martes, 3 de septiembre de 2013

Marcelo Damiani y el oficio de escribir

Por Marcella Solinas 

       Cuenta la leyenda que Witold Gombrowicz, residente desde hacía mucho tiempo en Argentina, y desde el barco que lo llevaría de vuelta a Europa, le gritó a sus amigos: “¡Maten a Borges!”. ¿Por qué? Por un lado, porque el maestro argentino sentía hacia el polaco cierta aversión y había puesto su veto a la financiación de la traducción al español de Ferdydurke. Por el otro, por una cuestión de orden intelectual. El excéntrico Gombrowicz, como todos los excéntricos, estaba convencido de que el camino artístico y vital de un escritor debe pasar –paradójicamente– por lo que años después Harold Bloom definió como la separación del efebo del poeta padre. Pero si para el crítico estadounidense se trata de un proceso natural e indoloro, para otros la independencia puede tener un precio muy alto. Para citar sólo un ejemplo, pensemos en El juguete rabioso (1926) de Roberto Arlt, donde el universo literario se concreta a través de un auténtico saqueo (acto criminal y, por lo tanto, supuestamente peligros, y bien lo sabe el joven protagonista de novela) de los padres: El robo en la biblioteca. La relación con los precursores es siempre compleja. Sin embargo, hay algunos episodios dichosos en la historia de la cultura en los que nuestros predecesores parecen ofrecernos no tanto una plantilla de estilo sino un método. Piglia, en un programa-conferencia de la televisión pública argentina, la literatura rioplatense le debe a Borges la invención de una literatura “fantástica” y, sobre todo, el desarrollo de un método que cualquiera puede seguir. Piglia compara al autor de El Aleph con el inventor del soneto, que no nos ha dejado sólo los poemas, sino una forma poética para jugar. Si se miran las cosas desde este punto de vista, parece difícil poder matar a Borges, o evadir su presencia en la literatura argentina. Tal vez el tiempo lo haga, como lo ha hecho con su esencia mortal: Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro» (1) establece el argentino en el famoso poema en prosa "Borges y yo, pero ese momento aún no ha llegado.
       Borges y Macedonio Fernández (siguiendo con Piglia) escribieron “ficciones conceptuales”. Pero su objetivo, tal vez sin proponérselo, era permitir que otros pudieran realizar la voluminosa novela a la que tan a menudo aluden. Concepto y realización, así, se encuentran en El oficio de sobrevivir de Marcelo Damiani.
       Nacido en Córdoba en 1969, graduado con honores de la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, Marcelo Damiani es considerado por muchos intelectuales rioplatenses como una de las voces más originales de la escena argentina de los últimos veinte años. En su primera novela, Adiós Pequeña (1995), revisita el género policial de forma amena, paródica, guiñando un ojo tanto a la tradición literaria argentina como al mundo del cine, y de inmediato poniendo de relieve dos de las principales características de su obra: La intertextualidad y la ironía.
       Su segundo libro, El sentido de la vida (2001) puede ser considerado el primer capítulo de una trilogía involuntaria que, junto con El oficio de sobrevivir (2005) y La distracción (2013), explora las dificultades de estar en el mundo, sin abandonar ese aire humorístico que siempre caracteriza su escritura. Damiani le hace guiños desde el título a la obra de Cesare Pavese. Del autor de Il mestiere di vivere, retoma el tono de “diario”, y especialmente el angustioso análisis que Pavese hace de sí mismo y de sus relaciones con los demás, en el difícil esfuerzo de “construirse” día tras día, como hombre y como escritor: Una lucha sin cuartel en la que el protagonista, en la medida en que adquiere conciencia de sí mismo, advierte cada vez más la apremiante sensación de estar en otra parte, y de no coincidir con los demás. Damiani, aunque en tono de broma, abre un intersticio en el montaliano “mal de vivir” que azota a todos sus personajes, unidos por “el inconveniente de haber nacido”. Habla de la sensibilidad oculta tras las apariencias superficiales y oportunistas, trata con versatilidad problemas de implicaciones filosóficas como la muerte, la felicidad, el suicidio, la depresión, la verdad y la falsedad, pinta un cuadro alegremente nihilista de la existencia contemporánea y del problema de la auto-construcción. Por supuesto, esta cuestión –tanto en Damiani como en Pavese– es también la base de la relación entre el escritor y la literatura: La obsesiva búsqueda de un “estilo” (basada en una profunda conciencia de sí) que contiene inevitablemente el peligro de artificio. La mirada del otro puede convertir el estilo en una “máscara”; y luego se hace difícil distinguir la auto-construcción de la fuga de uno mismo, de la tendencia a ocultarse a los demás y ser de manera auténtica. La elección –no al azar– del verbo “sobrevivir” se refiere, además de a Pavese, también a algunas reflexiones de Derrida. El filósofo francés, en sus estudios sobre Blanchot (2), desarrolla el concepto de supervivencia entendida como una experiencia y un deseo fundamental que va más allá de la vida y la muerte. Es una reflexión sobre la interconexión –y no sobre la oposición– entre la vida y la muerte, y la supervivencia puede, de alguna manera, coincidir con la escritura que es capaz de producir una huella al mismo tiempo definitiva y sujeta a variaciones infinitas. La escritura como sopra-vivenza, según observa Garritano, toma por lo tanto «la forma de un juego en el que el evento en su singularidad se refiere a la nueva presentación, por lo que se abre el escenario de la repetición, del eterno diferir, de una llegada incesante».
