lunes, 3 de noviembre de 2008

WC

Por Jimena Néspolo

       Que el ´caso cucurto´ sea, con todo, un síntoma más de la degradación planetaria del gusto operada en las últimas décadas del siglo XX, no nos inhabilita –por la potencia histórica de nuestra literatura y pensamiento– a tentar preguntas y respuestas singulares. Cabría, entonces, postular la hipótesis de que el “fenómeno” se asienta –más que sobre sus ventas (escasas)– sobre el cinismo del mainstream argentino que, acéfalo de todo criterio de valoración, celebra hasta el hartazgo la provocación convertida en fin, legitimando textos de ideología nefasta y estética no menos dudosa.
       Pero puestos a discutir con las publicaciones en sí, más de un lector suele señalar a Cosa de negros (esmerada edición de Edgardo Russo) como garantía cucurtiana de “trabajo sobre el lenguaje”. Curiosamente nadie menciona la diferencia manifiesta entre ese volumen y las novelas que lo suceden, en las que el lucimiento del lenguaje desaparece al tiempo que Santiago Vega (el autor que se esconde tras el seudónimo) salta a las tapas de sus folletos y novelas encarnando performances diversas en la máxima apoteosis de cosificación kitsch del mercado: de dar la palabra al “negro” y así legitimarse, el “negro” ahora exhibe su negritud desde el mismo packaging como flagrante garantía de inmunidad ideológica. “Exotismo” craquelado que deviene fácilmente en “exitismo” (incluida la acepción del neologismo spanglish: exit-(salida)-ismo; o exit-istmo: el punto de salida del ámbito literario al Gran Mercado)... La ´alegría´ cucurtiana propone un ´otro´ vaciado de conflicto: para usar (sin profiláctico, gran tema de El curandero del amor) y descartar.

       El ensayo completo se puede conseguir en su server amigo.

domingo, 2 de noviembre de 2008

Circe: Tiempo y narración

 
Por Marcelo Damiani

       El tiempo del mito

       En el principio fue el mito (del griego mŷthos, es decir fábula, relato, narración), ese intento de traducir el mundo, de ordenarlo, de arriesgar una forma de interpretación, acaso excluida del terreno de lo verídico o lo comprobable, pero quizá justamente por eso mismo con un valor catártico. El mito como respuesta imaginaria a los problemas que nos plantea la vida.
       Es así que uno de los mitos más famosos, el de la creación del hombre por un ser superior, contiene la historia de la pareja primitiva en el estado paradisíaco original, el pecado del hombre seducido por el ángel caído, y, lo que más nos interesa, el acontecer y el sentido de la caída.
       “Circe”, además, no sólo cuenta dos historias (todo cuento lo hace, según Piglia), sino que también pone en juego una doble temporalidad. Por un lado, utilizando una metáfora acaso forzada, está la linealidad horizontal del fluir de la materia en el tiempo de la vida que estructura la historia visible; por el otro, en la historia oculta que revela el final, impera una lógica que podría asimilarse a la verticalidad del tiempo no cronológico de la memoria con un fuerte acento mítico. Paul Ricoeur ha sintetizado esta relación al sostener que “el relato es la dimensión lingüística que proporcionamos a la dimensión temporal de la vida”.
       Cortázar, entonces, sitúa el origen de su cuento por medio del título y del epígrafe. Como todo el mundo sabe, “Circe” retoma el nombre de esa célebre hechicera de la odisea homérica que, utilizando extraños brebajes, intenta retener en su isla al astuto Ulises. Circe, en la versión autóctona del relato clásico, es una mujer llamada Delia que vive en Almagro, y a la que le gusta agasajar a sus pretendientes con cucarachas muertas, sutilmente disimuladas entre el chocolate y la menta de sus bombones caseros.
       La cita que funciona como epígrafe, por otro lado, tomada de El pozo del huerto del poeta y pintor británico Dante Gabriel Rossetti, nos reenvía al universo bíblico, y a la traición de Eva teñida por el dulce sabor de lo prohibido:

       "Y un beso obtuve de su boca, al sacarle la manzana de la mano. Pero mientras la mordía, mi cabeza dio vueltas y mi pie tambaleó; y me sentí caer estrepitosamente a través de las ramas enmarañadas debajo de sus pies, y vi los blancos rostros muertos que me dieron la bienvenida en el pozo".

