólo transcurría para él. Dios le había concedido su deseo: Los alemanes lo matarían a la hora señalada, pero en su mente transcurriría un año entre la orden y su ejecución, y así él podrá terminar su tragedia "Los enemigos".
       Este es el resumen del famoso cuento de Borges "Un milagro secreto". Dios, borgeano al fin, interpreta irónicamente el pedido de Hladík, y le cumple el último deseo, pero a su manera. Sin embargo, también se podría pensar que Dios sólo hizo bien su trabajo, ya que de acuerdo a la lógica del género fantástico, si Hladík hubiera muerto sin completar su tragedia, quizá se habría convertido en un alma en pena; es decir, en un fantasma. De hecho, durante el año que transcurre para él sólo está vivo para sí mismo. El resto lo ignora o no puede verlo vivir, a menos que alguno de los soldados del pelotón de fusilamiento tuviera un sexto sentido.
       Esta lógica es la que tan bien usa M. Night Shyamalan en la construcción de su película. Es improbable que este joven director haya leído el cuento de Borges (o "El sur", donde la ambigüedad entre lo imaginario y lo real es indiscernible), pero tal vez sí su posible modelo: "Un puente sobre Owl Creek" de Ambrose Bierce. Allí un hombre es colgado durante la guerra de secesión. El condenado, antes de la ejecución, quiere volver a ver a su esposa antes de morir, y así imagina una posible huida. Cae al río, escapa de las balas y corre hasta su casa perseguido por los soldados. Cuando entra siente un fuerte golpe en el cuello y muere, pero no heroicamente como él hubiera querido, sino colgado sobre el puente. Nunca ha escapado, nunca ha estado en otra parte más que colgando de su cuello y soñando que huía.
       En El sexto sentido Bruce Willis es el doctor Malcolm Crowe, un psicólogo infantil con una esposa envidiable (la exquisita Olivia Williams). La pareja está de festejo privado cuando un antiguo paciente llamado Vincent Gray irrumpe en la casa y culpa a Crowe de haberlo atendido mal cuando era chico, y sin darle tiempo a contestar le dispara al estómago y se suicida. La narración salta al siguiente otoño (“The next fall”, se lee en la pantalla, anunciando la caída y redención) con Crowe tratando de resarcirse con un nuevo paciente (demasiado parecido al anterior) por los errores del pasado. Pero este chico, Cole Sear (interpretado por el deslumbrante Haley Joel Osment) es un caso difícil: Dice que ve fantasmas (y lo peor es que es cierto), y que lo lastiman. Crowe, conocedor de la lógica del género, le aconseja que les hable y los escuche, sin saber que eso es lo que el pequeño Cole ha estado haciendo con él desde el principio. El punto sobre el que gira toda la película es que Crowe es un fantasma, está muerto y no lo sabe. El descubrimiento de esta verdad es una de las escenas más fuertes que Hollywood le ha permitido dirigir a sus directores en mucho tiempo.
       En este punto, cuando Crowe comprende con el espectador que él ha estado muerto desde que su viejo paciente le disparó a quemarropa, es obvio que la película está mucho más allá de ser una mera muestra de terror psicológico. De hecho, se podría decir que es una tragedia romántica. Todo lo que quiere Crowe, aunque no lo sepa, es poder comunicarse con su esposa –que lo extraña como si supiera que (aún) no está (del todo) en (el) otro mundo. Pero él sabe inconscientemente que está muerto y que nadie más que este chico visionario puede ayudarlo. Por eso el director ha dotado a Cole de un apellido que está demasiado cerca de Seer (vidente, adivino, profeta), para que su apuesta romántica sea bien evidente.
       Además, como si esto fuera poco, Night Shyamalan se permite deslizar la duda metafísica de que Cole y Vincent Gray, el paciente resentido del pasado, son la misma persona, y que todo lo que pasa es una proyección mental de Crowe antes de morir, acercando su historia a los cuentos de Borges y de Bierce. Y en este sentido la película también le debe mucho a La escalera de Jacobo de Adrian Lyne. Allí, Tim Robbins es un combatiente de Vietnam al que le cuesta ubicarse espacio-temporalmente. La narración, junto con la perplejidad del protagonista, salta de su vida después de la guerra al infierno asiático una y otra vez. Por último, el espectador comprende que Robbins está luchando contra la muerte en una mesa de operaciones en medio de la guerra. Una cita del filósofo y teólogo místico alemán Meister Eckhart, en la que aconseja no resistirse ni entrar luchando a la muerte, sino dejarse llevar pacíficamente por ella, permite el descanso final del protagonista. Este consejo está implícito en el momento en que Crowe comprende que está muerto: Él sólo quería comunicarse con su esposa, liberarla del peso de su ausencia presencial, y después que lo ha logrado, acepta su destino estoicamente. Por esto mismo, El sexto sentido no es tanto una película de terror como una sobre el terror que todos le tenemos a la muerte.

       "¿Qué ocurre en el primer instante que se sabe algo de la muerte? Ha debido haber un instante en el que hayamos descubierto que no estaremos aquí para siempre. Debió ser aplastante –marcado al rojo en la memoria. (...) ¿Qué hemos hecho de esto? Debemos nacer con una intuición de mortalidad. Antes de conocer las palabras para expresarlo, antes de que sepamos que existan palabras, salimos, brillantes y ensangrentados, sabiendo que para todas las brújulas del mundo no hay sino una dirección, y el tiempo es su única medida."

