lunes, 3 de diciembre de 2007

La caverna de Caín


                            "Caín, por supuesto, no es el famoso personaje bíblico, sino un mero crítico de cine cínico, perpetrado
por la pluma de Cabrera Infante para beneficiarse
 con miles de años de publicidad gratuita."

Alan Moon


     Caín, como todo el mundo sabe, nació bajo la ducha; mejor dicho, bajo la dicha de la ducha. De hecho, la leyenda cuenta que lo primero que se le ocurrió a su creador, mientras se daba un merecido baño reparador después de seis arduos días de trabajo, fue su nombre. Sus detractores, sin embargo, aprovechan esta circunstancia para argumentar que Caín no es un verdadero hombre, sino tan sólo un mero nombre. Pero con delirios de superhombre.
        El origen acuático de su apelativo, por otra parte, era usado por Caín para establecer su estrecha relación con el principio del mundo, ya que él firmemente creía (como Tales de Mileto) que el agua era el fundamento de todas las cosas. Su creencia quizá pueda explicar la hiper-sensibilidad que experimentaba frente al ruido de este líquido elemental, porque cada vez que alguien abría una canilla cercana y el agua empezaba a fluir poderosa y rauda huyendo del cielo, el oído absoluto de Caín no podía más que alertarlo sobre el fenómeno que se estaba desarrollando en las proximidades de su ser. Aunque aquella calurosa mañana caribeña, para hacer honor a la verdad, lo único que el ruido del agua le despertó fue la sed, y se la despertó incluso antes de que él estuviera técnicamente despierto.
       Caín, en esos momentos, estaba sumido en un sueño placentero, profundo, en el que se había transformado en un enorme dragón. Varias dotaciones de bomberos habían desplegado sus mangueras y le arrojaban poderosos chorros de agua para tratar de apagar el fuego que salía de su boca. Todas las cosas, al ser alcanzadas por las llamas, se convertían en pequeños cristales mágicos, como si formaran parte de un espejo que acababa de estallar en mil pedazos; así, Caín tuvo la oportunidad de verse reflejado por un instante. Su rostro era muy parecido al de King Kong, y eso le encantó. Pero además, colgada de su cuello, temerosa y húmeda, iba la doncella rubia que le correspondía por ser un verdadero Rey. El detalle que lo dejó boquiabierto, no obstante, fue que él no hacía ningún esfuerzo por lanzar llamaradas de fuego como un predecible dragón clásico. El fuego, en cambio, salía de su boca cada vez que sonreía, y él, por algún extraño motivo, no podía dejar de sonreír.
     Mientras tanto los bomberos seguían haciendo su trabajo, sin darse cuenta que hacía falta mucho más que agua para apagar tanto fuego.
       Aún antes de poder abrir los ojos, aún antes de oler el fuego que crepitaba a sus espaldas, aún antes de sentir el calor que inundaba el ambiente (acentuando la sequedad de sus labios gruesos), Caín tuvo la sensación de estar inmovilizado, atado de pies y manos y en una extraña posición cuasi fetal. Se sentía atrapado en una esfera única, compacta y rígida, inmutable e intemporal, compuesta por infinitos anillos concéntricos que le daban ese aire indivisible e inmóvil que suele tener toda cárcel mental. La sensación era tan agradable como perturbadora, y fue esta y no otra la razón que le hizo poner toda su fuerza de voluntad para terminar de despertarse y averiguar qué diablos era lo que estaba pasando a su alrededor.
      Levantar la pesadez de sus párpados fue sin duda una empresa que lo dejó exhausto. La luz, además, no sólo era harto mezquina, sino que también parecía estar en movimiento. Su cuerpo, por último, no estaba cómodamente acostado en una cama o camilla como uno podría imaginarse, sino que se encontraba amarrado a un sillón de cuero, y por si esto fuera poco, totalmente desnudo.
      Frente a sus ojos, en una pared curiosamente curvada, circulaban imágenes borrosas que se movían de un lado a otro. Su intelecto se demoró en vano algunos minutos tratando de descifrar el sentido misterioso de esas sombras en movimiento que parecían tener alguna relación con los murmullos ininteligibles que provenían de las paredes que lo rodeaban. Caín, ciertamente que no por primera vez en su vida, pensó que por fin había enloquecido.
       Supuso, con la sagacidad que lo caracterizaba, que la explicación de todo debía estar cifrada en su pasado reciente, en el recuerdo de las extrañas vicisitudes acaecidas la noche anterior. Por su mente cinematográfica desfilaron las imágenes fugaces del estreno teatral de una obra hospitalaria a la que había tenido que asistir para cubrir a un colega caido en desgracia. Caín estaba maldiciendo su mala suerte hasta que sus siete sentidos fueron heridos, literalmente lastimados por la presencia de una mulata con cuerpo desbordante –a la que por supuesto no tardó en abordar. Y si no recordaba mal, lo primero que ella le había contado –como si se tratara de un dato peligroso– era que estudiaba filosofía oriental.
       –Yo también amo el conocimiento –había contestado rápido Caín, aunque la mirada lasciva que le había dedicado a ese cuerpo moreno y brillante que se encontraba frente a él parecía desmentirlo descaradamente.
      Entonces la mulata lo había invitado a visitar un nuevo lugar exclusivo, casi secreto, donde esa noche se iba a reunir con sus compañeros de estudio; Caín, mientras asentía rápidamente, se preguntaba si ella compartiría su fuerte concepción carnal de la filosofía. También se acordaba que cuando la mulata le dijo el nombre del lugar, Spéos, vio espejos y esperas y pensó que era una forma sutil de decirle que vería todo lo que quisiera ver si tenía la suficiente paciencia.