       Precisamente la forma del juego es otra piedra angular de la obra del argentino. El oficio de sobrevivir, de hecho, puede ser leído como un divertimento lingüístico e intelectual. El mismo Damiani, en una entrevista con título emblemático, “Escribir es una lucha contra el mundo (4), afirma que considera la literatura un ejercicio lúdico. Lector sagaz y atento del cubano Guillermo Cabrera Infante y de su compatriota Héctor Libertella, Damiani es un equilibrista de la lengua, y la preocupación por la forma se traduce en sus obras en una constante investigación sobre el género y los procesos creativos.
       Para volver al efecto de la provocación de Gombrowicz, básicamente nos enfrentamos con el problema de la tradición: Damiani lector de Borges, o incluso de Eduardo Holmberg y Onetti. Pero no es tan importante tener la certeza de la fuente filológica, sino saber que la obra del autor de El oficio de sobrevivir se mide incansablemente con el canon literario. El bastión que representa es, para los que no lo establecen ni tienen el control hegemónico, a la vez carga pesada y herramienta analítica. Como carga es una presencia constante en la reflexión y la práctica literaria; como herramienta de análisis, se convierte en el lugar en el que operar excepciones a la regla, producir discrepancias y elaborar parodias. Nos damos cuenta entonces de que hay una visión Argentina (y podríamos ampliar esta tendencia a toda Latinoamérica) de la literatura. El género policial, el fantástico, la ciencia ficción son los procedimientos en los que, al igual que en las oposiciones fonológicas de Trubetskoy (otro guiño a Ricardo Piglia de “La loca y el relato del crimen” (5)), los elementos comunes son mayores que las diferencias. Uno de estos elementos es precisamente la falsificación de la realidad mediante la creación de una ficción. Y es emblemático que esta distorsión de la percepción correcta del mundo implique también el autor de la novela. ¿Quién escribió qué? El gran metafísico Pierre Menard, el policial del robo de identidad, y la ficción de la manipulación de la memoria se mezclan en una sola ráfaga de carácter realista, que es la visión de la vida como una conspiración: «Como es conocido, fue Karl Popper quien señaló el problema con su habitual claridad: Esta teoría “es similar a la detectada en Homero. Éste concebía el poder de los dioses para que todo lo que pasara en la llanura ante Troya fuera sólo un reflejo de las múltiples conspiraciones urdidas en el Olimpo. La teoría social de la conspiración es en realidad una versión de este teísmo, es decir, de la creencia en la divinidad cuyos caprichos o deseos gobiernan todas las cosas”.
       En El oficio de sobrevivir es posible encontrar diferentes tipos de texto y referencias a varios géneros literarios. Los hechos narrados en los seis capítulos del libro (a los que hay que añadir el prólogo) se desarrollan en una “isla” imaginaria, un espacio legendario y claustrofóbico, espejo de la realidad contemporánea y, al mismo tiempo, metáfora de la obra literaria. A primera vista, los capítulos parecen independientes entre sí, tanto es así que uno se pregunta si el libro no debe ser entendido como una colección de cuentos en lugar de una novela. Sin embargo, a medida que se avanza en la lectura, las diferentes historias comienzan a entrelazarse, como los rumores de un coro en el que nadie escucha al otro, y nos damos cuenta de que ningún capítulo puede considerarse concluido y autosuficiente. Es el sello estilístico de Damiani, cuyos libros se refieren siempre a los textos anteriores o anuncian obras posteriores: Pensar, por ejemplo, en los prólogos del escritor ficticio Alan Moon, o en los personajes que viajan de una novela a otra (como Tolver y su vuelta a la vida en La distracción).
