jueves, 3 de julio de 2008

Viajando a través del tiempo


"Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y
le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y
si al despertar encontrara esa flor en su mano... ¿Entonces, qué?"

Samuel Taylor Coleridge


       Hubo una época en que los dioses parían hijos indeseables, bastardos rebeldes y ambiciosos que amenazaban con tumbarlos del trono y devorarse a mordiscos su poder. Sólo les hacía falta descubrir el secreto que revelara el misterio del tiempo. Su esquiva esencia finalmente fue capturada en esos contornos que se dibujan en cada fotografía. Las míticas puertas del cielo, a la manera de un obturador, se abrieron dejando pasar el rayo lumínico que perpetuó la presencia humana para vencer a la muerte. A Kronos, paradójicamente, le había llegado su hora.
       Pero el tiempo, cuando fue atrapado en la imagen fotográfica, se hizo más corpóreo y perceptible, y su presencia ausente se convirtió en un pasado imperfecto. Es por esto que según Barthes la imagen fotográfica se construye para sí misma un marco de inactualidad al habitar un espacio sin devenir. La fotografía hace presente aquí un objeto que realmente existió antes frente al objetivo de una cámara. Es un testimonio único e irrepetible de lo que ha sido y ya nunca será. El tiempo, captado en una fracción de segundo escurridiza, puede dar fe en el futuro de su existencia pasada, como si se tratara de una máquina del tiempo. En este sentido, la fotografía sería una de las primeras hijas dilectas de la ciencia-ficción, ya que permitiría el viaje en el tiempo del objeto inanimado.
      La imagen fotográfica, por otra parte, parece haber sellado un pacto con la muerte, sobre todo si consideramos que la reproducción mecánica ad infinitum es una suerte de pobre substituto de la imposibilidad de volver a vivir el tiempo perdido. De ahí su patetismo, al ser un objeto inmóvil que intenta respirar en el devenir de un mundo en movimiento.
        Dentro del tiempo sin tiempo de la fotografía, como dice Schaeffer, el movimiento sólo puede encontrar su lugar en las coordenadas espaciales, convirtiéndose así en un pobre espectro de sí mismo. La posibilidad de una narración, por lo tanto, parecería ir a contrapelo de la esencia estática de la fotografía. ¿Qué pasaría, sin embargo, si uno se aventurara a poner en relación toda una serie de fotografías con intenciones narrativas? ¿Qué pasaría si todas las imágenes (salvo una) fueran inmóviles, y a su vez, estuvieran arrancadas de su estatismo y puestas en movimiento por medio del montaje? ¿Qué pasaría si la narración se construyera con una materialidad y una lógica diferentes a las que estamos acostumbrados a ver en el cine? Tal vez esto es lo que se preguntó el cineasta francés Chris Marker a principios de la década del `60. Su respuesta fue La Jetée (literalmente "espigón"; un puente etéreo entre la fotografía y el cine) donde se cuenta una historia de amor, de locura y de muerte.

