jueves, 3 de abril de 2008

Génesis

Por Alan Moon

       Antes que nada quisiera presentarme: Mi nombre es Alan Moon y mi debut en esta tarea ingrata generalmente reservada para hombres públicos -incluyendo al espécimen egocéntrico que osa escribir los prólogos a sus propios libros- obedece a una sola y simple razón: Soy un escritor temerario.
       También quiero aclarar que no me une compromiso alguno con nadie a la hora de escribir estas páginas. Por lo tanto, juro solemnemente ante un ejemplar de este mismo libro que todo lo que aquí se diga será la verdad, toda la verdad, y nada más que la verdad.
       Bien. Empecemos.
       El origen de esta historia merece un párrafo aparte.
       Era una de esas típicas mañanas de otoño un tanto calurosas. El Gato, seudónimo del autor, estaba sentado cómodamente en su oficina con los pies sobre el escritorio, esperando que la computadora con la que sostenía una tórrida partida de ajedrez se dignara a hacer su jugada: Mientras tanto, hojeaba un matutino a la espera de algo que entonara el mediodía. Una taza de café caliente humeaba sobre el escritorio desvencijado. Entonces, cuando los ojos del Gato se iban a fijar en la noticia escandalosa de turno, se escuchó al unísono el ruido de la puerta y el anuncio de la computadora que acababa de jugar. El Gato, en ese momento, levantó la vista y se encontró ante el hecho que daría origen a este libro. El resto es conocido.
       Y quiero aprovechar la ocasión para negar rotundamente las habladurías onanísticas que aseguran que este libro se inspira en los sucesos de notorio conocimiento que tanto conmovieron a la opinión pública. ¡No, Señor! Este libro, si bien se nutre de los ingredientes del citado escándalo, tuvo su origen en una partida de ajedrez. La misma que el Gato jugaba la mañana del célebre suceso. ¡Digno origen para el opus de un ajedrecista! Y no pido permiso para decirle a usted, estimado lector del ceño fruncido, que prefiero mil veces leer una novela escrita por un ajedrecista que soportar a los novelistas hablando de ajedrez.
       Ahora bien, no digo que esta novela sea perfecta. Padece, creo yo, de un éxito internacional demasiado misterioso. Desleída por los españoles, perdida por los alemanes, fragmentada por los canadienses, odiada por los uruguayos y robada por los chilenos, esta novela ha dejado su huella en demasiados lugares. Los españoles la juzgaron poco local y decidieron hacer una versión autóctona prácticamente sin leer el original. Los alemanes la perdieron en Stuttgart y con esa flema que los caracteriza decidieron que la encontrarían en Bonn cinco años más tarde; y así fue. Y los chilenos, más prácticos, decidieron plagiarla como estaba: Incompleta. Además, ya se han encontrado varias versiones piratas entre las que destacan la pornográfica uruguaya y la epistolar canadiense. Digno de mención es también su pasaje a la historieta asiática. Pero sin duda el que le ha hecho más justicia es David Revel. Su guión para película de dibujos animados es mucho más eficaz que el principio que lo sostiene. El célebre guionista le ha mostrado al mundo que hoy en día hacer buenas películas con actores de carne y hueso es casi imposible, demostrando así la gran verdad que encerraba su famosa frase: "El teatro mundial sólo es posible sin actores políticos".
       Todos estos gestos, sin embargo, han resultado de una inutilidad pavorosa. La gente va al cine o al teatro porque son lugares confortables donde se puede dormir tranquilamente. La literatura, de la misma forma, se presenta en la actualidad como el pálido reflejo de aquel ilustre invento excéntrico para combatir el insomnio ya denunciado por L. A. Peter. Su gran historia puede resumirse en las siguientes palabras:
       Había una vez un cavernícola que no podía dormir. Su esposa había probado todas las argucias del inexistente Kamasutra para convocar el sueño. Sus parientes le habían dado todo tipo de yerbas. Sus conocidos lo habían llenado de consejos extravagantes. Pero nada daba resultado. El hombre lo había probado todo. Sus ojos abiertos habían adquirido una redondez sempiterna y ya no daban la sensación de parpadear. Una madrugada, mientras pensaba seriamente en el suicidio, la caverna donde vivía se movió. Una piedra se desprendió del techo y el cavernícola la atrapó con ambas manos casi sin moverse. Al instante siguiente estaba dormido. Desde esa madrugada, cada vez que quería dormirse todo lo que tenía que hacer era tomar la piedra entre sus manos y mirarla fijamente. El sueño venía solo. Con el tiempo el hombre fue evolucionando y necesitó cada vez de más estímulos. Así, la piedra fue tomando una forma rectangular y dócil y sus asperezas empezaron a tener algún sentido.
       Había nacido la literatura.

miércoles, 2 de abril de 2008

¿Qué es el hombre?