       Damiani conoce el complejo funcionamiento de los laberintos narratológicos, e inserta en la trama innumerables bifurcaciones, sin perder el control del universo que él creó. Apuntala la narración con enigmas e impulsos típicos del género policial para luego converger en una suerte de centro, donde las ramificaciones de la historia terminan cruzándose con gran naturalidad. Este centro, en El oficio de sobrevivir, está representado por la agobiante historia de un escritor que, víctima de una amnesia misteriosa, no recuerda que él escribió la novela que su editor le atribuye y quiere publicar a toda costa. Podríamos concluir que la intratextualidad es intertextualidad e hipérbole. No sólo se citan otros universos literarios, precursores o no, sino también el del mismo autor, y todo se convierte en un mapa de referencias que se cruzan, se separan y vuelven a conectarse. Entonces el lector participa con el autor en un debate sobre los problemas de la escritura, en la que el mundo de las grandes editoriales, los funcionarios culturales y los premios literarios son vistos bajo una luz al mismo tiempo sórdida y humorística. Los personajes, un jugador de ajedrez, un escritor bloqueado, un editor fraudulento, una joven hermosa y deprimida, un periodista frustrado y una esposa insatisfecha, como piezas en un tablero de ajedrez, toman poco a poco conciencia de su situación y tratan de rebelarse contra su destino, pero están a merced de la “lotería” que los domina y limita su elección.
       Dentro de este marco, Damiani expone sus pasiones de siempre: El cine, la literatura, el ajedrez. Las influencias cinematográficas del autor asoman un poco en todas partes. Damiani no es uno de esos escritores –tan de moda hoy en día– que puede presumir de una “prosa cinematográfica”; en sus libros el séptimo arte es más bien como un modelo y un intertexto. En la novela, algunos episodios se pueden leer desde diferentes puntos de vista, la misma situación es contada desde ángulos diversos: No hay sólo una clave, y mucho menos una sola verdad. Imposible no pensar en un clásico como “Rashomon” de Kurosawa, pero igualmente obvio es el enlace con los hermanos Coen, en especial con Barton Fink, o con el cine de David Lynch (referencias que sugieren una fuerte tendencia a la mistificación y a la auto-representación). La película, sin embargo, se rompe en la narración de una manera directa en las páginas dedicadas a Brasil de Terry Gilliam, el film en el que, al igual que en la novela, los límites entre el plano de la realidad y el de la ficción son más bien débiles. La narración acompaña esta reflexión sobre la propia narrativa; la literatura habla de sí misma tomando las técnicas de la tradición postmoderna o al menos de esa tendencia irresistible que en Occidente estamos acostumbrados a llamar así. Pero la idea de incluir en el texto la reseña de una película también se ubica en la estela de una tradición iniciada por Macedonio Fernández y Borges. Más que un “post” mundo este sería, pues, un “ex” mundo. Ex-centrum, excéntrico. La obra literaria es un centro de gravedad hacia el cual converge el conocimiento del escritor. Brasil deja de ser en sí mismo para convertirse en la alteridad. Es decir, deja de ser una obra terminada, para regenerarse en otra obra. Es una forma de egocentrismo pero que implica una responsabilidad: Poner todas las piezas en su lugar.
       Y esto nos lleva al ajedrez.
       Todos sabemos cómo funciona el juego. Un número finito de reglas puede comprender un número infinito de combinaciones que producen resultados imponderables en el intento de llegar a la perfección dinámica de las formas, y, por lo tanto, a la derrota del oponente. La realidad combinatoria de un jugador prevalece sobre el otro y lo aniquila. La literatura tiene, en parte, esta tarea. Enfrentarse a los “hechos”, encubrirlos, redefinir su tiranía brutal.
       Como escribía Octavio Paz: «La relación entre sociedad y literatura no es la de causa y efecto. El vínculo entre una y otra es, a un tiempo, necesario, contradictorio e imprevisible. La literatura expresa a la sociedad; al expresarla, la cambia, la contradice o la niega. Al retratarla, la inventa; al inventarla, la revela» (7).
       Es por esta razón que el total artificio de Marcelo Damiani tiene una exigencia de solidez. Como en el tablero se aplican reglas peculiares de reproducción de la experiencia, de la misma forma, en la isla literaria de Damiani (y en aquellas de sus precursores, la de La invención de Morel, por ejemplo, donde la realidad se reproduce por una máquina) las reglas de la realidad son dictadas por las posibilidades combinatorias de la literatura. Si esto puede determinar la percepción del mundo, conduce inevitablemente a la construcción de su fenomenología. El ser como voluntad y representación, por lo tanto, es un laberinto adicional de cuentos y narraciones. Ya lo dijo Roquentin en La náusea: "Para que el suceso más trivial se convierta en aventura, es necesario y suficiente contarlo. Esto es lo que engaña a la gente; el hombre es siempre un narrador de historias; vive rodeado de sus historias y de las ajenas, ve a través de ellas todo lo que le sucede; y trata de vivir su vida como si la contara" (8).
       El oficio de sobrevivir se infiltra de esta manera en las intersecciones de los géneros literarios, en la intertextualidad exacerbada; en la realidad como constructo ficticio; en el laberinto. Geometrías y variaciones sobre el tema de la apropiación literaria son el sello distintivo de la novela de Damiani, y, al mismo tiempo, la forma en que aparece en la tradición literaria rioplatense. 

