viernes, 3 de enero de 2014

La Victoria de Rey

Por Marcelo Damiani 

       Rey, onettiano empedernido, vive su sueño breve mientras cuida a Nicolás, su amigo en coma, acostado en una cama libre de la habitación de hospital, mirando con desdén las figuras veraniegas del techo, cuyas formas y sombras se proyectan caprichosamente por el movimiento de las celosías que cubren las ventanas acariciadas por el viento; Rey acaba de ver la última película de Keira Knigthley, su nueva actriz favorita, pero a diferencia de sus colegas críticos, él aún no ha escrito una sola línea sobre ella, ejercicio de pudor que también tiene algo de certeza, la sospecha de que sus palabras jamás podrían ni siquiera rozar lo que ella hace en la pantalla (o tal vez lo que la cámara hace con ella), esa forma que se escapa, esa cualidad escurridiza, siempre en fuga, insubstancial y etérea que hace que Keira sea Keira, y que para Rey, en su ensueño de hospital derruido, se ha convertido en Victoria, nombre falso de su enamoramiento platónico, convertida ahora en el personaje principal del esbozo de guión que escribe mentalmente para contárselo a Nicolás cuando despierte del coma; y Keira, ya convertida en Victoria, es la protagonista de una película impasible de ciencia ficción (aunque también podría ser vista como un ensayo posible de la conciencia de la ficción), ya que el futuro que postula no es muy distinto del presente suspendido en el que transcurren sus noches y sus días (la misma situación pasiva de su amigo), una película imposible que debería ser filmada por un cineasta no menos imposible, mezcla de Terry Gilliam y Wong Kar Wai, experto en el uso de la cámara lenta y la musicalización recursiva, preferentemente orquestada por Ennio Morricone, y sin duda con fotografía de Sven Nykvist, para mostrar en blanco y negro y a veces en sepia a una Keira fundida con su entorno expresionista, una suerte de museo de arte moderno situado en el castillo donde vive sola, encerrada, como si se tratara de una torre de marfil flotante, evanescente, al borde de la melancolía arquitectónica, un castillo que también es su cárcel, su cárcel de cristal; poco a poco, sin embargo, por medio de flashbacks e inserts, nos vamos dando cuenta de que afuera no hay nadie con vida, como si un virus letal hubiera aniquilado a la humanidad entera, y esta situación tiene que ver con Keira, ya que de una u otra manera todas las muertes se relacionan con ella; Keira lo sabe y sospecha que su misión es mantenerse a salvo, incontaminada, incólume, intuyendo que algo tiene que ver con eso su estado de ánimo o su deseo (es decir, su pelo), ya que las últimas muertes han sucedido cuando ella de alguna oscura forma (no) las deseaba; entonces comprende que su tarea es encontrar la cura de esa misteriosa caída en desgracia de todos los que entran en contacto con ella, como si se tratara de una nueva Eurídice con la maldición de Medusa; así, su sonrisa irresistible, saludo de bienvenida para el Rey que se atreva a entrar en su castillo, y, literalmente, no caiga muerto a sus pies al verla, es lo que ensaya todo el tiempo frente al espejo, cual Leonardo y Mona Lisa fundidos en un gesto, aún a sabiendas de que sólo si logra desterrar sus malos pensamientos, sólo si logra vencer la acidia fatal que la embarga, sólo así podrá allanar el camino para ser liberada de su encierro, y por fin, convertirse en una verdadera Victoria; la única Victoria posible; la Victoria definitiva: La Victoria de Rey.