       El lugar parecía una caverna, y cuando uno entraba y descendía por la rampa principal, percibiendo la fuerte densidad de la atmósfera, realmente se sentía como transportado a un mundo primitivo. La escasa iluminación, las imágenes chinescas proyectadas en las paredes y los murmullos envolventes que hacían las veces de música de fondo, a diferencia del ruido estridente y las fosforescencias de los clubes nocturnos que Caín acostumbraba frecuentar, también se confabulaban para crear tal impresión. La mulata lo arrastró de la mano por pasillos cada vez más oscuros y sinuosos en dirección a lo que parecía ser el interior de la Tierra. Caín, por su parte, se dejaba llevar sonriente, tentado por la proyección de sus propios pensamientos eróticos.
      Pero su memoria se desvanecía a medida que se acercaban al rincón donde acababa de despertarse. Recordaba claramente a otra mulata que había venido con una sonrisa traviesa y con el vino, su propia invitación para que se uniera a la fiesta, la mirada de las dos mulatas como insinuando que ahí había mucha muchacha para un sólo Caín, y él haciendo chistes y acariciando como al pasar la espalda oscura de su compañera. La última imagen era la de una antorcha y unas palabras en otro idioma con entonación argentina. Eso era todo.
       ¿Habría caído bajo los efectos de la burundanga? Por más que lo intentaba, no podía recordar cómo había terminado desnudo y atado de pies y manos al sillón de cuero. Aunque lo imaginaba, claro, y esperaba, por el bien de su reputación sexual, estar en lo cierto. En este sentido, no se atrevía a examinar las posibilidades de un error de cálculo.
      El aumento del volumen de los murmullos que inundaban las paredes volvió a distraerlo de sus vanos intentos de recuerdo. Parecía un eco que venía de sus espaldas, pero al intentar darse vuelta reparó en sus ataduras. Eran como cadenas aterciopeladas y azules, y luego de hacer un poco de fuerza con sus brazos ambas se soltaron. Caín aprovechó la oportunidad para liberarse del todo. Encontró rápidamente el traje blanco que llevaba la noche anterior y se lo puso, incluyendo el vistoso sombrero panamá. No había rastros de las mulatas por ninguna parte. Ni tampoco del vino. Miró por última vez las imágenes proyectadas en las paredes y pensó que parecía un cine primitivo o futuro donde habían sido abolidas las leyes de la representación. Se le ocurrió que el sentido de esas figuras fantasmales era tan difícil de descifrar como los sueños o la mismísima realidad. Se preguntó si la mulata no lo habría llevado allí para hacer algún tipo de experimento perceptivo o sensorial, ya que después de todo, él era el crítico más famoso de toda la isla. Pero desechó la idea rápidamente: Prefería pensar que había sido utilizado como un objeto sexual.
      Salió del rincón de la cueva ascendiendo por un pasillo cortado por una pequeña pared; atrás de la misma había un fuego que parecía controlado, como si también fuera parte del espectáculo, y a su lado, una antorcha. Caín se agachó para mirarla más de cerca pero alguien le dio un golpe en la cabeza que lo mandó directamente al piso. Después sintió que lo arrastraban por sobre una especie de alfombra áspera y escarpada mientras su voz emitía quejidos de protesta. Su cuerpo terminó arrojado al duro empedrado de la calle.
      Cuando intentó abrir los ojos la luz del sol lo encandiló sin piedad. Luego de sentarse lentamente buscó sus lentes negros en los bolsillos del saco, de la camisa y del pantalón, pero no pudo encontrarlos. El calor, además, lo envolvía como una nube hirviente y húmeda, dificultando su poder de concentración. Se puso de pie sintiendo como si su cuerpo penetrara en una bolsa de aire caliente. Se sacudió un poco la ropa y dio un par de pasos trastabillando, acomodándose el sombrero para que la luz del sol no lo molestara tanto. La densidad de la atmósfera le obligó a abrir la boca para poder respirar mejor. De pronto escuchó que alguien repetía su nombre.
       –Eh, Caín. ¿Qué es lo que haces aquí, Chico? ¿No debieras estar tú en el cine, pues?
       Entonces se acordó que esa mañana tenía una función privada. ¿Cómo se llamaba la película que tenía que ver? No, eso no era importante, sino la hora y el lugar. ¿Dónde le tocaba hoy? ¿En el Atlantis o el Astral? Miró su reloj y apenas pudo distinguir que las agujas no parecían moverse. ¿Se habría detenido el tiempo? ¿O sus ojos ya habrían perdido la capacidad de detectar el movimiento mecánico de las cosas? Pero no importaba la hora que fuera, de cualquier forma tenía que apurarse, y mientras se le aclaraban las ideas creyó recordar que la función de hoy era en el Astral.
       –Mira, Caincito: ¿Qué es lo que vas a escribir mañana si no ves la película hoy?
    Caín levantó la cabeza y calculó que debía ser alrededor de mediodía. Si se apuraba, tal vez podía llegar para el final, y con un poco de suerte, encontrar algún colega amable que por lo menos le cuente el argumento. Aunque lo dudaba, ya que la mayoría de los críticos sólo veían los primeros quince minutos de todas las películas, y después huían indefectiblemente de la sala; y si no se iban era porque se habían quedado dormidos. En cualquier caso, su suerte ya estaba echada, y todo por culpa de la mulata y sus supuestos estudios de filosofía.