1. Jorge Luis Borges, “Borges y yo”, El hacedor, Alianza, 1996, Madrid, p. 70. 
2. Cfr. Jacques Derrida, Parages, Galilée, París,1986.
3. Francesco Garritano, Sul bordo della legge, en Jacques Derrida, Paraggi. Studi su Maurice Blanchot, Jaca Book, Milán, 2000, pp. 17-18, (Traducción mía).
4. Gustavo Pablos, “Escribir es una lucha contra el mundo, en La voz del interior, Córdoba, 16 septiembre 2006, p. 8.
5. Cfr. Antonella de Laurentiis y Loris Tassi (eds), Inchiostro sangue, antologia di racconti e saggi sul Río de la Plata, Edizioni Arcoiris, Salerno, 2009, pp. 33-41.
6. Giulio Giorello, "Verità manifeste e verità segrete", en Ranieri Polese (editores), Il complotto. Teoria, pratica, invenzione, Guanda, Parma 2007, p. 23. (Traducción mía).
7. Octavio Paz, Tiempo nublado, Barcelona, Seix Barral, 1987, p. 162. 
8. Jean Paul Sarte, La náusea, Madrid, Alianza, 2011, p. 66.

lunes, 2 de septiembre de 2013

Las estrellas según Rey



Por Marcelo Damiani

       Reynaldo, al principio, era simplemente Rey. Reinaba, soberano y autárquico, sobre sus padres, tíos, abuelos y amigos de la familia sin ningún tipo de obstáculos u oposición. Sólo tenía que emitir un sonido gutural y cansino y señalar el objeto de su deseo para que su voluntad fuera cumplida inmediatamente. La vida, en esa época, consistía en individualizar la forma de las cosas que pululaban a su alrededor y luego tomarse el arduo trabajo de decidir si las quería ahora o después. Seguramente ahí estaba la clave para comprender su temprana fascinación por el cine, aunque él solía quejarse de que había llegado al séptimo arte bastante tarde. Su madre recién lo había llevado por primera vez a una sala poco tiempo antes de cumplir los 4 meses, a los 111 días de vida, para ser exactos, y esto, por supuesto, hablaba de un irrecuperable tiempo perdido. 

       El texto completo acá.

       La versión en inglés acá.