       Este fragmento no sólo nos retrotrae al "Génesis" sino que además toma una fuerte postura con respecto a Delia, ya que de acuerdo al sentido del mito clásico, el hombre ha caído en el devenir por culpa de la mujer, y ésta ahora debería tratar de redimirse, o mejor, resar-circe. Así, en La Odisea, también se alude a esta situación, dado que Circe quiere retener a Ulises junto a ella por medio de la cópula. En el cuento de Cortázar el intento de retención es más radical todavía, ya que su instrumento es la muerte.
       Después de estas fuertes guías de lectura aparece un narrador que asegura haber tenido 12 años cuando ocurrió lo que va a contar: Dice también que se acuerda mal de Mario y de Delia y que ahora es más difícil hablar de eso porque "está mezclado con otras historias que uno agrega a base de olvidos menores, de falsedades mínimas que tejen y tejen por detrás de los recuerdos". El narrador está hablando de los rumores, y se ampara en ellos para que no confiemos ciegamente en su discurso ajeno. Pero el mismo narrador, a medida que avanza el relato, parece olvidar sus flaquezas y cuenta la historia con la elocuencia y el detalle de un narrador omnisciente, y también con la pretensión de certeza que le incumbe.
       Estos rumores que son parte del relato parecen tener una doble función. Por una parte, todas estas murmuraciones (sumadas a la fatal disposición de los hechos) hacen de Delia "la muchacha que había matado a sus dos novios"; pero sin olvidar el dudoso grado de verdad que acarrean, siempre deformadas por la transmisión de boca en boca y por la lógica fabuladora de la imaginería popular. Por otra parte, el rumor es una suerte de versión posmoderna del mito, ya que además de que los dos son un habla, como diría Barthes, también ambos comparten el uso de una materia ya trabajada anteriormente, y la tergiversación natural que conlleva la ausencia de un enunciador responsable de su enunciado.
       El narrador en primera persona que termina siendo (cuasi) omnisciente y los rumores incuestionables y falsos a la vez, por lo tanto, forman parte de una estrategia explícita para mostrar ocultando, para aseverar poniendo en duda lo dicho, en síntesis, para acentuar el carácter mítico de lo expresado.