               Tomorrow is frozen

       La destrucción ocasionada por una tercera guerra mundial ha vuelto inhabitable el planeta. En las profundidades de la tierra, los supervivientes apenas sobreviven mientras son utilizados como conejillos de indias por los científicos en jefe. Con el espacio clausurado, la única salida para la humanidad parece pasar por el tiempo. Así, el protagonista de esta historia es elegido para viajar en el tiempo por la fijación que tiene con una imagen de su infancia. Este procedimiento quizá está inspirado en The sense of the past, esa novela inconclusa de Henry James cuyo personaje principal, en palabras de Borges, regresa al pasado a fuerza de compenetrarse con la época. La fijación del protagonista de La Jetée, entonces, consiste en una imagen cuyos fragmentos reproducen la presencia de una mujer y la muerte de un hombre en un aeropuerto, una jetée que en francés remite al verbo jeter, tirar, arrojar, lanzar -a otro tiempo.
       El protagonista debe dejar su presente para encontrarse con esa mujer un tanto etérea y remota que habita un tiempo distinto al suyo y que lo acepta como a un fantasma amigable a quien se puede amar antes de su partida. Entonces, la puerta de acceso que los científicos le permiten trasponer, esa imagen fija en el recuerdo del protagonista, es una foto en la mente antes que una foto de su mente. Es quizá por esta razón que una historia que trabaja con el tema del tiempo y su relación con las imágenes y la memoria encuentra en la materialidad fotográfica el medio ideal de su expresión. Así, a manera de barrera infranqueable entre el hombre y la mujer, las manchas de tinta negra que destruyen la impresión de luz de sus cuerpos, no hacen más que preanunciar la fatalidad con la que siempre estuvo signado su encuentro.
       Sin embargo, hay un momento en que la fuerza de la narración le arranca movimiento a la fotografía, haciendo devenir la imagen estática en móvil. Se trata de una escena en la que el protagonista parece contemplar el reposo de su compañera. El fundido encadenado de distintas fotografías del rostro de la mujer, sumado a una paulatina aceleración del montaje, alcanzan a confabular los leves desplazamientos del entresueño, justo antes de que realmente aparezca el movimiento en un doble parpadeo.