       La versión en francés acá.

domingo, 1 de septiembre de 2013

Hermeto

Por Marcelo Damiani

       Hermeto tenía una relación demasiado carnal con su propio nombre. Nada en él era claro. Ni bajo ni alto, ni lindo ni feo, ni gordo ni flaco, ni bueno ni malo; su verdadero ser parecía estar mucho más allá de este tipo de distinciones binarias. Era, eso sí, muy callado. La gente, por lo general, no notaba su presencia, y si lo hacían, rápidamente se olvidaban de él, como si fuera un fantasma inofensivo con licencia para aparecer en público. Incluso cuando emitía alguno de sus oscuros juicios categóricos –bastante a menudo, por cierto– los únicos que parecían escucharlo eran sus amigos. Tal vez por eso había llegado a sospechar que siempre, para ser oídos, era absolutamente necesario poseer el requisito previo de la amistad, como parecía confirmarlo el hecho de que nadie escuchaba mejor nuestros silencios que un amigo de verdad.
       A diferencia de muchos escritores, Hermeto encontraba muy estimulante la página en blanco, quizá porque la veía como una suerte de metáfora tangible del silencio. Pero también el color blanco (su favorito) y el silencio eran los progenitores del pensamiento; y Hermeto, como todo pensador puro, siempre estaba a la caza del pensamiento. Con el tiempo, sin embargo, se había dado cuenta de que el pensamiento era una especie de red –hermética, por supuesto– cuya única verdad parecía estar en los agujeros. Coherentemente, uno no podía cazar con esta red, sino que la red terminaba cazándolo a uno. Así, cuando era atrapado por su telaraña, era como si el cuerpo y el mundo desaparecieran juntos por arte de magia. El espíritu era transportado a otra dimensión, una zona o esfera donde no regían las leyes del universo, y cuya carta de residencia era tan inasible y efímera que casi no valía la pena tratar de conseguirla.
       La condición de permanencia en esa otra dimensión era una suerte de ley de encadenamiento o conexión involuntaria regida por la falta. Era como estar armando un rompecabezas una y otra y otra vez, aun a sabiendas de que cada vez que lo armáramos siempre iban a faltar varias piezas distintas, como si se turnaran para aparecer y desaparecer aleatoriamente. La apertura a este verdadero campo de juego parecía ser una cuestión de azar. Uno estaba ocupado en cualquier otra cosa –no importaba cuál– cuando de pronto nuestra mente era abducida, y al instante siguiente ya estábamos ahí. No obstante, convengamos que para muchos la forma ideal de convocar esta abducción era caminar, y Hermeto no era la excepción. En especial si tomamos en cuenta sus largas caminatas a toda hora sin que nunca importara el clima o el lugar en el que se encontraba. Caminar se constituía así en una suerte de procedimiento que generaba una idea o una imagen –para él no había diferencias– que a su vez originaba un efecto de distracción. La idea o imagen (la imagen-idea) se conectaba con otra, y luego con otra, y con otra, y de repente uno ya estaba atrapado por el pensamiento; y nunca se sabía cuándo nos iba a liberar. Hermeto, además, no creía que uno podía huir de ahí. La red era tan poderosa que una vez atrapados nuestra voluntad desaparecía. Caminar y estar atrapados por el pensamiento estaban tan unidos que cuando el hechizo se rompía uno podía terminar en cualquier parte. Al otro lado del mundo incluso, como le había pasado una vez a su maestro: León Tolver. Aparentemente, recién llegado de su famosa estadía en Inglaterra, sin saber muy bien cómo, de pronto había sido atrapado por una imagen ideal del devenir, una suerte de magma en movimiento, una sensación de fluidez etérea que lo elevó a dimensiones místicas, y lo siguiente que supo de sí mismo es que despertó un día después, en medio de una fiesta medieval en Nueva Zelanda. Tolver, ya acostumbrado a este tipo de acontecimientos, lo había tomado con la mayor naturalidad, y había aprovechado el viaje para visitar a una gran amiga que vivía en Auckland, y de paso se demoró unas semanas recorriendo la ciudad. Aunque nunca pudo recordar qué había pasado en esas 24 horas en las que había sido atrapado por la red hermética. Es cierto que tuvo algunos indicios de su derrotero, como los tickets y pasajes que encontró en sus bolsillos, así pudo deducir que su sistema motriz, por suerte, había seguido funcionando a la perfección. Los efectos de su viaje, previsiblemente, no se habían detenido ahí. Al poco tiempo de volver a la isla, por ejemplo, se dio cuenta que su inesperada ausencia había ocasionado que la gente pensara que estaba muerto; hasta le habían organizado un bello funeral que al parecer había sido muy concurrido.
