jueves, 3 de marzo de 2016

Fuentes de (lo) Real: Orígenes de la identidad narrativa

Por Marcelo Damiani
& Pablo Orlando


I

       Borges siempre tuvo una relación problemática con “Hombre de la esquina rosada”. Al principio, cuando lo estaba escribiendo, no sólo tenía que ver con su calidad de poeta que se atrevía con una narrativa violenta –hecho que le hizo esconder su autoría tras un seudónimo para no ser descubierto por su madre–, sino que también con el tiempo su propia estética se fue alejando de ese criollismo exacerbado esgrimido en el cuento; por último, nunca le fue fácil digerir la fama que adquirieron esas páginas, opacando a sus grandes obras maestras. Quizá con Hombre de la esquina rosada (1961) de René Mugica pasa algo parecido. Muy pocos espectadores pudieron despegarse de su ambientación criollista, y casi nadie reparó en sus méritos metafísicos, una auténtica interpretación de todo el universo borgeano en clave cinematográfica.
       “Hombre de la esquina rosada”, a través de una primera persona anónima, cuenta el enfrentamiento entre los guapos Rosendo Juárez y Francisco Real, y las imprevistas consecuencias de ese acontecimiento fallido. La adaptación a la pantalla conservará el ambiente de compadritos, con la consiguiente ética del coraje y la estructura policial del relato. Sin embargo, el film va a girar sobre esa suerte de vacío o punto ciego a partir del cual se construía el texto original: ¿Por qué Rosendo Juárez se niega a pelear con Francisco Real?
        La película desliza las características policiales del cuento hacia el terreno fantástico con un doble movimiento. Primero, paradójicamente, acentuando las coordenadas costumbristas, situando la acción el 25 de Mayo de 1910 y ambientándola en medio de los festejos carnavalescos; y segundo, al proponer a Francisco Real como una adaptación o doble de Nicolás Fuentes, personaje fantasma por excelencia. Borges, en “Historia de Rosendo Juárez” (cuento posterior al film y en franco diálogo con él), argumentará que la negativa a pelear se debe a un reconocimiento o identificación, como si las pasiones comunes constituyesen e indiferenciaran a los contendientes, como si ambos fueran el prototipo o el ideal del cuchillero. Es así que se podría hablar de una posible reescritura de “William Wilson” de Edgar Allan Poe.
       El coqueteo con lo fantástico en la película de Mugica no sólo puede ser vista como una alusión a la totalidad del mundo borgeano, sino también como una marca intertextual que comporta una contaminación irreductible de todos los textos. De ahí la construcción y deconstrucción constante del nombre propio (Real) y de la identidad (de Fuentes devenida Real). Esto es muy evidente si repasamos la identificación de Real con Fuentes tal como se va construyendo en el transcurso narrativo de la película.
       En un primer momento sabemos que Don Carmelo es un anciano ciego que pide el indulto de Fuentes a un caudillo político. El día de la liberación, Centenario de la Revolución de Mayo, se destacan el cuerpo de un muerto y Francisco Real. El hecho de que a la salida de la prisión el guapo y Don Carmelo no se reconozcan no sólo es un indicio de lo que se revelará más tarde –Real no es Fuentes–, sino que también marca la imposibilidad de ver la diferencia entre uno y otro –tal como sucederá después.
       El primer lugar en el recorrido de Real es la que fuera la pensión de La Lujanera. Cuando la casera le pregunta si ha estado antes ahí, él responde que sí y no. Luego, su mirada recorre la habitación en un plano subjetivo, en el que el lugar del sujeto que observa permanece desplazado, vacío, listo para ser ocupado por cualquier observador. El mismo recurso, con su consiguiente efecto de reminiscencia, es utilizado en la visita que Real hace a la casa paterna de Fuentes. Con ciertas reservas, aún es fácil confundir a un guapo con otro. Recién en la escena siguiente sobrevendrá el desdoblamiento, y paradójicamente, comenzará a operarse una verdadera fusión metafísica.
       Por boca de su primo nos enteramos que Fuentes ha muerto en prisión, recordamos el cadáver visto al principio y comprendemos que el guapo al que acompañamos en el devenir del relato es otro. Mugica termina de marcar la diferencia y la relación fantasmal entre los dos guapos de la siguiente forma. Hace caminar a Real delante de una ventana cuyo vidrio duplica su imagen, como si el otro lo estuviera guiando para que avance en la dirección correcta. Después hace que se cruce con Don Carmelo y que éste lo palpe como si lo reconociera; por último, produce un azaroso encuentro con Ramón Santoro, otro de los enemigos de Fuentes: Real lo enfrenta y lo mata, y desde ese momento ya no puede evitar sentirse predestinado. Un haz de luz que se refleja en la hoja de su cuchillo y que ilumina su rostro parece confirmar tal sensación. Sin más, el guapo emprende el viaje al Sur –punto cardinal clave en la poética borgeana– y cuando irrumpe en el baile ya es el Otro. La Lujanera lo ratifica, luego de mirarlo a los ojos: “Es él”, asegura –aunque nunca lo ha visto antes–; y las palabras del propio Real ya no dejan lugar a dudas: “Yo soy Nicolás Fuentes”.