               Mon key: La clé de l`avenir

      El camino que va de La Jetée (1962) a Doce Monos (1995), suerte de metáfora de la historia del cine, no sólo es el que va del blanco y negro al color sino también el de una banda sonora apenas poblada (por música, la voz en off del narrador, algunos ruidos de aviones y ciertos cuchicheos incomprensibles que intentarán arrancar a las imágenes esa pregnancia pretérita) a la superpoblación de voces, ruidos, música y el abuso de primeros planos sonoros como siempre que se trata de Gilliam. En esta oportunidad, sin embargo, debemos aclarar que hay un uso estructural del desplazamiento de las voces en el tiempo: Así, los mensajes grabados y la voz desafectada de la conciencia de Cole son fundamentales para la lógica de la historia. Pero lo más importante es que del cortometraje de Marker a la película de Gilliam se pasa de la imagen estática en movimiento a la imagen móvil en movimiento, se recorre el camino que va de la "imagen del tiempo" (fotográfica) a la "imagen en el tiempo" (cinematográfica).
       Todo el efecto de extrañamiento de La Jetée, entonces, se debe a que hace abstracción del movimiento, presentando imágenes inmóviles en el tiempo. El uso del montaje, como bien dice Roger Odin, no sólo reconstruye el movimiento que la foto tiende a negar (complementándose con la voz en off para llevar adelante la narración) sino que además juega un contrapunto estructural con la imposibilidad de la imagen fotográfica para mostrar el tiempo de otra forma que no sea un despliegue espacial. Así, mientras la imagen fotográfica despliega la distancia temporal al hacer surgir el tiempo como pasado, la imagen fílmica le restituye su calidad de presencia.
       Todo este juego de temporalidades, como ya sugerimos, no sólo está ficcionalizado en la historia de La Jetée sino que pasa a ser el centro de Twelve Monkeys. Porque el último tramo del camino que va del cortometraje francés a la película norteamericana es el de la perfecta ambigüedad de una historia (nunca podremos discernir si lo que se cuenta es fantástico o de ciencia-ficción) a una declarada historia de "ciencia ficción" cuyo trasfondo es la "con-ciencia (de la) ficción".
Es en este sentido que toda la reflexión cinematográfica que Gilliam inserta en su película mientras cita Vértigo (1958) de Hitchcock se vuelve fundamental. Ahí, sentado junto a Kathryn en la sala a oscuras, Cole se pregunta por qué no recuerda algunas partes de la película que está seguro de haber visto cuando era chico. Su respuesta, aplicable a todo ámbito de la vida desde la conciencia de que somos tiempo, es que uno cambia, y por eso nunca se fija en lo mismo de la misma forma.
       La película, como toda obra de arte, no se conserva siempre igual, ya que sólo existe en función del espectador, cuya inserción en el devenir temporal lo convierte en un ser en el tiempo, alguien que no tiene forma de defenderse del constante cambio. La máquina del tiempo, en este sentido, es una metáfora del fluir inevitable del cine y de la vida. Entonces, mientras el tiempo se despliega en la vida como el film en la pantalla, el viajero se inserta en el devenir temporal y es a su vez un espectador del mismo. Pero el viajero es también tiempo, y en tanto tiempo. una temporalidad distinta con respecto a la temporalidad presente ante él.
       Tal vez por esto el viaje en el tiempo se ha convertido en una preocupación real en el imaginario de la humanidad. Toda la "ficción científica" (nos referimos tanto a lo que mal se ha traducido por "ciencia-ficción" como a Einstein y los escritores cuánticos) se ha preocupado por mantener vivo el interés por la posibilidad de viajar en el tiempo. Así, la ambigüedad con la que se manejaba este tema en La Jetée se convierte en una certeza en Doce Monos. Entonces, cuando James Cole es obligado a viajar al pasado para buscar la clave de un virus que extinguió al noventa y nueve por ciento del mundo, se pone en movimiento toda una serie de anomalías y paradojas temporales que van a terminar en la famosa escena del aeropuerto, cuando él sea asesinado por querer salvar a la raza humana. La suerte de la humanidad, sin embargo, pasa a segundo plano por la certeza de que la doctora interpretada por Madeleine Stowe es la belleza pálida y poderosa que puebla la mente de Cole. Ella es (como Jill Layton para el protagonista de Brazil) la mujer de sus sueños. Por eso cuando aparece vestida de negro Cole no la reconoce. Es necesario que ella se tiña de rubia y él se ponga pelo y bigote para que ambos se reconozcan y reconozcan su pasión en la escena cuya luz y música proviene de Vértigo. Pero lo que nadie sabe es que el precio que James pagará esta vez por encontrarla no sólo será la vida sino también la posibilidad de volver a verla cuando el tiempo se repita. Porque la escena del aeropuerto puede haber ocurrido infinidad de veces, pero la verborragia de la psiquiatra o el profesionalismo con el que Cole se toma su trabajo en esta ocasión, hace que el eterno retorno caiga en el tiempo, y esto significa que el chico que James es durante la escena final de la película nunca volverá al pasado para encontrarse con Kathryn.
       Este final, además, hace explícita la relación que hay entre la fatalidad de las escenas que cierran las historias de La Jetée, Vértigo y Más allá del olvido (1955) de Hugo del Carril, y ésta tal vez sea la razón por la que Gilliam y Mr. & Mrs. Peoples le han impreso al guión toda esa carga emotiva que es casi una sobrecarga explosiva. Algo que está en relación directa no sólo con el conocimiento de lo que sobrevendrá sino también con el uso de la cámara lenta, como si ese ralentamiento la acercara asintóticamente a la inmovilidad de la imagen fotográfica.
       El final, finalmente, parece acentuar la relación que Doce Monos mantiene con la obra maestra de Hitchcock. Así, ahora, Bruce Willis ya no tiene la necesidad de obligar a Madeleine (cuyo nombre es igual a Kim Novak durante la primera mitad de Vértigo) a ir a la modista, a comprarse zapatos, a teñirse el pelo de rubia para recuperar el tiempo perdido. Madeleine (aunque se haga llamar Judy como su homónima en la segunda parte de Vértigo) no necesita convertirse en Madeleine porque ella siempre fue y será Madeleine. Si se viste de rojo y se tiñe de rubia no es tanto para reafirmar su personalidad como por la imposibilidad de escapar a su destino. Todos piensan que el eterno retorno se encargará de llevarlos una y otra vez a ese cine donde ven y vuelven a ver Los Pájaros, y a este aeropuerto donde los tiempos confluyen como vientos huracanados, obnubilando los sentidos y cegando la razón. James (cuyo nombre recuerda demasiado al de Stewart) no sabe, no puede saber que su última llamada y la presencia final de la científica del futuro parecen haberlo condenado a que en su porvenir, cuando el chico que es ahora crezca, siempre recuerde esta escena final pero ya no pueda volver al pasado a revivirla, destino al que apenas podemos escapar nosotros, los espectadores del film, gracias a esa magia magnánima del cine que a veces en su devenir se confunde demasiado con la vida.