       Todo esto se lo había contado el mismo Tolver, después de un encuentro casual en su bar favorito, antes de confirmarle sus propios descubrimientos con respecto al devenir del pensamiento. Su maestro, evidentemente, ya se había dado cuenta de que él también era capaz de acceder a esa dimensión. Muy pocos podían, por cierto, y a veces el intento por atrapar una mente no apta podía ocasionar graves problemas físicos. La prolongada duración del coma en el que había caído Nicolás era el mejor ejemplo de esto. Para Hermeto, su amigo no estaba predispuesto genéticamente para entrar a esa zona. Nicolás tenía muchos otros atributos, por supuesto, pero sin duda pensar no era uno de ellos; tal vez por eso se dedicaba a las mujeres. No era casual que terminara atrapado por Javiera, una oscura manifestación insensible de la idea, fiel representante del vampirismo pasivo y peligroso que sólo era capaz de acontecer al dejarnos caer atraídos por el abismo. Nadia, como a Hermeto le gustaba llamarla, acaso por su cercanía con nadie y con nada, era la confirmación de que nuestro amigo estaba siendo succionado por las fuerzas maléficas de ese agujero negro que es el vacío absoluto.
       Claro que Hermeto tampoco era alguien ajeno al encanto femenino. Pero sus gustos eran tan crípticos (y sus “amigas” tan escasas) que fácilmente podía pasar por un ermitaño o un misógino. Su última conquista, si es que podía llamársela así, había sido una bella mulata caribeña con un fuerte aire intelectual; durante una larga tarde y una corta noche, según versiones poco claras, tuvo una relación tan exclusiva con ella que Reyni llegó a sostener capciosamente que nuestro amigo se había enamorado por primera vez y para siempre. Quizá no esté de más aclarar que Hermeto era un fiel creyente del epítome epicúreo que sostenía que el sabio jamás deberá enamorarse. Por otra parte, según su particular concepción del mundo, el amor era una ideología tramposa, suerte de argucia de la razón vital basada en un intento de dar lo que no se tiene a quien no lo quiere. “¿Y el sexo?”, terciaba Nicolás. “No hay relación sexual”, citaba Hermeto. “¿Y la masturbación?”, provocaba Reyni. “El Goce es imposible”, volvía a citar Hermeto. “¡Basta de Lacan!”, se quejaba Rey.
       El nombre de la mulata, por supuesto, era Clara. “Claro”, bromeaba Reyni, “no podía ser de otra forma: ¿Cómo se iban a entender si no fuera así?” Justamente el entendimiento (o mejor dicho, su ausencia) no pareció ser un problema entre ellos; por lo menos hasta que apareció. Clara era una chica literal: No soportaba nada que no fuera claro y siempre usaba ropa clara. Había cursado y abandonado varias carreras universitarias en busca de su objeto de estudio. “De su macho”, acotaba Reyni. Pero la Academia (así, con mayúscula) la había decepcionado. “Junto con sus proto-hombres”, volvía a acotar Reyni. Entonces había recurrido a esa suerte de cátedra paralela en la que se habían constituido los bares de la ciudad. Allí se encontró con Hermeto. Concretamente en la Caverna/Cavernita, según la particular nomenclatura reyniana.
Parece que Clara, una lluviosa tarde de abril, quedó sorprendida por la gran capacidad de concentración de Hermeto. Nunca había visto a nadie que se pasara varias horas sin moverse, mirando por la ventana sin que nada pudiera distraerlo, ni siquiera su salvaje belleza tropical. Una rápida averiguación con el mozo le confirmó lo que ya sospechaba: Hermeto era Hermeto. Es que su fama lo precedía. Muchos ya lo conocían como el famoso discípulo de Tolver, no porque en realidad fuera su discípulo, claro, sino más bien porque parecía el único que podía seguirle la corriente: A veces. De hecho, era el único que literalmente lo seguía cuando se levantaba en medio de sus clases, se ponía a caminar de un lado a otro, y sin que mediara ningún tipo de anuncio, partía con rumbo desconocido, dejando a sus pocos alumnos en un estado de estupefacción difícil de resolver. ¿Debían ponerse de pie y seguirlo adonde fuera o era una prueba que debían superar quedándose callados hasta que él regresara? ¿Sería un gesto estudiado para hacerles sentir en carne propia el famoso axioma existencialista sobre la obligación de elegir en todo momento o sería su forma de decir que la clase había terminado? La mayoría se decidía por esta última opción rápidamente. Agarraban sus cosas y se iban a tomar sol o al bar de la facultad. Algunos incluso se cruzaban por los pasillos con Tolver hablando solo, y siempre cerca, siguiéndolo a unos pocos pasos de distancia, Hermeto. Este peripatetismo no podía más que generar el mito del maestro y el discípulo, aunque nunca se supiera muy bien cuál era cuál.
