domingo, 3 de enero de 2010

The Opposite


       Uno de los mejores momentos de Seinfeld, esa obra maestra sobre (la) nada, es el episodio 22 de la quinta temporada. Allí, el amigo de la infancia del protagonista, George Costanza, perdedor nato por excelencia, hace un descubrimiento que le cambia la vida. Se da cuenta que todo lo que ha hecho a lo largo de su existencia fue un error. Jerry, lógicamente, le sugiere que lo opuesto, entonces, debe ser lo correcto. George, perdido por perdido, empieza a hacer lo opuesto de lo que le dicta su conciencia. Así consigue novia, trabajo, sale de la casa de sus padres, es decir, se convierte casi casi en un hombre exitoso. En un momento, condensando toda la idea del capítulo en una frase genial, su nueva novia, no por casualidad llamada Victoria, le pregunta sorprendida: "¿Who are you George Costanza?" Y él, ganador, canchero, convencido como nunca de que por una vez tiene la razón, responde: "I´m the opposite of every guy you´ve ever met".

sábado, 2 de enero de 2010

El sentido de la vida

Por Marcelo Damiani 

       Marianne y yo entramos al café en el preciso instante en que se apagan las luces y Gabriel empieza a tocar mi tema favorito: Velocidad. Nos paramos en la entrada como si la atmósfera densa del lugar fuera demasiado fuerte e hiciera falta una pequeña contaminación de nuestros cuerpos para poder avanzar. Abro y cierro los ojos una y otra vez tratando de acostumbrar mi mirada a la nueva iluminación del lugar. Poco a poco, las formas difusas de Gabriel se insinúan intactas arriba del escenario. Su cuerpo desnudo, como siempre, juega a escapar de las sombras mientras coquetea con la luz titubeante. Su movimiento, convertido ya en juego displicente, comienza a irradiar la ilusión de una cadencia contagiosa. 
       Entonces tengo la impresión irreal de estar en el lugar de Gabriel, moviéndome y cantando para un público impiadoso. Puedo sentir las múltiples miradas indiferentes y leves recorriendo la superficie de mi cuerpo y no sé si el sinsentido de mis palabras y el sentido de mi música les alcanza. Interrumpiéndome, Marianne, cuyo perfume persistente no deja de excitarme, me arrincona contra la puerta y me besa en la boca mientras sus manos se pierden entre mi camisa y la campera. Cuando cierro los ojos, ahora, veo la imagen que no puedo olvidar: Las piedritas de colores cayendo de la nada a la derecha de pantalla y formando una montaña ciega y perfecta: El símbolo de un reloj geométrico: El tiempo. Y la explosión que destruye la montaña de piedras mientras una risa negra e infinita señala el final del juego. 
       La semana pasada (yo siempre he sabido que los domingos son días especiales y que sólo los domingos pueden pasar ciertas cosas) el juego apareció misteriosamente en la computadora de mi padrastro: Máximo. Además, no sólo tenía el mismo título de mi futuro texto sino que también carecía de origen. A pesar de la pobreza de los gráficos de presentación y de que la música no tenía ninguna reminiscencia clásica, respondí todos los cuestionarios iniciales para ver de qué se trataba. Entonces me asignan un sexo, gustos, contextura física, conocimientos, habilidades, defectos y alguna que otra experiencia y me ponen ante la situación de conseguir trabajo: Me entrevista una especie de gerente que me promete un sueldo soberbio si nos acostamos ya mismo (soy una veinteañera rubia con cuerpo perfecto y casi nada de coeficiente intelectual), me niego rotundamente (es obvio que hago lo correcto), y él me echa a patadas del lugar. Mi Autoestima baja violentamente (por lo visto no entiendo bien el mecanismo del juego) y en un segundo de descuido muero atropellada por un auto. Una inscripción final me aconseja tomar más lecciones de vida si quiero jugar al juego en serio. 
       En Velocidad, mientras tanto, los acordes de guitarra se suceden cada vez más rápido, pronosticando el frenesí final que ya todos esperan. Cuando mis ojos irritados se acostumbran a la penumbra, alcanzo a divisar los gestos y las risas de Alan y Martín: Parecen dos payasos protuberantes que acaban de ver a un fantasma inofensivo y que para demostrarle al mundo su valentía lo llaman a los gritos. Agarro a Marianne de la mano y la guío a través del humo y el tumulto del lugar. Ahora, mientras esquivamos las mesas y los cuerpos que ralentan nuestro avance, tengo la sensación de estar en medio de una obra de teatro que me tiene por centro, rodeado de un público implacable que juzga cada uno de mis movimientos como si se tratara del análisis de una representación. Me siento como si hubiera hipotecado mi identidad en función de algo tan intangible que ni siquiera puedo hacer el intento de nombrar. Me siento, pienso, tan indefenso como Gabriel debe sentirse arriba del escenario, a pesar de las luces tenues y la experiencia con la que mueve sensualmente su cuerpo perfecto. Ahora, cuando llegamos a la mesa, todos se ponen de pie para saludarnos con besos y abrazos y sin demasiadas palabras. Veo que Alan ha venido con su chica de turno y Gabriel y Martín con las mismas mujeres de siempre. "¡Grande, Pappy!", grita Alan en mi oído mientras nos sentamos incómodamente. "¿Cómo anda la vida del sentido?". Y todos se ríen a carcajadas mientras Alan acompaña la pregunta con una sonrisa redundante y efectiva que acentúa su ambigüedad incontestable. Obviamente no puedo decir nada rodeado por este clima a media luz, lleno de humo y sonrisas y música suave. No obstante, no estoy muy seguro de entender las risas generales, a pesar de que creo que la pregunta se refiere al texto que prometí escribir hace tiempo, y no al juego que me tuvo atrapado en mi casa hasta ayer a la mañana. 
       Ahora, después de pasar todos los cansadores cuestionarios de nuevo, tengo que conseguir trabajo en un diario para no morir de hambre. Consigo una entrevista desesperada con la secretaria del jefe de redacción: Una vieja gorda que debe pesar varias toneladas. Pienso que la gorda va a querer sexo y no sé qué voy a hacer. (Ahora soy un filósofo frígido y amoral que no soporta los postulados románticos.) Pero ella quiere saber cuál es el más romántico y el mejor amante de todos los filósofos contemporáneos. Vehementemente, le contesto que su pregunta no sólo carece de rigor epistemológico sino también de sentido, y grito que por lo tanto es total y absolutamente imposible de contestar. Esta vez, después de morir de hambre, la inscripción final es harto lacónica: Demasiado sentimiento para la filosofía. Ahora, en los cuestionarios previos, acaso la parte más importante del juego, trato de cambiar mi suerte invocando al azar: Respondo lo más disparatadamente posible. Antes de terminar me doy cuenta que mi destino era obvio: El manicomio. El lugar, tengo que admitirlo, es realmente desolador, y como si esto fuera poco, mi Autoestima y mi Energía están por el piso. De pronto aparece un médico que me pregunta cómo me siento. La respuesta no puede ser muy difícil. Seguramente, pienso, a pesar de ser un enano bizco, jorobado y algo sordo, tengo que decir que me siento bien. Pero tardo tanto en contestar que el médico me sugiere que descanse otros nueve meses hasta nuestra próxima entrevista. Esa misma noche un cuadro depresivo me conduce al suicidio. La inscripción final, ésta vez, sólo puede ser calificada como clásica y cruel: El mundo está mucho mejor sin gente como ustedes. 