       El mito del tiempo

       En Circe (1963), la adaptación fílmica de Manuel Antín, las escenas de las muertes de los dos primeros novios de Delia (Rolo y Héctor) ya no están mediatizadas por rumores como pasaba en el cuento, sino que se muestran con la inefabilidad de la imagen en movimiento; sus muertes se inmiscuyen en el tiempo discursivo del film, filtrándose así también en el mundo de Delia y de Mario. No sólo los padres de Delia, escondidos tras la puerta, vigilan a la nueva pareja, también los pretendientes muertos parecen estar espiándolos desde siempre. O mejor: Conviviendo con ellos.
       Uno de los puntos claves para abordar el análisis enunciativo del film es ver la relación que hay entre la instancia narrativa y los personajes: El lugar desde el que el relato muestra su mundo. La focalización, en el caso particular de Circe, pivotea entre el personaje de Delia y el de Mario, llevando hasta los límites de la indiscernibilidad la objetivación del punto de vista cuando ambos se encuentran. Las apariciones de Rolo y de Héctor (que vienen a romper el sintagma del encuentro de ambos), pueden atribuirse tanto al peso que ejercen los recuerdos del pasado sobre Delia como a los rumores materializados en imágenes que funcionarían fantasmáticamente, acaso a través de Mario.
       Acá es donde se ve la interpretación crítica que el texto fílmico hace del literario. El punto de vista masculino del cuento es complementado y enriquecido por la focalización preferentemente femenina del film. Es como si Cortázar guionista hiciera una autocrítica genérica de su propio texto y el film interpretara los silencios o puntos de indeterminación del cuento en cuanto a Delia.
       Parecería, incluso, como si aún pudiéramos sostener la analogía de la doble historia pigliana para el film. La historia oculta, en este caso, ya no estaría cifrada, sino que encontraría su misterio en el recurrente extrañamiento espacio-temporal que ha sufrido la historia visible, como si se tratara de una buena versión cinematográfica de la literatura kafkiana, donde algo enigmático y oscuro (inasible, que no puede a-circe) atraviesa la trama con coqueteos hacia el terreno de lo fantástico, acentuados al dinamitar una y otra vez las coordenadas espacio-temporales.
       Ahora bien, la iluminación recortando rostros blanquecinos en una oscuridad absoluta (es decir, escamoteando el espacio), y la fragmentación de los códigos espacio-temporales (falseamiento del raccord temporal a partir de una continuidad del raccord espacial y sonoro), producen un extrañamiento que parece recorrer centrífugamente el camino que va de la clasicidad del cuento a la modernidad del film, para poner en evidencia el único secreto que siempre nos atañe a todos en realidad: ¿Qué ha pasado?
       Según Deleuze ésta es la pregunta que estructura la nouvelle (cuento largo o novela corta) y la que la diferencia del cuento (¿qué va a pasar?) y de la novela (¿qué pasa?). Esta distinción es legítima a pesar de que sería un error reducir estas formas solamente a las citadas dimensiones temporales. Deleuze aclara que "en la novela corta nadie espera que pase algo, sino que ese algo ya haya pasado. La novela corta es una última noticia, mientras que el cuento es un primer relato". Quizá el cuento de Cortázar ha encontrado en la película de Antín su forma ideal en una suerte de nouvelle cinematográfica, puesto que el `secreto` (vacío) sobre el que se inscribe toda nouvelle (a diferencia del `descubrimiento` del cuento) no puede estar mejor estructurado que bajo la forma del mito (bíblico).
       Así, la interpretación crítica que el film hace del cuento consiste en una serie de escenas (repetitivas) donde Delia mantiene una relación de contigüidad tan estrecha con sus novios muertos como con Mario. Es como si la supervivencia virtual de los muertos se hubiera actualizado, reformulando la vieja pregunta sobre si los muertos nos pertenecen o somos nosotros quienes pertenecemos a los muertos (algo implícito en el discurso de Delia), para que ahora podamos preguntarnos: ¿Los muertos pertenecen a este mundo o este mundo pertenece a los muertos?
       De esta forma, la serie de escenas donde Delia convive con sus novios muertos y con Mario ponen en relación lo presente y lo pasado, lo imaginario y lo real, y tienden a confundirse cayendo en un mismo punto de indiscernibilidad, esa suerte de ilusión objetiva inasignable que según Deleuze "no se produce en la cabeza o en el espíritu sino que constituye el carácter objetivo de ciertas imágenes, dobles por naturaleza". Esta dualidad aparece explicitada en la metáfora visual de los espejos y su perverso funcionamiento. Mientras no dejan de duplicar, triplicar y multiplicar a Delia, siempre igual a su imagen (equivalente cinematográfico a decir "igual a sí misma"), Mario se convierte en Rolo al mirarse en el espejo y en Héctor al mirar desde el espejo.
       La repetición, consecuentemente, es el mecanismo que utiliza el film para acentuar su carácter mítico. Repetición que se puede retrotraer a la relación que hay entre Rolo y Adán (los dos son el primero, el único que realmente cae), entre Ulises y Héctor (ambos, podría decirse, escapan por el agua), y entre Leopold Bloom y Mario (los que se salvan, acaso porque mantienen una relación ambigua con el deseo de dominación y la experiencia del saber). Así, el cortejo, las despedidas, las propuestas de casamiento, la degustación de los bombones, son siempre la misma secuencia reproducida con distintos nombres propios englobados bajo la categoría "novio". Y Delia es siempre igual a sí misma, la imagen virtual que le devuelve el espejo es siempre su propio cuerpo, su lugar es siempre el mismo salón de la casa en penumbras, su tiempo es siempre la misma noche del compromiso y el festejo privado con bombones. Es como si en este salón de la casa identificado con Delia reinara una temporalidad propia, cíclica y no cronológica, coalescente con la temporalidad de sus novios. Ella misma (con la voz de Graciela Borges), en su primer encuentro oficial cerca del mar, le dice al Mario corporizado por Alberto Argibay algo que no está en el cuento: "Quizá hablamos de tiempos distintos. O del mismo..."
       Estas escenas, doblemente recurrentes, al poner en relación lo objetivo con lo subjetivo, la descripción con la narración, lo actual con lo virtual, parecen asegurar que los novios muertos ya han entrado en la temporalidad de Delia que parece segregar su propio cuerpo como si se tratara de una luz perversa. Y si es así, quizá también se estaría sugiriendo la existencia de una complementariedad temporal que superaría la dimensión del tiempo. ¿Será el destino trágico del hombre, su caída en el tiempo, lo que trazaría una superlinealidad que se aproximaría asintóticamente a la perdida eternidad?
Deleuze sostiene que las grandes tesis de Bergson sobre el tiempo se presentan como la coexistencia del pasado con el presente que él ha sido; el pasado se conserva en sí como pasado no cronológico; el tiempo se desdobla a cada instante en presente que pasa y pasado que se conserva. Esta aparente simpleza encierra la máxima paradoja. Porque el tiempo no es lo interior a nosotros, es justamente lo contrario, la interioridad en la cual somos, nos movemos, vivimos y morimos. Nosotros, los sobrevivientes de la caída, estamos adentro del tiempo, a su merced y sus caprichos, habitándolo mientras él se bifurca, se despliega y se desdobla infinitamente.
       Así, Circe (el cuento, la película, el mito) encierra esta búsqueda mutua, ciega y titubeante de la identidad perdida a través de esto que nos construye y deconstruye a la vez, y que apenas atinamos a llamar Tiempo.
 