II

       El tema del doble pone en juego otro de los tópicos recurrentes en Borges, y abre una nueva relación textual: Las claves filosóficas de Schopenhauer. El pensador alemán sostenía que el mundo es una representación de una realidad subyacente a la que daba el nombre de Voluntad. El nacimiento y muerte de todo lo que existe, para él, no era otra cosa que la manifestación de esta entidad. La Voluntad es una unidad que juega a multiplicarse y a enfrentar a las formas resultantes. En el film, Fuentes y Real son la actualización de esta unidad.
       En “El encuentro” (cuento incluido en El informe de Brodie) Borges narra la historia de dos amigos que por empuñar los cuchillos de dos enemigos terminan luchando hasta darse muerte. Este procedimiento, como el de la película, pone en escena el juego de la individuación y del necesario enfrentamiento para conseguir un retorno mítico a la unidad perdida. Sólo ella es real, mientras que los individuos son imaginarios. Este es el origen de la cobardía de Rosendo Juárez, como el mismo personaje la expone en el cuento anteriormente citado. Si él se niega a pelear, no es porque quizá quiere salir del círculo político del compadrito, o sólo porque intuye que su oponente es invencible o inmortal (y acá resuena el eco de Macbeth de William Shakespeare), sino porque comprende la identidad de los opuestos, el borramiento de las diferencias, y por lo tanto, la falsedad del enfrentamiento. Se sabe títere de una fuerza superior, víctima de una farsa. Su decisión de negarse al combate es, en términos de Schopenhauer, negar la voluntad de existir. Cualquier otro continuaría con el juego. Es así que el Oriental tomará su lugar y dará muerte a Francisco Real. Tampoco es casual que el film resuelva este enfrentamiento en sombras, insinuando su carácter irreal, como si se tratara de una alusión a la caverna platónica. Sólo somos sombras pasajeras, fantasmas imaginarios con delirios de grandeza, como las imágenes que vemos o creemos ver todo el tiempo, y nadie es ni puede ser nunca real, especialmente Francisco Real.


III

       Ahora bien, la identificación de Real con Fuentes se da a través de la palabra. La voluntad deseante de Real no es más que el relato de los deseos de Fuentes. Fuentes es la fuente de Real. Y no parece haber nada que preexista a la palabra que constituye la identidad de Franciso Real. De esta forma se pone en evidencia que toda identidad es un relato, y la memoria una simple biografía, el género literario mediante el cual nos narramos nuestra historia vital. Así, siguiendo a Derrida, se puede decir que todo sujeto hablante se descubre en una irreductible secundariedad, debido a que debe extraer del campo cultural e histórico las palabras y la sintaxis de su propio relato, ya sea oral o escrito. El lugar originario, entonces, está escamoteado. No hay fuente real, dado que la palabra ya es una representación del sujeto, porque se ha generalizado el juego de la adaptación. No habría nada más allá de este juego de espejos donde no se puede diferenciar la copia del original. No somos más que el reflejo evanescente de otros reflejos que llamamos palabras, relatos, identidad.
       Hay un momento en el que encontramos esta aporía en el film. Es cuando Real acaba de matar a Santoro. La identificación con Fuentes se ha terminado de concretar al haber empuñado el cuchillo que lo posicionaba en el lugar del enemigo. Es el accionar de Real el que genera su intangible ser. Sin embargo, la luz que refleja la hoja del puñal y que ilumina su rostro parece indicar la imposibilidad de escapar a la mistificación. La metáfora es clara, literal, se podría decir que (casi) no es metáfora. La luz, tradicionalmente, es un elemento divino, y el cuchillo, en este caso, el transmisor de esa luz. Por lo tanto, el cuchillo ha venido a ocupar el lugar de la divinidad. Todo se indiferencia en el reflejo, en el puñal que refleja al cuchillero, en el cuchillero que refleja al puñal, en la luz que refleja la mítica unidad final.


IV

       Es precisamente el dispositivo del espejo al que recurre Jesús Martín Barbero cuando estudiar la importancia del rol del cine mejicano en la construcción de la identidad nacional. Su postura se basa en la interpelación que realiza dicho cine, al devolverles a los espectadores sus propias imágenes, voces y lugares. Una opción simple sería traducir ese esquema a nuestro análisis y atender a los múltiples tópicos costumbristas que presenta el cuento de Borges y la película de Mugica. Pero hacer esto sería esencializar determinada simbología, y con ello cristalizar la identidad, en lugar de priorizar el infinito proceso de su constitución.
       La identidad no es más que la aceptación de una simbología común, y así es como se configura la supuesta homogeneidad de todo grupo social que se pretende diferente de otros, como se da en la adquisición de una lengua en el caso de las identidades nacionales. En Hombre de la esquina rosada, concretamente, no se es hombre sino a partir del discurso del coraje, de la posesión de la mujer, y del acto de empuñar un cuchillo para conseguirlo todo. El rechazo de Rosendo Juárez a tomar el cuchillo que le tiende La Lujanera para defender sus posesiones lo deconstituye de su identidad masculina, y lo arroja a una diferencia que es su única opción de libertad momentánea, aunque corra el riesgo de devenir no ya en un cobarde, sino en una comadre. Este rechazo a las normas prestablecidas tiene su co-relato en el estilo levemente disnarrativo del film de Mugica, que se demora en la descripción de los festejos (fiesta que remite a la ausencia de jerarquías que posibilita todo juego) en vez de encauzar la historia de manera directa hacia el enfrentamiento final.
       Hombre de la esquina rosada, por último, nos muestra claramente que la identidad es un proceso de relación dialéctica en constante desplazamiento, un proyecto que se construye sin cesar a lo largo de nuestras vidas. Una posibilidad siempre abierta entendida como un horizonte de acción y libertad.