lunes, 3 de septiembre de 2007

Reseña de Lateral

Por Ariadna Castellarnau

       El amor incondicional que los argentinos profesan a los laberintos, a ser posible aquellos que garanticen una prolongada estadía en sus pasillos sin hallar salida, no se debe sólo a Borges (que en todo caso fue el primero en oficializar esta afición) sino especialmente al gusto por el artificio oratorio de la discusión interminable sobre cualquier cosa o la elección del camino más tortuoso y complicado para llegar a un lugar. Marcelo Damiani (Argentina, 1969), fiel a su laberíntica nacionalidad, construye de forma impecable tramas poliédricas, habilidad que ya demostró en El sentido de la vida y que repite con igual éxito en su última novela El oficio de sobrevivir. El epígrafe de Stanislaw Lem que encabeza la novela dice: “En la lotería de la existencia, los números perdedores son invisibles”. Los personajes de El oficio... son manejados por una suerte de lotería (cuyo funcionamiento es muy parecido al del Destino) que cercena cualquier posibilidad de elección y los arroja a la vida como actores aplicados que recitan un papel. “La Isla”, donde Damiani sitúa también la acción de sus dos últimas novelas, es un lugar claustrofóbico y endogámico desde el que podemos trazar un paralelo con la obra literaria. Hacia el final de la novela, aparece referido un film, Doce Monos. Igual que en la película de Terry Gilliam, los planos de realidad e irrealidad (o ficción) resultan imposibles de definir. Los personajes ignoran si su existencia es real o son soñados o escritos en otra parte por alguien más (quizá sospechan que por el mismo Damiani). Se miran de forma recurrente en el espejo pero no se reconocen, como si verdaderamente su apariencia fuera una imposición arbitraria y no deseada. Además, las historias se entrecruzan y cada uno (la esposa del escritor, infiel y traidora, la amante joven y desquiciada, el crítico envidioso, etc.) tiene su versión, lo que desemboca en un rompecabezas argumental donde todo se está escribiendo y nada está terminado. La novela se asemeja a la estructura de un palimpsesto donde se superponen múltiples escrituras en cuyos cortes transversales alguien trata de escudriñar una voz original. La lectura de El oficio... ofrece una imagen angustiante y crepuscular de la imposibilidad de la experiencia del existir, pero sin el vocerío existencialista que suele acompañar planteamientos de este tipo. Damiani es buen conocedor del complejo funcionamiento de los laberintos narratológicos, por lo que distribuye la trama entre sus recodos y bifurcaciones sin perder el control, sembrándola con los enigmas y las pulsiones del policial, hasta hallar un centro donde las ramificaciones de la historia terminan encontrándose con una mágica naturalidad.

domingo, 2 de septiembre de 2007

H: El efecto Libertella

       “Me parece que el efecto Libertella, también, es esa sensación de vacío que nos embarga cada vez que le ponemos el punto final a un texto que consideramos digno, y por algún extraño motivo, como decía Orson Welles, la máquina de escribir no aplaude.”
Pablo Orlando