       Este terrible fragmento pertenece a esa obra maestra que es Rosencrantz y Guildernstern están muertos de Tom Stoppard. La genialidad de este guionista de Brazil, sin embargo, no ha podido salir del universo de la palabra cuando convirtió su obra de teatro en película de culto. Night Shyamalan ha conseguido decir lo mismo solamente mostrando la mano de Crowe sin su anillo de matrimonio. Pero lo peor de todo, lo más aterrador, es que ha conseguido que el espectador salga del cine con la duda, terriblemente humana, de si no estará muerto en vida, si él también no será un fantasma que camina entre los vivos porque hay algo que aún no ha terminado de hacer, mientras el mundo físico sigue su rumbo acostumbrado, como quizá le hubiera gustado acotar a Borges.

viernes, 1 de agosto de 2008

Cuestiones varias: Entrevista de Mariana Sisaro

-Entre la publicación de una y otra de sus novelas median varios años. ¿Pasa ese tiempo trabajando o suele tomar un descanso antes de comenzar a escribir la siguiente?

-Yo tengo un método un poco extraño. Apenas escribo los primeros capítulos de un libro por lo general se me ocurre otro. Ahí me detengo para escribir el principio, el final y algunos detalles que no quiero olvidar de esta nueva idea. Después vuelvo al original, y cuando estoy más avanzado, aparece otro. Ahora estoy terminando mi próxima novela, La distracción, que se me ocurrió mientras escribía El oficio de sobrevivir; incluso ambas comparten más de un personaje. Hay quienes dicen que no pueden definir esquemas narrativos o tramas muy cerradas porque los personajes adquieren vida propia y empiezan a llevarlos por otros rumbos. Cuando eso me pasa a mí, escribo una novela nueva para ellos.

-Cuando definió "La narrativa histérica" en varios ensayos la consideró un rasgo positivo. ¿Por qué la utilizó peyorativamente en El oficio de sobrevivir?

-Me alegra mucho que lo hayas notado, ya que para la mayoría de los lectores pasó desapercibido. La utilización del concepto en la novela en principio lo pensé como un juego, un nombre que un personaje indignado usa al azar, pero luego me di cuenta que también podía ser una forma de adelantarme a las críticas que al final aparecieron. En realidad, la narrativa histérica es algo que yo considero muy positivo en cierta literatura actual, un concepto relacionado con la ruptura, con el recorte que se hace no de la lectura de la tradición sino de una tradición de lectura; es decir, con el corte que se realiza en lo establecido, en lo aceptado, en la norma, en la convención, a pesar de las múltiples variables que hay en juego. La idea es que el arte tiene un carácter de singularidad o autenticidad que se pierde en la medida en que se reitera una receta. Por lo tanto, los autores histéricos, para mí, tienen que tener una doble relación con el Mercado, deben aparentar seducirlo (reservando la verdadera seducción para el lector) y a la vez rechazar toda una serie de exigencias estereotipadas o más o menos sutiles. Esto es lo que yo llamo una relación histérica, ya que si uno escribe lo que quiere el otro, en realidad el autor es el otro.

-¿La publicación de sus libros en editoriales chicas se relaciona con este concepto?

-Sí, claro, naturalmente, yo siempre he tratado de mantener una posición histérica. De hecho, mucha gente logra un gran reconocimiento al hacer lo que está medianamente pautado, y así es que son premiados por el Mercado y sus Lacayos. Por otra parte, consecuentemente, la narrativa histérica necesita de cierta falta de éxito, ya que si lo obtuviera tendría que redefinirse a sí misma, encontrar otra postura frente a la posible aceptación que haya conseguido, que por suerte, por ahora, es casi nula.

-Ese desafío se observa en la mezcla de géneros con que estructura sus obras.

-Se podría decir que sí. Yo construyo mis novelas a partir de capítulos que son en sí mismos cuentos o relatos. Esto se debe a que, salvo excepciones, yo encuentro en las formas breves una gran intensidad, bastante opuesta a la extensión de las novelas. Mi propuesta surge porque yo quería construir textos intensos y extensos, es decir, darle a mis novelas una intensidad cuentística.

-En El oficio de sobrevivir un ajedrecista comenta que un compañero había abandonado el oficio para escribir, y otro le responde que la literatura y el ajedrez no son tan diferentes. ¿Cómo cree que se relacionan?

-Yo creo que hay una relación muy fuerte e interesante. En ambas disciplinas está la idea de un universo cerrado, donde dos personas juegan de muchas maneras posibles. En este punto, si se quiere, los personajes son como piezas. Además se puede leer a la literatura como una gran partida por correspondencia, equivalente al ajedrez postal, en la que el autor mueve las piezas en su mundo privado con conciencia de que tiene cierto control sobre lo que hace, pero también con la certeza de que no siempre puede visualizar perfectamente cómo va a leer su jugada el otro. En este contexto, por lo general, suele dominar un jugador mientras que el otro es más bien pasivo.

-Su obra, sin embargo, da al lector mucho margen para que construya su propio juego.

-Yo tengo una construcción literaria bastante ajedrecística, y creo que lo interesante es que tanto el lector como el autor puedan jugar libremente con las piezas que componen la obra. A mí me gustan las escrituras y los imaginarios que me hacen pensar, componer, construir mundos posibles, incluso más allá del terreno de la ficción, y esto no pasa con las novelas cuya única sorpresa pasa por ver con qué tipo de aceptación mercantil han pactado sus autores.