Por Laura Siri
Lo primero que llama la atención cuando uno intenta analizar la llamada "brecha digital" es la mera existencia del concepto. Porque, por ejemplo, ya hay en el mundo 963 millones de desnutridos, y nadie habla de "brecha alimentaria". Sería difícil demostrar que algún grupo significativo de personas haya muerto por falta de tecnología informática. Sin embargo, cada año mueren 3,5 millones de niños por malnutrición y la Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) cree que la cifra irá en aumento. Asimismo, muchas personas padecen enfermedades que deberían haber sido erradicadas hace mucho, y nadie habla de "brecha en salud". Por ejemplo, según la OMC, la tuberculosis es la principal causa de morbilidad y mortalidad infecciosa en los adultos de todo el mundo. Cada año mata a 1,7 millones de personas, es decir, prácticamente una cada 15 segundos, pese a ser curable. Y alrededor de dos mil millones de seres humanos están infectados con el bacilo de Koch. Quizá el origen del asunto tenga que ver más con aquellos que venden tecnología que con quienes supuestamente se beneficiarían por su uso. Cisco Systems, por ejemplo, es la empresa que fabrica y desarrolla equipos clave para que la Internet pueda existir: los routers. Anualmente esta firma de origen californiano publica en conjunto con el World Economic Forum su "
Network Readiness Index" o NRI: Un listado de 127 países ordenado según un índice de grado de "preparación" o "aptitud" para la conectividad, conformado por 68 diferentes indicadores. En el primer lugar del ranking figura Dinamarca, seguida por Suecia y Suiza. En América Latina y el Caribe, sólo 4 economías se encuentran ubicadas entre los principales 50 puestos: Chile (34), Barbados (38), Puerto Rico (39) y Jamaica (46). México y Brasil están en los puestos 58 y 59, respectivamente. Este estudio, como muchos similares, sugiere que la conectividad amplia y de banda ancha impulsa la competitividad económica, el crecimiento sustentable y la reducción de la pobreza de un país. Sin embargo, ¿no podría ser exactamente al revés? Es decir que si un país es competitivo, tiene crecimiento sustentable y bajos niveles de pobreza, probablemente utilice sus abundantes recursos en incrementar la conectividad. También es posible que decida desarrollar un programa espacial, o cualquier otro proyecto costoso. Pero si incrementa la conectividad y el principal renglón de su economía es, digamos, la producción de algodón, sería difícil demostrar que eso beneficiaría automáticamente y en forma significativa el desarrollo económico y social. Como siempre se dice en estadística, correlación no implica causalidad. Incluso a escala micro seguramente se podría encontrar una correlación positiva entre la posesión de artefactos electrónicos, entre otras variables, con la capacidad económica de los hogares. De lo cual alguien podría concluir que la adquisición de dichos artefactos genera riqueza. Pero, ¿no será exactamente al revés? Porque es evidente que si uno tiene recursos, puede comprar PCs, televisores de plasma, notebooks, teléfonos de alta gama, y mucho más. Pero comprar esas cosas no aumenta la riqueza de nadie. No son necesariamente una inversión, pueden ser simples gastos, que mejoren la diversión y la comodidad, pero no siempre la productividad. Y las mismas personas que pueden permitirse adquirir todo eso, en el caso de no ser muy afectos a la tecnología quizá prefieran gastar sus recursos en construir una piscina en el jardín. Y hasta podrían vivir más años que los amantes de los "gadgets", debido al ejercicio de nadar regularmente, en vez de estar horas delante de una computadora. Es falaz suponer que quienes no se dedican a incorporar obsesivamente tecnología están condenados a estar del lado malo de la civilización frente a la barbarie. En España, un país del primer mundo, se leen a menudo informes donde se escandalizan de la baja penetración de la banda ancha con respecto a otras naciones de la Unión Europea. Lo que no se suele resaltar es que, según estudios de fundaciones como Telefónica y Orange, así como el BBVA y otros organismos, cerca del 70 por ciento de los hogares sin banda ancha declara