Marcelo Damiani

domingo, 2 de diciembre de 2007

Genealogía de la narrativa histérica


"El mundo es de inspiración tantálica...
Todo lo que desea un hombre le es brindado
y negado. Yo también pensé: Tienta y niega."

Macedonio Fernández


       En nuestra primera aproximación al tema hemos definido a la narrativa histérica como ese tipo de ficción que realiza un doble movimiento simultáneo: Seduce (literariamente) y rechaza (las demandas externas y ajenas a su propia lógica). Este doble movimiento se debe a que su propósito es conquistar al lector y huir de las imposiciones del Mercado (así, con mayúscula). Ahí, sosteníamos, se veía con nitidez el sentido profundo de la ya famosa provocación libertelliana: “Allí donde hay un interlocutor, uno solo, allí se constituye un mercado”. Con minúscula, puntualizábamos, sin olvidar que la supuesta valoración inferior de las minúsculas, como la negativa de la histeria, sería invertida y desplazada rápidamente. En especial porque este pequeño mercado del que habla Libertella está sostenido por la existencia de un lector concreto, real, mientras que el Gran Mercado está pendiente de la estadística, de los índices de ganancias, de la rentabilidad, cuyo substrato (vacío) son los números.
       Ahora bien, como también ya se dijo, no sabemos si la resistencia que propone la narrativa histérica tiene futuro, pero sin duda de lo que no carece es de pasado. Este no es, por supuesto, el que una lectura fácil podría confundir con el de las vanguardias de principios de siglo XX o las neovanguardias de los 60. La narrativa histérica no sólo no tiene un espíritu de cuerpo o un programa previo sino que tampoco pretende cambiar el mundo para luego conformarse con su entrada al Museo. Así, tal vez está mucho más cerca de ser una retaguardia, no porque le cuide las espaldas a nadie, sino porque siempre está a punto de ser relegada o directamente olvidada por el batallón principal y sus ambiciosos líderes de turno. Se podría decir, para aquellos que se ponen nerviosos frente a las indefiniciones, que en el mejor o peor de los casos, la narrativa histérica sólo es una hipótesis de lectura.

       El resto de la nota acá.

sábado, 1 de diciembre de 2007

Pi: Melancolía y secreción

“La belleza del círculo perfecto ha despertado una intriga especial en los hombres. En su esfuerzo por definir la forma repetida en los iris de los ojos de los seres queridos y en las esferas radiantes del sol y de la luna, el hombre dividió la circunferencia del círculo por su diámetro, descubriendo pi.”