Por Marcelo Damiani

       Las disciplinas humanísticas siempre han tratado de responder esta pregunta acuñando modelos semejantes a la ya clásica locución latina Homo Sapiens. Esta denominación de Linneo, fundador de la taxonomía científica moderna, se convirtió con el tiempo en la primera concepción del hombre que, según Max Scheler, es una creación conceptual del mundo griego, y corresponde a la creencia de que el ser humano se diferencia de la naturaleza por la razón, suerte de agente divino que lo eleva por sobre el mundo animal. Tal vez como consecuencia del descubrimiento de que el hombre no era tan sabio ni tan razonable como se pensaba nació la idea de Homo Faber, suma de concepciones naturalistas y pragmáticas donde la diferencia con la naturaleza ya no sería de esencia, sino de grado, y el hombre se definiría en función de los instrumentos y herramientas que fabrica para saciar sus instintos de poder y dominación. Johan Huizinga va a considerar que el hombre es básicamente alguien que juega y lo llamará Homo Ludens. Giovanni Sartori pondrá el acento en la visión y lo visual para hablar del Homo Videns, que tiende peligrosamente hacia el Homo Insipiens (necio, ignorante). Actualmente casi nadie habla del Homo Oeconomicus, quizá porque ya nos han convencido de que es el único criterio que debe regir nuestras vidas. En 1995 Giorgio Agamben va a publicar un libro que introducirá, desde el mismo título, la perturbadora denominación de Homo Sacer...

       La nota completa acá.