       Martín, de repente, le pregunta a Marianne por qué ha venido sola, dando comienzo así a uno de nuestros chistes favoritos. Marianne, sin sospechar nada, le contesta que ha venido conmigo. Que es como venir sola, completa Alan. Y ahora sí reímos todos menos Marianne, cuya mirada nos recorre uno por uno como lamentándose de no comprender bien el idioma de la isla. Con velocidad, mientras el frenesí final del duelo de guitarras se refleja reflexivo en la expresión de deleite del rostro de Gabriel, los custodios del lugar se acercan a una mesa cercana y echan a dos periodistas con intenciones de obtener una foto ilegal.
       La velocidad de Velocidad, mientras tanto, ha ido creciendo poco a poco insosteniblemente hasta que se rompen dos cuerdas de la guitarra de Gabriel, pero él sigue como si nada hubiera pasado y vuelve a ejecutar como puede todo el largo frenesí final. Alan y Martín ahora gritan enloquecidos: Suben a la mesa de un salto y empiezan a bailar una mezcla mezquina de tango y vals. Marianne me mira europea y yo hago un gesto significante que ella interpreta como que esto pasa casi siempre y que la locura no es contagiosa para los que no viven en la isla. Gabriel dilata el frenesí de Velocidad hasta donde nunca lo había hecho antes y antes de agarrar los palillos mira en dirección a nuestra mesa como coordinando el fin final. Alan y Martín, entendiendo la mirada, toman impulso y saltan al unísono: Se elevan, dan una temeraria vuelta en el aire, quedan suspendidos por una fracción de segundo y empiezan a caer mientras Gabriel levanta levemente los brazos y hace girar con pericia los palillos entre sus dedos. Antes que pase nada, como siempre, sé que la mesa va a recibir el doble par de pies en el preciso instante en que la batería reciba el doble golpe seco de los palillos de Gabriel. Y sé, también, que antes que la canción se transforme en eco y los vidrios de los vasos rotos vuelen en todas direcciones, la mesa se va a romper en pedazos y Alan y Martín van a terminar en el piso muriéndose de risa. 
       Al día siguiente descubro un par de cosas importantes. Hay que prestarle mucha atención a todas las variables que aparecen en pantalla, especialmente a Energía y sobre todo a Autoestima. Cuando están por debajo de veinte la muerte se acerca. Me cuesta horas y horas de práctica mantener Energía por arriba de cuarenta. Y Autoestima es tan ambivalente que nunca la puedo mantener por encima de treinta. Después me doy cuenta que en los cuestionarios iniciales hay que demostrar una arrogancia a toda prueba. Así, entonces, logro tener un par de aventuras interesantes en alta mar, algún que otro romance furtivo, una mujer que siempre cambia de nombre y de color de pelo, varios trabajos efímeros y un creciente deseo de controlar mi destino. Pero nunca paso de los cuarenta años. A partir de esa edad, evitar la muerte es lo más difícil. La última vez que juego, por ejemplo, soy un abogado mediocre (como todos los abogados) con pocas habilidades y pocos defectos. Estoy casado con una psicóloga feminista y fea (algo normal) y que no muestra signos de locura por ninguna parte (esto es lo raro). Ella está en el octavo mes de embarazo y todo anda bastante bien. Llego a pensar que esta vez voy a ganar, alcanzando ese tope de Autoestima y Energía que el juego llama Felicidad. Pero cuando estoy en el juzgado recibo una llamada de larga distancia: Mis padres han tenido un accidente de tránsito muy grave y ahora están en terapia intensiva. Mi Autoestima baja violentamente, casi demasiado, pero gracias a estímulos externos como la droga consigo mantenerme a salvo de una recaída. Cuando mi estado de ánimo se estabiliza, llamo por teléfono primero a mi hermana y después a mi esposa. No puedo comunicarme con ninguna de las dos. Le ordeno a mi secretaria que reserve un pasaje de avión para salir de la isla lo antes posible. Y decido pasar por casa antes de ir al aeropuerto. En la puerta está estacionado el auto de mi hermana. Seguramente, pienso, ella se debe haber enterado antes que yo de la tragedia. Entro y la busco en el living y la cocina sin resultado. Subo las escaleras pensativo. Estoy por abrir la puerta de nuestro dormitorio cuando escucho unos ruidos raros. Parecen algo intermedio entre las protestas y los lamentos. Abro la puerta con cuidado, lentamente, sin poder creer lo que estoy viendo: Mi hermana y mi esposa. Desnudas. En la cama. Con un negro gigante entre ellas. Jugando como adolescentes y disfrutando del accesorio extra del embarazo de ocho meses. Me doy cuenta que alguien ha estado tocando el timbre con consistencia. Salgo corriendo a toda velocidad escaleras abajo. Abro la puerta principal y aparece Marianne vistiendo su mejor sonrisa. La miro incrédulo y sonriente y ella obvia las cortesías de costumbre y me abraza y me besa como si realmente fuera mi hermana. 
       Ahora, mientras las formas de Gabriel y de su música se insinúan ilesas; mientras siento el fuerte perfume de Marianne que me envuelve como el humo y el humus del lugar; mientras soy consciente de los movimientos rítmicos y las risas de Martín al estrellarse contra el piso; mientras el recuerdo de las personas que fui se superpone con las imágenes de mis amigos y me hace dudar de eso que todos llamamos realidad, resignado, idiota, quizá inexplicablemente, me doy cuenta que Alan tenía razón. El sentido de la vida no es más que la vida del sentido. Un síntoma significante de esa suma sucia de preguntas sin respuestas cuyo resultado es el mundo: Deseo y decepción. La locura múltiple de personalidades permisivas, creencias inestables y ambivalentes y fallidos intentos de olvido. Una película empezada con un guión pésimo, un director incompetente y un montón de actores mediocres que se creen genios. 
       Sí. El sentido de la vida, pienso. 
       Mal título para un cuento. 

