sábado, 3 de octubre de 2009

"Cara de luna" por Jack London

Una historia de mortal antipatía

       John Claverhouse era un hombre con cara de luna. Ya conocen el tipo: Pómulos muy separados, mandíbula y frente fundiéndose en las mejillas para completar la perfecta redondez, y la nariz ancha y gordinflona, equidistante de la circunferencia, aplastada contra el centro exacto de la cara, como una bola de masa pegada al techo. Quizá yo lo odiaba por eso, porque se había convertido en una verdadera ofensa para mis ojos, y yo creía que la tierra estaba incómoda con su presencia. Quizá mi madre pudo haber sido supersticiosa de la luna y miró por encima del hombro equivocado en el momento equivocado.
       Pero fuera como fuese yo odiaba a John Claverhouse. Y no era que me hubiera hecho lo que la sociedad consideraría un daño o una mala jugada. Lejos de eso. El mal era de una clase más profunda y sutil; tan elusivo, tan intangible como para desafiar un análisis en palabras claras y definidas. Todos hemos experimentado tales cosas en algún momento de nuestras vidas. Vemos por primera vez a un individuo, el cual un instante antes no soñábamos que existiera, y entonces, al momento de verlo nos decimos: "No me gusta ese hombre." ¿Por qué no nos gusta? Ah, no lo sabemos; todo lo que sabemos es que no nos gusta. Hemos adquirido una aversión, eso es todo. Así me pasó con John Claverhouse.
       ¿Qué derecho tenía un hombre como él a ser feliz? Y sin embargo era un optimista. Siempre estaba sonriente y contento. ¡Al maldito siempre le salía todo bien! ¡Ah, cómo atormentaba a mi alma que fuera tan feliz! Otros hombres podían reír y no me molestaba. Incluso yo mismo solía reír, antes de conocer a John Claverhouse.
       Pero su risa me irritaba, me enloquecía como ninguna otra cosa bajo el sol podía irritarme o enloquecerme. Me perseguía, se apoderaba de mí y no me soltaba. Era enorme, gargantulesca. Despierto o en sueños siempre estaba conmigo, zumbando y haciendo vibrar las cuerdas de mi corazón como un enorme chirrido. Al despuntar el día me llegaba escandalosa a través de los campos para arruinar mi agradable ensueño matutino. Bajo el brillo doloroso del mediodía, cuando la vegetación languidecía y los pájaros se retiraban a las profundidades del bosque, y toda la naturaleza dormitaba, sus enormes "¡Ja! ¡Ja!" y "¡Jo! ¡Jo!" se elevaban hasta el cielo y desafiaban al sol. Y en la medianoche negra, desde la solitaria encrucijada por la que volvía del pueblo a su propiedad, llegaban sus risotadas atormentadoras a despertarme de mi sueño y me hacía retorcer y clavarme las uñas en las palmas de mis manos.
       Por las noches me acercaba en secreto a su propiedad y soltaba el ganado en sus campos, y a la mañana oía su risa escandalosa mientras sacaba las reses de los sembrados. "No es nada, decía; no se puede culpar a las pobres y tontas bestias por buscar mejores pastos."
       Tenía un perro llamado "Marte", una enorme y magnífica bestia, medio galgo y medio sabueso, y con un cierto parecido con ambos. Marte era una gran alegría para él y siempre estaban juntos. Pero yo esperé mi hora, y un día, cuando se presentó la oportunidad, atraje al animal y lo liquidé con carne y estricnina. Esto no causó ningún efecto en John Claverhouse. Su risa siguió siendo tan alegre y frecuente como antes y su cara la misma luna llena que había sido siempre.
       Entonces prendí fuego a sus pajares de heno y a su granero. Pero a la mañana siguiente, siendo domingo, se marchó alegre y contento.
       –¿Adónde va? –le pregunté cuando pasó por la encrucijada.
       –Truchas –dijo, y su cara brillaba como una luna llena–. Me vuelven loco las truchas.
       ¿Hubo alguna vez un hombre más insoportable? Toda su cosecha había desaparecido con el heno y el granero. Yo sabía que no estaba asegurado. ¡Y aún así, enfrentado al hambre y al invierno riguroso, se iba alegremente a buscar un montón de truchas nada más que porque "lo volvían loco"! Si la tristeza hubiera permanecido aunque fuera ligeramente en su ceño, o si su semblante bovino se hubiera alargado por la seriedad para parecerse menos al de la luna; o si hubiera hecho desaparecer esa sonrisa de su cara aunque tan sólo fuera una vez, estoy seguro que podría haberlo perdonado por existir. Pero no. Se volvía cada vez más contento en la desgracia.
       Lo insulté. El se me quedó mirando sonriente y sorprendido.
       –¿Pelear con usted? ¿Por qué? –me preguntó lentamente. Y luego se echó a reír–. ¡Usted es muy gracioso! ¡Jo, jo! ¡Me va a matar de risa! ¡Je, je, je! ¡Oh, jo, jo, jo!
