Por Marcelo Damiani
Incluso cuando estábamos los tres juntos
esos días helados en las sierras cordobesas
luego que el fuego quemó todo para siempre
yo tenía la impresión de que ya faltabas vos.
En el umbral de la casa de campo - - ahora
sentados al borde de la galería techada
mirando el manto de lluvia y frío
un relámpago nos fotografía.
Nos convertimos en maniquíes
derruidos y
un pequeño temblor - provocado por la brisa
transforma en algo físico el mal presentimiento
de la ausencia definitiva de nuestro mejor amigo.
Publicado en Quimera N° 317. Abril / 2010.
martes, 3 de marzo de 2009
lunes, 2 de marzo de 2009
El peón de ajedrez (1894)
Me gusta mirar a la gente cuando juega al ajedrez.
Mis ojos siguen esos peones
que poco a poco encuentran su camino
hasta alcanzar la última línea.
Ese peón avanza con tal soltura
que te hace pensar que llegando a esa línea
comenzarán sus alegrías y obtendrá su recompensa.
Encuentra muchos obstáculos en su camino.
Los poderosos lanzan sus armas contra él.
Los castillos le acometen con sus altas almenas;
dentro de sus campos
veloces jinetes pretenden con astucia
impedir su avance,
y por todos lados, desde el campo enemigo
la amenaza avanza contra él.
Mas sale indemne de todos los peligros
y alcanza triunfante la última línea.
Con qué aires de victoria la alcanza
en el momento exacto;
con qué alegría avanza hacia su propia muerte.
Porque al llegar a esa línea, el peón morirá,
todos sus afanes eran para esto.
Cae en el Hades del ajedrez,
y de su tumba resucita
la reina que nos salvará.
Konstantinos Kavafis (1863-1933)
Mis ojos siguen esos peones
que poco a poco encuentran su camino
hasta alcanzar la última línea.
Ese peón avanza con tal soltura
que te hace pensar que llegando a esa línea
comenzarán sus alegrías y obtendrá su recompensa.
Encuentra muchos obstáculos en su camino.
Los poderosos lanzan sus armas contra él.
Los castillos le acometen con sus altas almenas;
dentro de sus campos
veloces jinetes pretenden con astucia
impedir su avance,
y por todos lados, desde el campo enemigo
la amenaza avanza contra él.
Mas sale indemne de todos los peligros
y alcanza triunfante la última línea.
Con qué aires de victoria la alcanza
en el momento exacto;
con qué alegría avanza hacia su propia muerte.
Porque al llegar a esa línea, el peón morirá,
todos sus afanes eran para esto.
Cae en el Hades del ajedrez,
y de su tumba resucita
la reina que nos salvará.
Konstantinos Kavafis (1863-1933)
domingo, 1 de marzo de 2009
De profundis
"El sufrimiento es permanente, aislado y oscuro
y posee la naturaleza de lo infinito."
y posee la naturaleza de lo infinito."
Oscar Wilde
Luego de la publicación de su única y gran novela, The Picture of Dorian Gray (1891), Oscar Wilde conoce a Lord Alfred Douglas (alias Bosie), el joven hijo del noveno marqués de Queensberrry que será su perdición. Algunos años después, en 1895, el padre de Bosie y Wilde se enfrentarán en un juicio absurdo que terminará con la libertad del escritor. Su estadía en prisión lo destruirá física y moralmente, y sus excelentes The Ballad of Reading Gaol (1898) y De profundis (1905) son el indeseado fruto de ese encierro del que nunca podrá recuperarse.
Este libro disfrazado de carta es un lúcido ensayo sobre el arrepentimiento y el dolor, la búsqueda demasiado pormenorizada de los errores del pasado que conducen indefectiblemente a la privación de la libertad, y, sobre todo, la conciencia de la pérdida irrecuperable de la verdadera vida del artista; y así se lo hace saber a esa inconsciente metáfora del mal llamada Bosie: "Yo también tuve ilusiones. Pensé que la vida iba a ser una comedia brillante y tú uno de sus más agraciados personajes. Pero me encontré con que la vida era una tragedia sucia y horrible, y que el momento siniestro de la gran catástrofe (...) eras tú mismo".
Como si esto fuera poco, durante su estadía en prisión, Wilde pierde a su madre: "Pasaron tres meses y muere mi madre. Nadie mejor que tú (Bosie) conoce mi amor y veneración por ella. Su muerte fue terrible para mí; yo, alguna vez amo y señor del lenguaje, no tengo palabras para expresar mi angustia y mi vergüenza. (...) Ella y mi padre me dieron un nombre que ennoblecieron y honraron (...) Yo deshonré ese nombre para siempre."
El libro, como bien señala el traductor y prologuista Américo Cristófalo, catedrático de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, puede dividirse en tres partes: Rememoración de escenas patéticas de la amistad con Bosie, monólogo sobre el dolor y el arrepentimiento que lo acercan a la figura de Cristo, y proyecciones a partir de su futura salida de la cárcel. El punto más interesante del libro, sin lugar a dudas, es la oscilación entre el relato de los hechos que lo llevaron a la cárcel y la aplicación de sus ideas estéticas a Cristo; o, si se quiere, la visión teológica del arte a través de la figura romántica del hijo de Dios. Sobre este tema, Cristófalo le da la última palabra a un James Joyce desconocido, para quien Wilde "murió en el seno de la Iglesia católica (...) Se hincó de rodillas, entristecido y arrepentido de haber sido el cantor de las divinidades del goce, y cerró el libro de rebelión de su espíritu con un acto devoto. (...) Se engañó a sí mismo hasta llegar a creer que era el evangelista de un neo-paganismo".
Antes de cumplir los 40, Wilde había conseguido lo que cualquier escritor desearía: Tenía un estilo depurado hasta la invisibilidad y no sólo era reconocido como un eximio poeta y cuentista, sino también como uno de los pocos autores teatrales capaz de hacer brillar la escena londinense con gracia y talento; y además, también se había animado lucida y lúcidamente con la novela y el ensayo, defendiendo la idea del arte por el arte, conocida como esteticismo. Se podría decir que Wilde lo tenía todo, salvo la hipocresía que el puritanismo victoriano le exigía a los súbditos de la corona. Para ellos, quizá la verdadera pureza era la de Bosie, sobre quien no conviene descargar adjetivos, ya que su futura adhesión al nazismo lo dice todo de él.
Oscar Wilde murió en París, tal vez con aguacero, el viernes 30 de noviembre de 1900, un día del cual todos deberíamos tener el recuerdo. Pero antes se había encargado de dejar muy en claro lo que opinaba de la época que le tocó vivir: "Sé demasiado bien que vivimos en un siglo en el que no se toma en serio más que a los imbéciles, y vivo con el terror de no ser incomprendido". Borges, por si hiciera falta, se encargó de puntualizar: "Wilde, casi siempre, tiene razón". La única duda que quizá no conviene aclarar es si el gran autor irlandés estaría hablando sobre el siglo XIX, el XX o incluso el XXI: Probablemente no haya ninguna diferencia.
Marcelo Damiani
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