        Un par de horas después, luego de ir a su casa para bañarse, cambiar su atuendo y su peinado, mientras la tarde lluviosa se convertía lentamente en una noche estrellada, Clara volvió a aparecer por el bar y se sentó frente a Hermeto. No parecía haber otra forma para que él se fijara en ella. Con naturalidad, luego de presentarse, los dos se pusieron a charlar como si fueran viejos amigos. Pero al rato se acabaron las trivialidades de costumbre, justo cuando la concurrencia del lugar había disminuido considerablemente, y se hizo presente el primer silencio incómodo. En ese momento llegó la nueva cerveza negra que habían pedido al unísono, y ambos se dedicaron a contemplar la ya famosa habilidad del mozo del bar: Humberto. Eco de su fama, varias veces había sido galardonado con el premio Anfitrión (reservado para el mejor mozo de la isla) por su talento al arrojar vasos, monedas y platos sobre la mesa, con un gesto entre diestro y displicente de su mano derecha, haciendo que giraran en círculos como trompos durante varios segundos. Los giros, poco a poco, se convertían en un tambaleo sumiso, cansino, antes de detenerse al lado del brazo del cliente regular. Esta práctica también funcionaba como un detector de forasteros y advenedizos, ya que los mismos solían mirar inquietos esos objetos giratorios y peligrosos, y por lo general terminaban estirando los brazos y las manos para detener el perturbador movimiento que parecía preanunciar caídas, derrames y vidrios rotos por doquier.
       El largo silencio ya estaba por agotar su capacidad de asombro cuando Clara le confesó a Hermeto que estaba muy interesada en su teoría de la distracción. “Tal vez porque yo misma soy un poco distraída”, susurró suavemente, acomodándose el pelo enrulado, mientras esbozaba una sonrisa encantadora y tímida.
Hermeto, sin percatarse de las claras intenciones de Clara, le dijo que para él la cuestión era muy simple, a pesar de que le había costado más de 20 años deducirla. Tal vez en esta sencillez, paradójicamente, se hallaba su gran dificultad. Pero ahora, una vez contemplada en detalle, era de una evidencia apabullante, casi estúpida. A veces incluso se sentía un verdadero idiota por no haberla deducido antes. Aunque también tenía su lado negativo, musitó, ya que sus efectos se diseminaban sin interrupción, y su horizonte se acercaba asintóticamente al infinito.
        Clara, distraída, no dejaba de mirarlo a los ojos.
       Él, aclaró, Hermeto, cuando era adolescente, como cualquier mortal, no había parado de hacerse las mismas preguntas que han acosado a la humanidad desde el origen de los tiempos: ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Adónde voy? ¿Por qué estoy aquí? Tal vez por eso había estudiado filosofía. Su decepción, sin embargo, fue bastante grande cuando se dio cuenta de que sus profesores no estaban interesados en los verdaderos problemas de la vida, mientras sus compañeros rápidamente fueron convencidos de que ellos tampoco lo estaban. Había una uniformidad universal del pensamiento demasiado molesta. El único que parecía discutir todo lo establecido, no sólo con sus ideas sino también con su actitud, era un profesor que no parecía enseñar nada. 
       Tolver era un excéntrico, un extravagante que nunca llegaba al aula a la hora señalada, si es que llegaba, y que jamás parecía haber preparado una clase. Pero por otra parte era como si todo el tiempo estuviera pensando. Tal vez por eso su mera presencia imponía un respeto absoluto. Su discurso, como su cuerpo, siempre parecía venir de otra parte. Y si bien uno a veces podía deducir la procedencia de su cuerpo (ropa de invierno en pleno verano o botas para escalar cuando no había montañas en miles de kilómetros a la redonda), el origen de su discurso era inhallable.
       Clara ahora estaba atrapada por el relato.