       ¿Qué hubieran hecho ustedes? Estaba más allá de lo soportable. ¡Por Dios, cómo lo odiaba! Y encima estaba ese nombre: ¡Claverhouse! ¡Qué nombre! ¿No era absurdo? ¡Claverhouse! ¡Tengan piedad! ¿Por qué Claverhouse?, me preguntaba yo una y otra vez. No me hubiera molestado que se llamara Smith o Brown o Jones, ¡pero Claverhouse! Lo dejo a su consideración. Repítanlo para ustedes mismos: Claverhouse. Sólo escuchen su sonido ridículo: Claverhouse. ¿Debe vivir un hombre con ese nombre?, les pregunto. "No", dicen ustedes. Y "no", digo yo.
       Entonces me acordé de su hipoteca. Con sus cosechas y su granero destruido, yo sabía que él no sería capaz de pagarla. Así que hice que un solapado, silencioso y avaro prestamista la adquiriera. Yo no aparecía, pero a través de este agente forcé el juicio hipotecario, y no le concedieron más que unos cuantos días (no más, créanme, que los que permite la ley) para que sacara sus cosas de la propiedad. Entonces fui a dar un paseo para ver cómo lo tomaba, dado que había vivido allí durante más de veinte años. Pero me recibió guiñando sus ojos con forma de plato, y con la alegría iluminando y extendiéndose por su cara hasta que era como una saliente luna llena.
       –¡Ja, ja, ja! –rió–. ¡Qué rústico más gracioso es ese hijo mío! ¿Ha oído algo semejante? Déjeme contárselo. Él estaba jugando al borde del río, cuando un pedazo de la orilla se desprendió y lo salpicó. "Ay, papá, gritó, un enorme lodazal brotó hacia arriba y me alcanzó".
       Se detuvo y esperó que yo me uniera a su alegría infernal.
       –No veo nada risible en ello –dije brevemente, y estoy seguro que mi rostro se amargó.
       Me miró con asombro y entonces apareció la maldita luz, resplandeciendo y extendiéndose como he descrito hasta que su cara brilló suave y cálida como la luna de verano, y luego la risa: "¡Ja, ja! ¡Qué gracioso! Usted no lo ve, ¿eh? ¡Je, je! ¡Jo, jo, jo! ¡No lo ve! Pues mire. Usted sabe que un lodazal..." Pero giré sobre mis talones y lo abandoné. Era lo último. No podía soportarlo más. ¡La cosa tenía que terminar ahí mismo, pensé, maldición! La tierra debería desembarazarse de él. Y mientras subía la colina podía oír su risa monstruosa reverberando contra el cielo.
       Ahora bien, yo me enorgullezco de hacer las cosas limpiamente, y cuando resolví matar a John Claverhouse tenía pensado hacerlo de tal forma que no me avergonzara al recordarlo. Odio la torpeza y odio la brutalidad. Para mí hay algo repugnante en golpear a un hombre sólo con el puño. ¡Uf! ¡Es repugnante! Así que matar a tiros, a puñaladas o a palos a John Claverhouse (¡ay, ese nombre!) no me atraía. Y no sólo me sentía impulsado a hacerlo limpia y artísticamente, pero también de tal forma que no pudiera recaer ni la más ligera sospecha sobre mí.
       Hacia este fin incliné mi intelecto, y después de una semana de profunda incubación, elaboré el plan y me puse a trabajar. Compré una perra de aguas de cinco meses de edad y dediqué toda mi atención a entrenarla. Si alguien me hubiera espiado, habría comprendido que ese entrenamiento consistía enteramente en una cosa: La recuperación. Le enseñé a la perra, a quien llamé "Bellona", a traerme palos que yo tiraba al agua, y no sólo a traerlos, sino a traerlos inmediatamente, sin mordisquearlos o jugar con ellos. El objetivo era que no debía detenerse por nada hasta devolver el palo rápido. La acostumbré a correr detrás de mí con el palo en la boca cuando me alejaba hasta que me alcanzara. Era un animal inteligente, y tomó el juego con tanto entusiasmo que al poco tiempo estuve satisfecho.
       Después de eso, en la primera oportunidad que tuve, le regalé el animal a John Claverhouse. Yo sabía lo que hacía, porque conocía una de sus pequeñas debilidades, y uno de sus pequeños pecados secretos del cual era un constante e inveterado culpable.
       –No –dijo cuando puse la punta de la cuerda en su mano–. No, usted no habla en serio –y su boca se abrió ancha y sonrió con toda su maldita cara de luna.
       –Yo, yo creía, por alguna razón, que no le caía bien –explicó–. ¿No es gracioso que yo cometiera ese error? –y al pensar en ello se apretaba los costados por la risa.
       –¿Cómo se llama? –se las arregló para preguntar entre paroxismos.
       –Bellona –le dije.
       –¡Je, je! –se rió disimuladamente– ¡Qué nombre más gracioso!
       Rechiné los dientes, porque su alegría me ponía nervioso, y estallé: "Ella era la esposa de Marte".
