lunes, 2 de junio de 2008

La única verdad es la irrealidad

Por Jonathan Rovner

       Para todos aquellos narradores que quieren escapar a las clasificaciones de la industria cultural, existe una rancia categoría que es la llamada "novela experimental". Mientras que en el ámbito de las ciencias experimentar significa poner a prueba una determinada conjetura, para la literatura se trata de la primera opción de que dispone quien quiera salir (o no logre ajustarse) al encasillamiento de los géneros ya establecidos. Incluso cuando el precio de esa fuga sea el de abandonar toda coherencia, toda sustancia y, ya sin ninguno de esos atavíos dejar que el texto se mantenga trashumante entre distintas formas, más o menos marginales, como el poema, el diario íntimo, la prosa poética o el guión audiovisual. Tal es la manera en que se presenta El sentido de la vida, la novela experimental de Marcelo Damiani. Para leer El sentido de la vida, prácticamente página por página debe reconstruirse el pacto de lectura que por lo demás permanece inestable hasta el final. El mismo Marcelo Damiani se hace nombrar por uno de sus personajes, prologuista y narrador. El sentido de la vida intenta la difusión de los límites tradicionales establecidos por la novela como artefacto de lectura. A ello contribuye el intercalado de las dedicatorias a, por ejemplo, algunas a firmas canónicas de la literatura argentina como Ricardo Piglia y Juan José Saer, conviviendo entre las apócrifas, o las dirigidas a personajes de la novela apenas mencionados en otros capítulos. Damiani recorre, con asombrosa soltura, algunas de las estrategias experimentales que mejor hemos visto en la narrativa canónicamente experimental, desde comienzos del siglo XX, como la rotación de narradores y personajes, la concomitancia de lógicas paralelas y la disolución de los límites entre realidad y ficción, entre vigilia y sueño. En El sentido de la vida todo ocurre como si el relato mismo intentara atravesar un laberinto de espejos, en el que por momentos no puede evitar perderse. Secuencias, espacios y personajes que se superponen y desdoblan, compitiendo finalmente por no se sabe qué, todos ellos envueltos en una atmósfera de policial negro. Gabriel y David, los personajes principales son, por momentos, intercambiables. El narrador mismo es por momentos uno de ellos, a la vez que el texto dice ser una lectura que hace el otro de los papeles del primero. Pero en El sentido de la vida, el sentido de la vida es, por momentos, nada más que un juego de rol por computadora: "La última vez que jugué, por ejemplo, soy un abogado mediocre (como todos los abogados) con pocas habilidades y pocos defectos. Estoy casado con una psicóloga feminista y fea (algo normal) y que no muestra signos de locura por ninguna parte (esto es lo raro)". En parte, es como si la noción de realidad, cuando no la realidad misma, fuera para Damiani la culpable de los prejuicios existenciales que afectan la vida de sus personajes. En "Así lo habría escrito él", capítulo dedicado a Carlos Dámaso Martínez, puede leerse: "Así, los autos, los semáforos, los carteles de neón, terminan convirtiéndose en presencias leves, meras luminosidades móviles que forman una especie de todo indivisible y a la vez falso: Eso que algunos llaman Realidad: y yo, Irrealidad uno"
Publicado en Página/12 el 14 de abril del 2002.

domingo, 1 de junio de 2008

El ajedrez es la vida


Por Martín Arias

       Ex-jugador profesional de ajedrez, Marcelo Damiani confía en un lector capaz de apreciar ese género “cuasi-musical, cuasi-poético o más exactamente poético-matemático”, al decir de Nabokov, que se conoce en inglés como chess problems. Una cierta posición es elaborada sobre el tablero, y el problema a resolver consiste, por ejemplo, en dar mate a las negras en un número determinado de movidas, generalmente dos o tres. El entomólogo y novelista ruso autor de La defensa había cultivado con devoción ese arte complejísimo y hermoso, que hasta llegó a comparar con la escritura de novelas. Si el “solucionista” —afirmaba— es del tipo convencional, descubrirá la movida clave rápidamente, sin pasar por los “placenteros tormentos” que han sido dispuestos para el sofisticado. Este último, en cambio, considerará previamente toda una multiplicidad de variantes vanguardistas, el repertorio completo de los “temas” más intrincados —puras trampas puestas ahí por el autor— y llegará a la movida correcta (que además era la más simple), el alfil a la casilla c2, digamos, pero luego de un formidable paseo, “como alguien que en una búsqueda desesperada fuera de Albany a Nueva York a través de Vancouver, Eurasia y las Azores. La placentera experiencia del rodeo (paisajes extraños, gongs, tigres, costumbres exóticas, el circuito, repetido tres veces, de una pareja de recién casados alrededor del fuego sagrado de un brasero de barro) lo compensarían ampliamente por el sufrimiento del engaño, y después de eso su llegada a la movida simple le proporcionaría una síntesis de profundo goce artístico”.
       Desde el título, El oficio de sobrevivir es un endiablado sistema de desvíos y señuelos narrativos análogo a esta evocación tan nabokoviana de los chess problems. Entre otros, el lector-solucionista deberá resolver el problema de la unidad del libro, que, como la anterior novela de Damiani (cuyo asombroso título era El sentido de la vida), también puede ser leído como una colección de cuentos. El rodeo de la “solución” lo conducirá desde una siniestra universidad llamada Caída (Centro Ajedrecístico Internacional de Avanzada), ubicada en la isla literaria que desde Adiós pequeña (1995) es el escenario de las novelas de este autor; hacia otra isla, Nueva Zelanda esta vez, en la cual un profesor de Estética del Ajedrez, cultor de la vida retirada y de la filosofía del “como si”, se ve involucrado en una delirante aventura policíaco-medievalista cuyo desenlace le revelará el secreto de la felicidad y de la muerte. El centro del relato está ocupado por la inquietante peripecia de un escritor que, víctima de una amnesia de origen misterioso, no puede recordar haber escrito la novela que su avieso editor le atribuye y se muestra demasiado ansioso por publicar. El mundillo de las grandes editoriales, los funcionarios culturales y los premios literarios es retratado bajo una luz a la vez sórdida y humorística, a lo largo de una trama en la cual las referencias críticas a la “culturita” local (muchas de ellas cifradas en los numerosos anagramas) no dejan de hacer su llamado al buen entendedor.
       Según Nabokov, entre los chess problems y la forma tradicional del juego hay una relación comparable a la que existe entre el uso de las propiedades de la esfera por parte de un malabarista que prepara su nuevo acto y un tenista que se apresta a ganar un torneo. Algo parecido puede decirse del uso que hace Damiani de las propiedades de la novela considerada como totalidad narrativa. ¿Hay que leer El oficio de sobrevivir como un conjunto de relatos aislados o como una narración única y continua? ¿O acaso la sumatoria, el ejercicio lúcido (y lúdico) de componer los distintos fragmentos nos permitirá ganar otro espacio, otro nivel de lectura en el cual las cosas se verían de un modo diferente? Lo cierto es que, sin perjuicio de su autonomía, ningún capítulo de este libro está verdaderamente cerrado; para hablar de nuevo el lenguaje del ajedrez, siempre ofrece una o más aperturas hacia uno o varios de los capítulos restantes, quizá sugiriendo que si hubiera un modo literario de la totalidad sería justamente ése: el de lo abierto. Intermitentes y elusivos, esos puntos de enlace brillan por un instante fugaz en la mente del solucionista, quien puede entonces decidir si los toma o los deja. Es el momento crítico (y dichoso) en que el lector de Damiani debe hacer su jugada.

Publicado en la Revista "Leer Cine" (2005)