jueves, 2 de enero de 2014

Entrevista excéntrica


Por Julia Milanese

    -¿Por qué decidiste hacer la presentación de tu nuevo libro en el bar Varela/Varelita?
    -El Varela, cuando estaba escribiendo La distracción, era un bar que yo frecuentaba mucho, a veces acompañado por Héctor Libertella, ya que era su oficina. Quizá por eso una de las escenas de la novela transcurre ahí, en la que además aparece como en un cameo el mozo Javier, verdadera alma mater del lugar. Pero la razón más importante es que yo quería que quien viniera al evento se llevara una buena impresión de lo que es el libro. Pretendía, no sé si se consiguió, una especie de ambientación tonal, distintiva, como para que después de leer La distracción la gente pudiera decir: “Sí; la novela es como la presentación”.
    -¿Podrías decirnos algunas palabras sobre los dos presentadores, Sergio Serebrinsky y Walter Romero, y el por qué de tu elección?
     -Yo quería salir un poco de la dinámica usual de las presentaciones de libros, y por eso le pedí a Sergio Serebrinsky (líder de la banda under “Aguante Baretta”) que hiciera una suerte de stand up seudo literario, disfrazado de falso maestro de ceremonias. A Walter Romero no hacía falta que le pidiera nada, yo ya contaba con su inteligencia lectora y su gran manejo escénico (que le viene de ser cantante de tangos). Además, me gustaba la idea de que La distracción fuera presentada por gente del ámbito literario-musical (con la que suelo llevarme muy bien), porque tengo una relación epidérmicamente secreta (o secretamente epidérmica) con la música (por eso el nombre de uno de los personajes de la novela homenajea a ese gran artista brasileño que es Hemeto Pascoal).
     -¿Por qué considerás a El sentido de la vida, El oficio de sobrevivir y La Distracción como una trilogía “involuntaria”?
     -Por las múltiples conexiones que hay entre las tres novelas (los prólogos de Alan Moon, los personajes que se repiten, las situaciones narradas más de una vez desde puntos de vista distintos, cierto trasfondo musical, etc.), conexiones que no fueron pensadas de antemano, sino que surgieron naturalmente, de forma paulatina, sorpresiva y (casi) intuitiva.
      -Por momentos pareciera que para entender tus libros hace falta algo equivalente a las 10 pistas para comprender Mulholland Drive de David Lynch (que él dio y en ese mismo tono, claro) ¿Por qué pasa eso?
      -La verdad es que no lo sé. Tal vez tenga que ver con algo que acertadamente puntualizó Walter Romero en la presentación, y es que yo trabajo bastante (quizá también de forma involuntaria) con el comienzo “in media res”, y esto siempre supone un riesgo (y puede ser que a la mayoría de los lectores les guste jugar sobre seguro). O tal vez tenga que ver con que me aburren los libros (y los comienzos) demasiado simples (o pusilánimes); me parece que con ellos se subestima la inteligencia del lector, y a mí me gusta escribir novelas (arriesgadas) que yo mismo leería, es decir, sin auto-subestimarme, obviamente. Aunque ahora que lo pienso (más allá de que agradezco la comparación con Lynch) noto que la pregunta tiene un supuesto que no comparto, porque creo que lo que escribo es muy fácil de entender. El sentido de la vida, por ejemplo, está escenificado sobre varias situaciones que buscan dilucidar el sentido de la vida. El oficio de sobrevivir está narrado por una serie de personajes que tratan de aprender el oficio de sobrevivir. La distracción, por último, está protagonizada por un personaje que cree que el sentido de la vida y el oficio de sobrevivir son, precisamente, la distracción. Más fácil, la verdad, me parece imposible.
     -¿Existe algo así como una clave para ingresar a –y entender– la literatura?
      -Sí, claro, por supuesto que hay una clave (o varias), pero es un secreto, y los grandes se lo llevan a la tumba, por eso son grandes, y por eso los seguimos leyendo.