        Sin embargo, continuó, este discurso que la mayoría calificaba como delirante o desequilibrado, para él estaba repleto de resonancias, sugerencias, alusiones; epifanías. La filosofía de Tolver parecía estar basada en la creencia del poder absoluto de la nada. Tal vez por eso no era casual que repitiera todo el tiempo la famosa pregunta de Leibniz: “¿Por qué hay algo y no más bien nada?”.
        Los largos silencios ocasionados por esta interpelación violenta eran los momentos más áridos de las clases de Tolver. Hermeto se había dado cuenta de que si pudiera responder esa pregunta resolvería todos los problemas que aquejaban al discurso de su maestro. Aunque a veces también pensaba que la pregunta fundamental era otra: ¿Por qué todo no ha desaparecido aún?
       Clara hizo un gesto con la mano para pedir la cuenta.
       Una noche, luego de entrar a clase con los pelos parados y un impermeable anacrónico (hacía meses que no llovía en la isla), Tolver anotó su pregunta favorita en el pizarrón y se sentó a contemplar la nada. Tres largas horas de silencio fueron acabando con la paciencia de todo el alumnado. Cuando el único que quedaba en el aula era Hermeto, ambos cruzaron una mirada rápida, y Tolver leyó la pregunta en voz alta: “Warum ist überhaupt Seiendes und nicht vielmehr Nichts?”
        La mente de Hermeto había estado trabajando sin descanso. Poco a poco había ido entendiendo, poco a poco había ido comprendiendo que todo, por lo menos desde el Big Bang, pasando por el ser y la nada, el azar y la vida, el espacio y el tiempo; pero también el agua, la tierra, el fuego y el aire; sin olvidar el lenguaje, el cine, la literatura, la filosofía, el arte; ni el yo, las ideas, el síntoma, la partición del átomo, la teoría de las cuerdas o la desgarradura existencial, entre infinitas cosas más, hasta llegar al eventual Big Crunch, es decir todo, absolutamente todo era explicable como un efecto, pero también como un defecto de la distracción. Toda distracción es en realidad una separación, un desvío, un despliegue incontenible de las fuerzas centrífugas de la dispersión original. Todos vivimos separándonos de nosotros mismos y desplegando nuestras potencialidades en los mundos posibles que construimos con las decisiones que tomamos, e incluso con las que no podemos tomar; desde la división celular hasta el corte definitivo del fluir de nuestra sangre. La distracción también es el recorte constante que estamos obligados a hacer de la realidad, suerte de cuadratura del círculo que delimita nuestra existencia, ese pequeño desprendimiento de la nada de la que provenimos, y a la que inexorablemente también nos dirigimos como meta final. La vida, en este sentido, es una pura y absoluta distracción.
       Clara se sintió tocada por las palabras de Hermeto.
       Así, él mismo no podía evitar escindirse y confundir los actuales pasos del mozo con los distantes del guardia de seguridad, cuando venía a echarlos del aula ese ya lejano viernes a la noche después de hora. En aquel momento, varios años atrás, había sentido la presencia de una luz inquietante que avanzaba a gran velocidad, como viniendo de las profundidades de un túnel oscuro y turbulento, ahora atemperada por la sensualidad con la que Clara lo agarraba de la mano; volvía a experimentar la fuerza, el impulso de su destello de lucidez, mezclado con la magnífica visión de la espalda llena de lunares de su compañera, y cual artero Arquímedes golpeado por la manzana de Newton a punto de gritar Eureka, no podía evitar la naturalidad con la que daba el salto hacia adelante, el salto cualitativo, apenas empañado por la sospecha turbadora de que tal vez nunca más volvería a ver a Clara después de esta noche, en la que su eventual unión sería también el principio de su definitiva separación; y por último, no podía evitar que su cuerpo fantasmal se levantara al unísono de la silla del aula y del bar platónico, saliera a la noche de invierno y de verano, nublada y húmeda y llena de estrellas y clara, y murmurara para sí la tan ansiada respuesta a la pregunta de Leibniz, de Schelling, de Heidegger, mientras Tolver y Clara lo arrastraban fuera de su ámbito, de su mundo, sin escucharlo, sin oír la única, la verdadera razón de que siempre, pero siempre, haya algo, y no, claro, más bien nada, sin percibir la doble revelación que él acababa de experimentar, la epifanía del poder absoluto y la secreta belleza de la distracción.