       Fue probablemente con la llegada de este siglo que a Héctor Libertella y a mí se nos ocurrió la idea histérica de hacer un libro invisible. Sostener que “íbamos a escribirlo” sería excesivo, ya que su parte principal, las 60 páginas de La santidad sublime del último místico carnal, iban a estar en blanco. Empezaría con un prólogo firmado por Alan Moon donde se hablaría de cualquier cosa menos del libro, como en la mayoría de los buenos prólogos, y terminaría con una falsa entrevista de D a L donde se plantearían, discutirían y finalmente negarían varias hipótesis delirantes sobre la verdadera esencia del libro. Su título, con el tiempo, misteriosamente se convertiría en una sola letra: H.
       Ahora espero que la historia de H me ayude a llevar a cabo una tarea que en principio imagino imposible: Hablar de la obra de un gran escritor –de un gran amigo– que ya no está entre nosotros. Pero no es sólo esta ausencia -ya de por sí muy difícil de sortear y afrontar con palabras- lo que me genera la sensación de imposibilidad, sino también la hipótesis que quiero esbozar sobre la obra de Héctor. Sospecho que su obra es, en muchos sentidos, irreductible. No sólo no hay análisis o explicación que pueda reducirla, sino que cualquier intento por resumirla o condensarla no hace más que poner en evidencia su exquisita irreductibilidad; es decir, la imposibilidad para adaptarse a esa lógica del sentido a la que nos tienen acostumbrados los medios, los comentadores, los cronistas, los críticos y hasta algunos filósofos de pacotilla.
       Tal vez no esté de más señalar que en el terreno de la química reducir es disminuir el contenido de oxígeno de un compuesto; es decir, sacarle aire. Algo irreductible, por lo tanto, es a lo que no se le puede sacar más aire. Libertella, hacia el final de su vida, se dedicó a ponerle más y más aire a sus textos (metafóricamente hablando), acaso como una forma de contrarrestar o paliar la carencia de ese aire (ahora literal) que cada vez le faltaba más y más a sus pulmones. ¿Nos atreveremos algún día a establecer una relación entre esos pulmones a los que ahora no se les puede sacar más aire y su poética de lo irreductible?
       En este sentido, un texto irreductible es también el que no se puede citar bien, porque el contexto le da el aire que necesita para vivir o sobrevivir; de ahí al hermetismo hay un solo paso. Es así que Héctor puede ser visto como una especie de lejano discípulo de Anaxímenes, ese filósofo presocráctico que sostenía que el aire era el origen y fundamento de todas las cosas. Quizá en el futuro los estudiosos terminarán llamando a Héctor “El segundo presocrático argentino”, ya que sin duda el primero sería Macedonio; sus nombres de pila seguramente ayudarán para que esta idea tenga éxito.
       Kant sostenía que el arte escapa a las reglas, y acaso precisamente por esto da que pensar. La obra de Libertella, escrita a contrapelo de las reglas del mundo, parece ayudarnos a contemplar la época que nos ha tocado vivir; la época, si se me permite el reduccionismo, de la reducción infinita. La época de los libros para principiantes (donde parece impensable un Libertella para principiantes), de las versiones cinematográficas de los libros complicados (no creo que a nadie se le ocurra filmar El árbol de Saussure), de los video-juegos de las películas (imagino la frustración de programadores posmodernos tratando de encontrar el contexto ideal del asexuado Mono Rhesus), de las computadoras portátiles (pero Héctor seguía escribiendo a máquina), de los celulares cada vez más pequeños (pero H –y permítanme hacer acá la última reducción de su nombre– no tenía celular). Así, la lógica de la reductibilidad infinita en la que estamos inmersos, paradójicamente, parece estar llenando el planeta de una basura que también amenaza con convertirse en irreductible.
       Toda esta introducción, todo este aparente rodeo que me veo en la obligación de hacer, tal vez, no sería más que otra prueba de la irreductibilidad de la obra de Héctor al comentario, a la bibliográfica, a la exégesis o la crítica. Sólo conozco un texto que hace tambalear mi hipótesis: “Héctor Libertella: La pasión hermética del crítico a destiempo” de Martín Kohan. Allí hay un recorrido notable que desmonta perfectamente el mecanismo libertelliano. No obstante, parafraseando a Derrida, podríamos agregar que la incompletitud esencial de todo texto y la imposibilidad de saber por adelantado el complemento que pide nos impide reconocer más que por “la autoridad del hecho y por el gusto de nuestra mente cuando se ha hallado la armonía eficaz”. Esta tensión entre la irreductibilidad absoluta y la búsqueda de armonías eficaces parece estar en la base de la poética de Libertella.
       Ahora bien, la forma en que lleva a cabo su propuesta es una suerte de entrega ambivalente al lector, un doble juego de seducción empática y postergación hermética del sentido cuyo funcionamiento es destruido ante la aparición de terceros. Así, el lector ideal no es sólo aquel que no puede dejar de leer, sino el que también, por abocarse a la búsqueda infinita de referencias, quiere reconstituir todo el tiempo esa especie de cordón umbilical que es la lectura, concebida como el acto irreductible por excelencia. Acá se entiende su ya célebre apotegma: “Allí donde hay un interlocutor, uno solo, allí se constituye un mercado”. Con minúscula, estamos obligados a puntualizar, sin olvidar que la supuesta valoración inferior de las minúsculas, como la positiva de la cantidad, será invertida y desplazada rápidamente. En especial porque este pequeño mercado del que habla Héctor está sostenido por la existencia de un lector concreto, real, mientras que el Mercado (así, con mayúscula) está pendiente de la estadística, de los índices de ganancias, de la rentabilidad, cuyo substrato es la abstracción, y, entendido en términos vitales, el vacío de los números. “Con un simple susurro al oído del emperador Octavio Augusto, le gustaba recordar, Cayo Cilnio Mecenas puso a Virgilio en palacio. Y con el tiempo, el mercado unipersonal de Virgilio hasta terminó siendo más grande que el del popular y esforzado Petronio.”
       La contrapartida de lo antedicho se puede apreciar en otra de esas frases que a Héctor sólo le gustaba repetir entre amigos, en la mesa presidencial de su bar favorito, el Varela Varelita: “Si uno tiene muchos lectores, hay que empezar a desconfiar de lo que está haciendo.” Es que el Gran Mercado, para pertenecer a su staff, exige una suerte de peaje; es decir, la posibilidad de ser reducido, disminuido, comercializado. En este sentido, la obra de Libertella es irreductible a esas demandas, como así también a las del Canon Universitario –ya que ambos ámbitos cada vez se parecen más el uno al otro.
       Esta irreductibilidad que caracterizaría su obra, por otra parte, no es algo inmediato, automático; es un proceso que tiende a borrar sus huellas, a ahondar en los abismos herméticos, a cortar y recortar los textos hasta abolir el nombre propio y el propio apellido. Como ejemplo de lo primero no basta más que recordar la revista “Literal”, donde ninguno de sus integrantes firmaban las notas que escribían, para que de alguna manera los lectores se convirtieran en autores de los mismos. Esta experiencia colectiva de los ´70 fue parodiada el 30 de noviembre del 2002 cuando Libertella firma sin firmar una nota en Clarín con un lacónico Héctor. No era seguramente su intención adquirir el estatuto de héroe mítico griego, sino que más bien estaba presente ahí, como un fantasma, su deseo de borrar, de cortar, de liberarse, de blanquear eso que en otro lugar he llamado “El efecto Libertella”. La necesidad de proyectar la (propia) ausencia, la falta fundamental sobre lo que se cimenta todo lo real, como si se tratara de una versión o perversión literaria del famoso truco de magia –aunque acá, por cierto, no habría ningún truco–: El acto de desaparición. Estoy seguro que a él, antes de reírse a carcajadas de mi ocurrencia, también le hubiera gustado agregar: “Nada por aquí, nada por allá”.
       Tal vez por eso, para finalizar, me gustaría pensar que la ausencia física de Héctor, la imposibilidad de volver a ser testigo de su risa franca y su ingenio permanente, no es más que la contrapartida de su omnisciencia textual. ¿Por qué no imaginar que H es la sigla, la cifra, el trazo mudo que marca la liberación final de las ataduras de este mundo? ¿Qué nos impide pensar que su efecto es algo que se expande cada vez que alguien llega a la página en blanco, compone música con el silencio, o esculpe en el tiempo esos objetos o instalaciones que sólo son visibles para quienes han sido educados libertellianamente? Es como si Héctor hubiera llevado su irreductibilidad hasta el límite impensable de abolir su apellido, su cuerpo, su obra, su vida, desapareciendo como por arte de magia, y dejando libros invisibles para los que no son capaces de ver el aire que nos rodea, ese mismo aire que inhalamos y exhalamos todo el tiempo, rítmicos, risueños, resignados; en especial al despedirnos de los amigos, ya que nunca sabemos cuándo será la última vez que los veremos con vida.