Publicado en el N° 2 de la revista Mil trecientos kilómetros.

sábado, 1 de noviembre de 2008

Libros por venir

       Está por llegar a nuestras manos la antología Quince golpes en la cabeza, segunda entrega de la colección Dienteajo de la editorial cubana Cajachina, prologada por el escritor Ernesto Pérez Castillo. Los integrantes de la misma han nacido a partir de 1960 y son los siguientes: Efraim Medina Reyes (Colombia), Claudia Apablaza (Chile), Carlos Labbé (Chile), Elvira Navarro Ponferrada (España), Rafael Reig (España), Jorge Carrión (España), Heriberto Yépez (México), Cecilia Rojas (México), Marcelo Damiani (Argentina), Samanta Schweblin (Argentina), Salvador Luis (Perú), Santiago Roncagliolo (Perú), Juan Fernando Andrade (Ecuador) y José Hidalgo (Ecuador).

       Según el prologuista, "una lectura ingenua -o para decirlo intencionadamente, superficial- podría notar en estas historias una ausencia de «grandes conflictos», o incluso un «descompromiso» con eso que suele llamarse «realidad», y no andaría del todo descaminada. Aquí no se retrata la realidad, incluso se la omite a ratos o se le ignora totalmente. Aquí no se habla del hombre, porque se habla de la gente. La historia cede paso ante el suceso. No se reporta un gran fuego, apenas se habla de las cenizas..."