martes, 1 de abril de 2008

Plata tirada

Por Marcelo Damiani
& Pablo Orlando

       Cuando se estrenó en Argentina Plata Quemada de Marcelo Piñeyro, basada en el libro homónimo de Piglia, nadie se atrevió a criticarla demasiado, todos obviaron sus terribles errores de guión, como suele pasar cuando hay capitales nacionales en medio, y mucho menos si se trata de un director claramente mercantilista. Pero empecemos por el principio.
       Ricardo Piglia, desde sus primeros textos, mostró una clara inclinación por la síntesis. Así, ha tratado de aunar, tanto narrativa como teóricamente, a dos de las figuras que más se han leído como opuestas en la tradición literaria argentina; estamos hablando, por supuesto, de Borges y Arlt. En otro nivel, de la misma manera, se ha preocupado por conciliar en un mismo tejido indiferenciante literatura y teoría (filosófica), especialmente las ideas de Freud y de Marx.
       Su primera novela, Respiración Artificial (1980), un trabajo donde ficción y reflexión se interpenetran indiscerniblemente, es tal vez el mejor exponente de su propuesta, cuyos lineamientos son también seguidos en su segunda novela, La Ciudad Ausente (1992), luego convertida exitosamente en ópera por el mismo Piglia y Gerardo Gandini. Su tercer novela, Plata Quemada, ganadora del controvertido Premio Planeta en 1997, parecía desentenderse de los postulados que sustentaban su obra previa. La recepción crítica así pareció entenderlo, al señalar su apuesta genérica, claramente narrativa y realista, y el particular acento en la pintura de personajes y en el valor testimonial de la historia. Sin embargo, estas mismas características pueden ser vistas como absolutamente fieles al proyecto pigliano, y toda la novela puede ser leída como una reflexión estética, en clave narrativa, de los postulados marxistas. El epígrafe que abre el libro, la famosa pregunta de Brecht que el mismo Piglia utilizara para referirse al género policial, así lo explicita: "¿Qué es robar un banco comparado con fundarlo?". Según Marx, el crimen es la esencia del Capitalismo, pues toda su arquitectura se edifica sobre la plusvalía, la ganancia que genera el proletario con su fuerza de trabajo en el proceso de producción, y que le es sustraída por el capitalista. La ley, dictada por las clases poseedoras, no hace más que perpetuar el statu quo, el crimen originario sobre el que se funda la sociedad. Y es por eso que ningún crimen puede transgredirla sin también volver a proclamarla. La trama de la novela, un robo a un camión de caudales por parte de tres delincuentes utilizados por autoridades políticas y policiales, parece ejemplificarlo. Con un estilo lacónico pero firme, el relato de Piglia se extiende desde la preparación y la ejecución del asalto hasta la previsible reducción y muerte de los delincuentes, pero deteniéndose en el perverso entramado político-policial en el que está envuelto el delito. La novela parece sostener que, en un régimen de corrupción y crimen generalizado, la transgresión sólo puede ser el acto que le da título: Quemar la plata -destruir el fetiche. Así, entonces, el castigo ya no es por la supuesta transgresión del robo, sino por la destrucción del capital. El título del libro, desde este punto de vista, es una clara metáfora de la única transgresión posible en un mundo fundado por el crimen. Quemar la plata es el crimen de los crímenes, una suerte de suicidio que no puede ser digerido por la sociedad, porque es una vía muerta, una posibilidad sin posibilidad, la disolución de toda existencia, y con ella, de todo marco legal.
       La opción de la novela, la elección del género policial, no hace más que radicalizar la crítica marxista a un orden que se pretende verdadero y natural, pues lo propio del género es el trabajo, las normas por las cuales construye y modela aquello que llamamos realidad.
       La película de Marcelo Piñeyro, si bien mantiene el título y la anécdota de la novela, focaliza sobre la relación homosexual entre dos de los delincuentes, algo totalmente lateral en el libro, prometiendo así desplazar la lectura desde lo económico a lo sexual, es decir desde Marx a Freud.
       No está de más señalar que Marcelo Piñeyro es un director exitoso, pero en decadencia. Su primer película, Tango Feroz (1993), tuvo 2 millones de espectadores; la segunda, Caballos Salvajes (1995), llevó a las salas cerca de un millón, y la tercera, Cenizas del Paraíso (1997), alrededor de 800.000. Su estilo cinematográfico se inscribe en una estética realista y narrativa que lo emparenta con el cine norteamericano, a lo que más comúnmente llamamos Hollywood, lo que hacía pensar que el material de la novela sería provechoso para sus características. Sin embargo, la película condensa la estructura policial del libro en los primeros minutos, y luego la coloca en un segundo plano, para dar lugar a la historia de amor entre el Nene y Ángel (el personaje español que reemplaza al Gaucho Dorda de la novela). El resultado es un film moroso, que se regodea en dejar el relato a la deriva y centrarse en el conflicto de los personajes, reduciéndolo a una serie de situaciones histéricas sin sustento psicológico ni narrativo.
       Hubiese sido interesante reformular los postulados teóricos de Piglia en función de la "anómala" relación sexual, porque el erotismo homosexual escapa a la noción de sexualidad normalizada, socialmente funcional y armónica, y se convierte en una aspiración desbocada análoga a la transgresión que en el texto de Piglia es quemar la plata. Pero en la película no hay vehículo estético para tales planteamientos. De ahí que el film resulte un híbrido carente de ritmo y de pathos, apático, visualmente débil y dramáticamente deficiente.
       Acaso porque se trata de una inversión importante para una cinematografía alicaída como la argentina, o porque quizás resulte políticamente incorrecto criticar un film que reivindica la diferencia, la recepción crítica se mostró indulgente, señalando en igual medida aciertos y desaciertos. Aunque algunos comentarios fueron inusitadamente elogiosos, como el del crítico de Clarín Pablo Scholz: "Lo que vuelve a Plata Quemada una película imprescindible, en la medida que es necesaria para este momento del cine argentino, es su apuesta, los riesgos que corre", o el de Diego Batlle, en el diario La Nación, en ciertos pasajes: "La apuesta es fuerte, provocativa, no apta para espíritus impresionables o conservadores, porque se arriesga hasta límites muy pocas veces vistos en el mojigato cine argentino en la exaltación de una relación homosexual, en el consumo de drogas duras, en la presentación de desnudos frontales tanto masculinos como femeninos o en pasajes de violencia seca, por momentos brutal". Cabe imaginar cual hubiera sido la actitud del periodismo si la película no estuviera respaldada por tantos capitales, o si no se amparara en el reclamo de derechos para una minoría sexual.
       "Yo no sé si hubiera podido hacer Plata Quemada sin ver Happy Togheter", declaró Piñeyro al diario argentino Página/12, refiriéndose al film sobre una pareja de amantes homosexuales taiwaneses que viven en la Argentina, filmada por el también taiwanés Wong-Kar Wai. Pero lo que en el film oriental era una clara apuesta en favor de la imagen, aún en detrimento de una historia casi inexistente, acá es algo así como un balbuceo visual sin lógica ni ideas. Así como hay escritores que privilegian la prosa por sobre las historias, Piñeyro parece haber querido dejar de lado la trama para abocarse a las imágenes (la prosa del cine), desnudando sus flaquezas al desentenderse de su habitual estilo narrativo.
       Aunque tal vez no debamos atribuir todas las razones del fracaso a sus limitaciones cinematográficas, y quizás ver hasta qué punto los compromisos que comporta toda gran producción atentaron contra sus intenciones. Como parecería indicarlo la elección de los actores, la mayor parte jóvenes de gran popularidad televisiva, y los reclamos airados de los responsables de la película frente a la calificación de prohibida para menores de 18 años, lo que le restaría importantes dividendos provenientes del público adolescente, para cuya captación estaría conformado el casting. Tal vez las ambiciones estéticas de Piñeyro, su deseo de hacer pasar el relato del robo por la subjetividad alienada de la pareja de amantes, hubiese llegado a buen puerto de no haber mediado intereses económicos contrapuestos.
       Irónicamente, todo este contexto parece remitir mucho más a la lógica de la ley y el crimen expuesta por Piglia en su novela que a la de la película misma. Y nos recuerda lo que dice Maurice Blanchot del arte: Que por querer ir más allá, cae en su propia trampa, pues sólo puede tener lugar en el mundo, es decir, más acá. La transgresión artística, desde este punto de vista, es entonces una paradoja o una parodia. Parodia en la que inconscientemente caen los responsables de Plata Quemada, cuando queriendo transgredir sin estar dispuestos a inmolarse, se hacen aún más cómplices de la ley del Mercado. Este estado de cosas, paradójicamente, es quizá el único beneficio simbólico para Piglia, el damnificado autor del libro original, mientras los responsables de la película se lleven toda la plata, aunque no seguramente para quemarla.


Publicado en la revista Lateral de Barcelona (Nº 73 - Enero de 2001).