       Entonces la luz de su cara de luna llena comenzó a disminuir hasta que explotó: "Ese era mi perro. Bueno, me imagino que ella ahora es viuda. ¡Ah! ¡Jo, jo! ¡Ay! ¡Je, je! ¡Jo!", gritó tras de mí y yo me di vuelta y huí rápidamente por sobre la colina.
       Pasó una semana y el sábado a la noche le dije:
       –Usted se va el lunes, ¿no?
       Asintió con la cabeza y sonrió.
      –Entonces no tendrá otra oportunidad de obtener una porción de esas truchas que "lo vuelven loco".
       Pero él no se dio cuenta de la burla.
       –Ah, no sé –se rió entre dientes–. Mañana voy a tratar de hacerlo con toda mi alma.
       De este modo me aseguré doblemente y volví a mi casa abrazándome a mí mismo de placer.
      Muy temprano, a la mañana siguiente, lo vi salir con una red de pescar una bolsa y Bellona trotando atrás de él. Yo sabía adónde iba, así que corté por el pastizal trasero y ascendí por entre los matorrales hacia la cima de la montaña. Manteniéndome cuidadosamente oculto lo seguí por la cresta a lo largo de tres kilómetros hacia un anfiteatro natural entre las montañas, donde el pequeño río corría hacia abajo saliendo de una garganta y se detenía a recobrar el aliento en un enorme y plácido estanque contenido por las rocas. Ese era el lugar. Me senté en el borde de la montaña, desde donde podía ver todo lo que pasaba, y encendí mi pipa.
       Antes de que pasaran muchos minutos, John Claverhouse apareció chapoteando por el lecho de la corriente. Bellona andaba cerca de él, y los dos estaban en buena sintonía, mezclándose los cortos y abruptos ladridos de la perra con las más profundas notas del pecho de Claverhouse. Al llegar al estanque dejó en el suelo la red y la bolsa, y sacó de un bolsillo lo que parecía una vela gorda y grande. Pero yo sabía que era un cartucho de dinamita, porque ese era su método de pescar truchas: Las dinamitaba. Aseguró la mecha envolviendo la dinamita apretadamente en una tela de algodón. Entonces encendió la mecha y arrojó el explosivo al estanque.
       Como un relámpago, Bellona se lanzó al estanque tras el cartucho. Yo podría haber gritado de alegría. Claverhouse le gritó, pero sin resultados. Le tiró piedras, pero ella nadó sin cesar hasta que agarró el cartucho con la boca, dio media vuelta y nadó hacia la orilla. Entonces, por primera vez, él se dio cuenta del peligro y empezó a correr. Como yo lo había previsto y planeado, ella llegó a la orilla y corrió tras él. ¡Ah, les digo que fue grandioso! Como ya lo he explicado, el estanque se hallaba en una especie de anfiteatro. Hacia arriba y abajo la corriente se podía cruzar pasando por las rocas que sobresalían. Y ahí estaban corriendo Claverhouse y Bellona, vuelta y vuelta corriente arriba y corriente abajo a través de las piedras. Nunca hubiera creído que un hombre tan torpe podía correr tan rápido. Pero vaya si corrió, con Bellona tras él ganando terreno. Y entonces, justo cuando ella lo alcanzó, él a las zancadas y ella saltando con la nariz pegada al tobillo de él, hubo un súbito relámpago, una nube de humo, una tremenda detonación, y donde un instante antes se hallaban un hombre y una perra, ahora no quedaba nada más que un enorme agujero en la tierra.
       "Muerto por accidente mientras pescaba ilegalmente." Ese fue el veredicto del jurado; y es por eso que yo me enorgullezco del modo tan hábil y artístico en que me deshice de John Claverhouse. No hubo nada de manipulaciones ni brutalidad; nada en todo el asunto de qué avergonzarse, como estoy seguro de que lo admitirán ustedes. Ya no se oye más su risa infernal haciendo eco entre las colinas, y nunca más se ha alzado su cara de luna llena para perturbarme. Mis días son pacíficos ahora y mi sueño por las noches es muy profundo.

Traducción: Marcelo Damiani

viernes, 2 de octubre de 2009

Ficción: Cuatro Cuentos

       En esta revista online del cuento hispanoamericano, ideada por Gustavo Valle, se pueden encontrar textos de Pía Bouzas, Miguel Gomes, Alejandra Laurencich, Eduardo Muslip y Hebe Uhart, entre muchos otros más. El del autor de este blog se encuentra acá.

jueves, 1 de octubre de 2009

La vía

Por Marcelo Damiani

Todo empezó en la vía

el escarceo
                  la lluvia
                               los silencios

el sol golpeando con violencia los rieles del día
el tren en busca de un andén abandonado
aullando como animal malherido.

Sí.

Todo empezó en la vía
               nadie puede negarlo
pero lamentablemente terminó en el tren.