lunes, 3 de diciembre de 2012

Jueces (continuación)

Desde este privilegiado punto de vista, también, he tenido la oportunidad de reflexionar sobre la profunda decadencia en la que ha caído el mundo a partir de mi partida. Es que como ya sostuvo un gran filósofo, cuyo nombre no mencionaré por puro pudor nominal, el mundo es la esfera del capricho, del azar y del error. Su presente, por lo tanto, no me sorprende.
Todos los que han seguido mi sagaz saga saben que el mundo –por no decir el universo– jamás fue compatible conmigo, ya que no hay nadie menos caprichoso, menos aleatorio y menos erróneo que yo. Sin ningún tipo de hipocresía, de hecho, puedo afirmar que antes pensaba que nunca cometía errores; ahora, en cambio, me he dado cuenta de que siempre tengo razón.
Estos certeros juicios sobre mí mismo, por cierto, creo que me habilitan mejor que a nadie a la hora de evaluar la nueva aventura del Gato. Mi labor jurídica, por otra parte, me pone en la obligación moral de realizar una severa advertencia a ese ser sensible que posa sus ojos amables sobre mi prosa fálica: Usted, amigo lector, está a punto de entrar a un verdadero bestiario, cuyo monstruo de feria no es otro que el ya de por sí lamentable espécimen humano. Considérese notificado.
Tampoco puedo dejar de hacer notar, para seguir con los veredictos, el extraño poder de supervivencia que ha demostrado esta auténtica ficción inútil. No sólo ha resistido ciclones, huracanes, tornados, tifones, tsunamis, monzones, trombas marinas, terremotos y tormentas de todo tipo, sino también mutilaciones éticas, estéticas y cibernéticas; sin olvidar, por supuesto, varios viajes a territorios inexplorados por nuestros sedentarios amanuenses. La distracción, así, no es sólo la distracción de los viajes, sino también los viajes de la distracción.
Coherentemente, estamos frente a un texto en tránsito que disfruta de los desvíos del camino como si se tratara de una película de David Lynch. No es casual que el cineasta sureño fuera uno de los favoritos de ese cubano genial que jugó con las palabras como ninguno y que aquí es homenajeado holográfico por el flemático Gato. Antes, durante la corta amistad que los reunió en Londres, tuvieron la oportunidad de compartir su pasión por las anécdotas, el cine y los seudónimos, entre muchos otros deleites no tan santos.
Ahí, como ya lo había hecho yo mucho antes, ambos comprendieron que todos somos jueces en la película de nuestra vida, y como no queremos perder el juicio, ni sufrir ningún desafuero, más allá de toda duda irrazonable, no podemos dejar de contar historias, ni de contemplarlas, incluso (a veces) haciéndonos pasar por otros, para que las injusticias y los prejuicios ajenos, hasta el hipotético juicio final, algún día, no nos sean tan desfavorables.
Nadie sabe muy bien cómo evaluar lo que le cuentan sus amigos sobre sí mismos, pero tendemos a disfrutar más de lo que nos cuentan sobre los otros, quizá porque todos (tarde o temprano, mucho o poco) siempre queremos ser otros. Salvo yo, claro, que nunca quise ser otro que Caín en “La aventura de la ballena y la mariposa”.

La aventura de la ballena y la mariposa

Cuenta una leyenda de la isla que en La Habana habanera y revolucionaria del verano boreal de 1962, el gran escritor cubano Guillermo Cabrera Infante, también conocido como Caín, subió una noche al escenario para hablar de cine –su gran pasión–, pero terminó pasmando al público con una afirmación animal:
“¡Orson Welles es una ballena!”.
Después de esa declaración cetácea, casi cetina, Cabrera abandonó tranquilamente el lugar sin decir ni una solitaria palabra más. Infante, fiel a su condición de infante, a la noche siguiente subió al estrado de nuevo, pero ahora en medio de un mutismo absoluto. De pronto, a sus espaldas, a manera de diálogo de película muda, apareció un cartel que decía así:
“¡Orson Welles es una mariposa!”.
                                                                                                  