miércoles, 1 de enero de 2014

Granada literaria II

       Así que cuando uno llega a esta exquisita ciudad lo primero que tiene que hacer es dar gracias por el sentido de la vista (no de la vida). Asumir, ante todo, que uno es afortunado. No importa si cae una leve llovizna o si pesa el equipaje. No importa si están arreglando la calle o el empedrado se empeña en detener nuestro avance. No importa, sobre todo, si uno está tentado de parafrasear al gran Constantinos Kavafis: “Cuando emprendas tu viaje a la Alhambra / pide que el camino sea largo”.
       Sin duda, el lugar ideal para alojarse es la residencia “Carmen de la Victoria”, en la cuesta del Chapiz, en cuyo living aún está el piano con el que García Lorca solía deleitar a los pasajeros en tránsito. Pero uno no se puede engolosinar demasiado, ya que aún hay que cumplir con obligaciones académicas (una clase inaugural, género indómito por excelencia) y para ello recorrer las calles curvas, empinadas, angostas, en busca de la facultad de Filosofía y Letras, situada en un edificio cuyo brutalismo hi-tech es una muestra de la convivencia armónica de lo arcaico con lo novedoso (una constante en toda Granada), y que recuerda un poco a la Universidad Central de Caracas (patrimonio de la humanidad).
       Allí, en el Campus Cartuja (no de Parma), uno puede encontrar a su Hada Madrina (¿será una Sílfide o una Nereida?), y entonces, como si durante la caminata nos hubiéramos deslizado imperceptiblemente en otra dimensión, de pronto uno siente que está dentro de un relato fantástico, en el que nada es imposible y todo puede pasar.
       “Pide que el camino sea largo”, continúa Constantinos, “que muchas sean las mañanas de verano”, en que bajes la cuesta con calma, guiado por tu Ana Madrina (definitivamente una Nereida, de Marbella), en dirección al mejor restaurante (secreto) de la ciudad. Ella, con su simpatía y magia andaluza, te mostrará las pequeñas tiendas fenicias y egipcias, donde luego te harás de hermosas mercancías, practicando el viejo arte del regateo. Así, mientras respiras el aire mediterráneo, te asaltará el recuerdo de la bella ciudad inglesa de Bath (deberías agradecer también que has tenido la suerte de vivir allí), acaso por el común antepasado romano que, a más de 15 siglos de distancia, aún se percibe en la arquitectura urbana.
       Después darán una vuelta por la plaza de la trinidad, y ahí dejarás que el violinista local reconozca tu acento argentino, para que se luzca con un tango que, por supuesto, no puede ser otro que “Volver”. Ahí deberán improvisar unos pasos como si realmente supieran bailar. Sentirás que es un soplo la vida, que veinte años no es nada, que febril la mirada, y que no es una dádiva sin gracia. Tal vez, porque “el viajero que huye, tarde o temprano detiene su andar”, de pronto, tu Hada Madrina (¿será Halia o será Galatea?) se despedirá, no sin antes sentarte frente a unas cañas con los nuevos amigos: Munir, Gonzalo, Tiffany, José Gabriel y Antonio Ginés, docentes, editores, escritores y filólogos del futuro.
       Así, disfrutarás de sus historias nórdicas y marroquíes, y te dejarás conducir por pubs y bares de tapas hasta llegar a La Tertulia, el refugio literario de la ciudad, regenteado por un cordobés argentino (la aclaración, acá, es pertinente) que tiene el honor de haber recibido la visita de Borges y Di Benedetto, nada menos. Es cuando alguien propone ir a la Alhambra en ese mismo momento, en plena noche, para colarse por un lugar secreto que sólo conocen los jóvenes, donde dormita un guardia gordo y en muy mal estado atlético: “Nunca nos alcanzaría si nos quiere correr”, acotan todos. Hay que reír con ganas de la ocurrencia, agradecer la invitación y, por supuesto, declinar la oferta. No sea cosa que en vez del guardia aparezca el famoso jinete sin cabeza de Washington Irving.
       Ahora ya falta poco, porque has dejado lo mejor para el último día: La Alhambra. Levantarse temprano, desayunar bien y emprender el camino ascendente del cerro de Medina es la tarea mañanera. Allá arriba, cerca de la entrada, estarán esperándote los versos de García Lorca: “Quiero bajar al pozo / quiero subir los muros de Granada / para mirar el corazón pasado / por el punzón oscuro de las aguas”. En la calle Real (nombre borgeano-saereano si los hay) te aguarda el recuerdo de Manuel de Falla (que vivió allí entre 1920 y 1922), esta vez homenajeado en las sabias palabras de Juan Ramón Jiménez: “Se fue a Granada por silencio y tiempo, y Granada le sobredió armonía y eternidad”.
       Entonces sí, luego de resistir la fuerte tentación de mudarte a Granada para siempre, ya sólo queda entrar a esa fortaleza roja y recorrerla de punta a punta: El Palacio de Carlos V, la plaza de los aljibes, la alcazaba, el mexuar, el patio de los arrayanes, la puerta de la justicia, el Generalife, y el partal. Por fin, si es posible, hay que detenerse exhausto en el célebre patio de los leones, donde ya no es decoroso pensar, ni hablar, ni escuchar, ante tanta belleza, y sólo se puede optar por el silencio, porque es allí, precisamente allí, donde mueren las palabras.