       La versión en inglés acá.

viernes, 1 de enero de 2010

Zettel

Por Sonia Budassi

       La contratapa de Diario de la rabia, uno de los últimos títulos que publicó en vida, señala que estaba trabajando en este libro. La novela –editada por Beatriz Viterbo– a partir de la historia de arqueólogos, copistas y dudosos reyes es, en definitiva, una mueca irónica, a la vez que gesto intenso, de preocupación por la traducción; por la lectura y la interpretación; la reescritura y la tensión entre ficción y realismo. En esa línea, sin su aparato narrativo, retozan con brío los fragmentos de Zettel. En el prólogo, Laura Estrín habla de “una escritura deshilachada” que iba uniendo su obra en una sola. Por un lado está también el “homenaje” a Wittgenstein, a quien de manera explícita cita Libertella en un epílogo no señalado como tal. “¿Papelitos que sobraron de otros libros? ¿Notas y apuntes de notas por venir?”. También apunta que esas líneas no van a ningún lado, en una afirmación tan cierta como discutible. Si los cuadernos de notas son embriones de textos que tomarán otra entidad; si se asumen como borradores de ideas, como golpes fundantes, Zettel opera, al mismo tiempo, en un sentido inverso. Estas notas vuelven al resto un conjunto dinámico y tan macizo como evanescente: el libro motivará a revisar la obra anterior, a reescribirla, y redireccionarla. Puede revertirse la casuística; se puede comenzar por el final.

       La nota completa acá.