María Castillo y Marcelo Damiani

miércoles, 2 de julio de 2008

La poesía

La poesía cruza la tierra sola,
apoya su voz en el dolor del mundo
y nada pide
ni siquiera palabras.

Llega de lejos y sin hora, nunca avisa;
tiene la llave de la puerta.
Al entrar siempre se detiene a mirarnos.
Después abre su mano y nos entrega
una flor o un guijarro, algo secreto,
pero tan intenso que el corazón palpita
demasiado veloz. Y despertamos.

Eugenio Montejo (1938 -2008)

martes, 1 de julio de 2008

Relatar es alterar

Por Carlos Schilling

       Antes que una novela este segundo libro de Marcelo Damiani parece un rompecabezas al que la falta de varias piezas convierte en un juego infinito, tan cómico como perverso. Presentado como una recopilación de textos de un autor ficticio llamado David, El sentido de la vida reúne poemas, relatos breves, nouvelles y comentarios biográficos en los que no queda ningún rastro de esa frontera siempre difusa entre realidad y ficción. Pero si bien algunos de los textos están dedicados a figuras tutelares de la literatura argentina como son Juan José Saer, Ricardo Piglia y Héctor Libertella, sólo de forma oblicua remiten al trabajo de esos escritores. No hay una indagación de los límites del conocimiento para aprehender la realidad, como en Saer, ni un dispositivo generador de discursos que se materializan, como en Piglia, ni una puesta en escena de los fantasmas de la lengua, el deseo y el inconsciente, como en Libertella. Hay algo distinto. Algo que en cierta manera incluye todo lo anterior, pero lo desplaza constantemente hacia los márgenes para dejarle lugar a un flujo de imágenes y episodios ambiguos e inquietantes. Más que a los escritores argentinos citados, Damiani le debe una buena parte de la construcción de su mundo al francés Alain Robbe-Grillet. Rescata la parte que fue soslayada en la recepción argentina de la obra del fundador del Nouveau Roman: su concepción laberíntica de la trama de un relato. Si un juego de palabras valiera como definición, podría decirse que para el autor de El sentido de la vida relatar es alterar, distorsionar, volver extraño lo que está contando sin perder nunca cierto tono ligero de narrador profesional. La confusión de base que origina el relato se expande en todas las direcciones, genera una red de malentendidos en cuya trama es difícil de distinguir quién es el creador y quién la criatura. Nombres con iniciales que se repiten, seudónimos que proliferan, personajes que se desdoblan, extraños parentescos, cópulas, besos, asesinatos, duelos, cámaras, espejos, todo tiende a duplicar indefinidamente las escenas hasta que resulta imposible saber cuál es la original. En los 40 años que pasaron desde la irrupción del Nouveau Roman hasta hoy, las relaciones entre realidad y ficción, entre vida y arte se modificaron de forma inconmensurable. Los lazos meramente psíquicos, como el sueño, el delirio, la demencia o la alucinación, que servían de vasos comunicantes entre ambas esferas fueron reemplazados progresivamente por artefactos como los juegos de realidad virtual, la televisión, el video y la computadora. Damiani presenta ese nuevo universo de posibilidades como si fuera un espectáculo que se devora a sí mismo y ni siquiera se detiene ante la muerte.

Aparecido en el diario "La voz del interior" de Córdoba (22-11-2001).