       Palabras leídas en “Die Brücke” en el homenaje a Héctor Libertella.

sábado, 1 de septiembre de 2007

El panfleto hermético


Por Marcelo Damiani

       Estoy escribiendo la historia de esta balsa (cuyo capitán se empeña en llamar barco) y de su eterno virar a estribor. (La visible incoherencia de nuestro rumbo me impide hablar del tema). Yo soy una parte insignificante de la tripulación: No hago nada, no me dejo ver, no hablo; acentúo las diferencias con el capitán: Mi enemigo. Ambivalente, voluble, medio ocre, el capitán, ni siquiera sospecha de mi existencia (agazapada en la multitud informe de la balsa), seguramente debido a sus múltiples problemas (aunque para él son simples pasatiempos): Su favorito, sin duda, es dar de comer a los tiburones: Su método (avalado por la indiferencia y la ceguera general) es patear a los indeseables que sobreviven en los bordes de la balsa para ofrendarlos a Neptuno. Eso es, dice él, un sacrificio necesario. Eso es, digo yo, asesinato. (Además, también le gusta matar las ideas de los otros, y si eso no da resultado, matar a los otros que tienen ideas: No es obvio aclarar que reivindica a los criminales.) Robar un arco y un par de flechas, practicar por un tiempo, volverme un experto y buscar la oportunidad para llenarle la boca con algo sólido, es una de mis ideas más recurrentes. Pero nunca me decido, y no es por miedo, no, de ninguna manera, sino porque existe el peligro de que los ignorantes, después de todo, terminen convirtiéndolo en mártir. Así, en cambio, estoy seguro que se ganará un odio histórico, sempiterno, exclusivamente por su propio mérito. Yo, mientras tanto, puedo seguir insultándolo, escribiendo, imaginando su muerte en vano, mientras navegamos en círculos mar adentro, y sin ninguna intención de llegar nunca a tierra firme.

       La versión en inglés acá.

       LA versión en francés acá.