Todd Roberts


       Max Cohen es un joven matemático judío obsesionado por descubrir el patrón numérico del Universo. Alienado en su tarea –asumida como una verdadera Misión–, sufre de alucinaciones y hemorragias nasales que sólo puede aliviar inyectándose. Su creciente paranoia, inherente a la tipología de cualquier racionalista –somos parte de un orden que apenas vislumbramos o que definitivamente escapa a nuestra comprensión–, se ve justificada por dos grupos (en apariencia irreconciliables) que andan tras sus investigaciones. Por un lado, están los especuladores bursátiles que quieren sus teoremas porque sospechan que ellos revelan los patrones ocultos de la bolsa. Por otra parte, una secta hasídica lo quiere en sus filas para descubrir el secreto nombre de Dios, a través de esa rama numerológica del misticismo judío llamada Cábala.
       Max, como corresponde al género de películas protagonizadas por genios, tiene un maestro, Sol, que lo guía escépticamente en su búsqueda, mientras le da consejos sobre que necesita una mujer. Una mujer, precisamente, es lo que sin duda es su vecinita, Devi, una apetecible morocha que le da casi el mismo consejo que Sol: “Necesitas una mamá”, dictamina. La otra fémina que lo persigue es Jenna, una nena que le hace hacer mentalmente operaciones matemáticas. Pero para Max las cosas no son tan claras como para su maestro y vecina. Él ha contemplado el sol de frente cuando era chico, tal vez por eso ahora todo lo que ve son sombras, y quiere ir más allá, descubrir el secreto de pi, esa relación entre la periferia y el centro para reunir lo disperso en la totalidad del círculo.
       Pi (1998), el gran primer film de Darren Aronofsky, es tanto un retrato psicológico como una investigación científica de carácter fantástico, un relato policial como una búsqueda mística de la divinidad. Pero Pi, como no puede ser de otro modo, también es pi: El patrón común de todas las historias: La carencia que hace posible toda narración. Del mismo modo que lo que representa a pi es un número que no tiene fin, periódico, así el movimiento de aquello que ha sido separado de su origen no se detendrá hasta reintegrarse al lugar de donde partió. Pi, por lo tanto, es la unidad de lo diverso, ya que le recuerda a cada narración la ficción del relato del que se desprende su identidad; es la estructura misma del relato entendida como fragmentaria, carencia última o primigenia; su carácter ensayístico en tanto que búsqueda de un Absoluto –ya sea que se lo llame Dios, Madre, Tierra, Dinero, Verdad o Amor.
       Pero mientras que toda narración es progresiva, y por lo tanto utópica, la tentativa de Max –y por eso no es Marx– es melancólica, regresiva. Desoye a su vecina y a Sol (¿pero cómo escucharlos?), desconoce que tal vez el único secreto es secretar, desplazar el origen hacia el final, legar a otro la posibilidad de saber y de poder hacerlo todo, suspender la intranquilidad primordial, resignarse, dejar en blanco las páginas de la historia destinadas a la felicidad.
       Desde este punto de vista se podría decir que el problema de Max es su perseverancia ciega o su voluntad de poder. No obstante, a Aronofsky le basta una breve escena final para problematizar dicha postura. Max, rodeado de hojas marchitas, está sentado en un banco de la plaza. Jenna le pregunta cuánto es 255 por 183. Sonriente, él le responde que no sabe, antes de contemplar la copa de un árbol cuyas hojas son movidas suavemente por el murmullo de viento. Su silencio contemplativo es la prueba de que por fin ha comprendido que no hay nada que decir. No hay mensaje ni código que pueda superar el susurro del viento que se confunde misteriosamente con el de nuestra frágil respiración.
       Tal vez Aronofsky tenía en mente una frase que también Onetti ha tomado de Pound: “Dejemos hablar al viento / Ese es el Paraíso”. Max ha tenido que llegar hasta ahí, después de haber sufrido la persecución de financistas y religiosos, después de haber tenido que enfrentarse con la muerte en más de una ocasión, para comprender que no hay nada, absolutamente nada equiparable a la contemplación del tiempo que se escapa sin reparos, mientras las ficciones que ocuparon nuestro devenir se desvanecen en el aire. Max, tal vez, solamente ha recuperado su capacidad de asombro por el simple hecho de estar vivo, y quizá Pi sea la película sobre la pérdida de esta capacidad ancestral que padecemos todos los que vivimos melancólicamente atrapados por la lógica secresiva del mundo.

Marcelo Damiani & Pablo Orlando