En el prefacio de Arcadia todas las noches, ese homenaje en forma de libro al arte de la digresión, Cabrera Infante, lejos de responder sobre el carácter lepidóptero o cetáceo de Orson Welles, asegura que si bien él dio esas charlas sobre cine, nunca hubo ni ballenas ni mariposas. Conociéndolo, sin embargo, podemos adivinar lo que quiso decir: “Todo eso ocurrió más o menos así, pero el único culpable fue Caín”.
Caín, por supuesto, no es el famoso personaje bíblico (soterrado alter ego de ese asesino en serie que se atribuye el nombre de Dios), sino un mero crítico de cine cínico, perpetrado por la pluma de Cabrera (y la inocencia de Infante) para beneficiarse con miles de años de publicidad gratuita. Esta mezcla de tahúr, latin lover y enfant terrible va a ser la cara visible de una verdadera estética de la provocación verbal. Por medio de ella, como querían los surrealistas, el autor-actor podrá liberarse de los estribos de la razón y dejar que aparezca el delirio y el vértigo de toda verdadera ficción.
El Gato sin duda extraña a Cabrera, y luego de sus largas charlas londinenses, luego de su breve amistad de retruécanos, cinefilia y sinuosidades femeninas, ha decidido homenajearlo homérico y resucitar a su heterónimo y alter ego. Es justamente por esto, mis taimados lectores, que estoy en condiciones de afirmar, categórico e impío, que Caín (como yo, como pocos) ha regresado reptando de entre los muertos, y está acá para quedarse. Por lo menos hasta que su espíritu distraído nos soporte.
Ahora sí, damas y caballeros, basta de dilaciones, ya es hora de que empiece la función.

domingo, 2 de diciembre de 2012

Una sonrisa seria

Por Carlos Schilling

       La parodia es una de las formas más elegantes de seguir escribiendo cuando ya no queda absolutamente nada por decir. En ese sentido, toda la literatura de Occidente puede ser considerada una gran parodia de sí misma. Una enorme oración que no quiere llegar a ninguna parte. La suma de sus temas tiende despreocupadamente a cero, y la suma de sus páginas tiende alegremente al infinito. Es ese vacío el que hace posible las historias, en él nacen y en él mueren todos los relatos, porque nada hay que nos sostenga además de las palabras. Pero esta levedad no carece de vértigos, de allí que los buenos textos paródicos provoquen en el lector eso que César Aira llama una sonrisa seria, y de allí que podamos afirmar que Adiós, pequeña pertenece a la clase de libros que uno lee pensando que si no existiera la literatura, en este planeta no existiría realmente nada. 
       Y no se trata tan sólo de un elogio, sino de una manera de señalar que el mundo que se pone en movimiento en la novela de Damiani es un mundo puramente literario, más legible que visible, un escenario donde los personajes y las acciones se proyectan sobre un fondo hecho con otros personajes y otras acciones, y allí adquieren esa consistencia ilusoria que los caracteriza. Sería imposible entender sus gestos, sus diálogos o sus peripecias, si nuestra imaginación no estuviera saturada por esa especie de segunda realidad que las novelas y los films policiales le han impuesto a las grandes ciudades como una atmósfera ficticia. Y es justamente allí donde actúa la parodia de Adiós, pequeña, en esa segunda realidad que vemos disolverse gradualmente a medida que avanza la novela hasta que por fin desaparece en su última página.

      Publicado en La voz del interior (15-02-1996). La foto acá.

sábado, 1 de diciembre de 2012

The Stars according to King


By Marcelo Damiani

       Kingston, to begin with, was simply King. He ruled, sovereign and omnipotent, over his parents, uncles, grandparents and family friends without any kind of obstacle or opposition. A weary gurgle and a gesture towards the object of his desire was all it took for his every whim to be met. Life, at that time, consisted of identifying the shape of things that swarmed around him, then making the difficult decision as to whether he wanted them now or later. Here, surely, lay the key to understanding his early fascination with the cinema, even though he often complained he had discovered the seventh art rather late. His mother had taken him to the cinema for the first time when he was just 4 months old (111 days to be precise) and this, of course, represented irretrievably lost time. 

       The rest of the story here.