en las encuestas que es por falta de interés. No es por el precio, no es por la complejidad, es porque simplemente no todo el mundo necesita Internet para sentir que vive mejor. El problema es que lo que podría ser una simple constatación de hechos, termina planteándose como prescripción. Por ejemplo, el NRI dice que "las nuevas definiciones retratan el alto ancho de banda como una necesidad, quizá incluso como un servicio público comparable al agua potable". En otro lugar, dice que "en un contexto social más amplio, se ha reconocido que la conectividad tiene un impacto positivo en la transparencia, el buen gobierno y la democracia". Esta última afirmación llama especialmente la atención si se piensa, por ejemplo, que la República Popular China, un país donde se puede recibir duras penas por expresar determinadas ideas en Internet, figura mucho mejor posicionado en el NRI que otros donde la opinión no es delito. Este tipo de rankings induce a pensar que la conectividad no sólo trae competitividad económica, sino también democracia y transparencia, cuando esto es sencillamente una falacia. Es natural y no tiene nada de malo que Cisco y otras empresas de informática, que son organizaciones con fines de lucro, traten de persuadir a la sociedad de que los países atrasados en ese rubro están económicamente perdidos y perderán el tren de la modernidad. Cada uno tiende a presentar las situaciones del modo más favorable a sus intereses. Pero, si el tema se considera en forma más sistémica, se puede poner en duda que haya que ir hacia la llamada "Sociedad de la Información" lo más rápido posible y a cualquier costo. El caso de la Argentina puede ilustrar este punto. En los '90, cuando la economía era extremadamente abierta y la tendencia general era hacia la desregulación y la liberalización, los bienes importados, como los electrónicos, no resultaban relativamente tan onerosos para los presupuestos hogareños como hoy en relación al ingreso. Se podría pensar que, de continuar esas condiciones, hubiese sido más fácil romper la brecha digital en el país. Sin embargo, por la específica estructura de la economía argentina, ese tipo de políticas generó desempleo, quiebra de empresas y falta de competitividad. Durante el 2002, con la caída de aquel modelo económico, uno de los mercados más castigados por la crisis fue, justamente, el de informática. En la actualidad, con otro tipo de cambio y políticas más proteccionistas, según datos publicados en abril de 2008 por Marcó Consultora se necesitan 2,52 sueldos promedio para comprar una computadora de escritorio sin marca, y casi tres para adquirir una PC de marca. En cuanto a las portátiles, requieren 3,09 sueldos si son armadas localmente o 4,06 si son de marca internacional. Así que es factible que unas mismas políticas, por un lado, tengan un efecto reductor de las brechas digitales y, por otro, repercutan negativamente en la economía global de un país. Concretamente, es posible que en la Argentina de los '90 las importaciones libres y baratas fueran buenas para comprar computadoras. Pero eran malas para el empleo y la producción, porque junto con un montón de productos como los de informática, que no se podían desarrollar localmente, también ingresaba una gran masa de mercaderías de todo tipo que competía con ventaja con la industria nacional. Por supuesto, lo ideal sería que el país tuviera una producción propia de bienes de alta tecnología, generada en el marco de un Sistema Nacional de Innovación. Pero, por muchas razones, ése no es el caso de la Argentina ni de los países subalternos en general, y esa situación no se corregirá comprando la generada en los países centrales. También hay paradojas peores, como ilustra el floreciente mercado mundial de móviles. En efecto, según un informe de la Organización de las Naciones Unidas publicado en febrero de 2008, estos teléfonos están ayudando a disminuir la brecha digital. Dicho estudio también resalta que los subscriptores a telefonía celular casi se han triplicado en los países en vías de desarrollo en los últimos cinco años, y ahora representan cerca del 58 por ciento de los usuarios en todo el mundo. Se estima que ya hay unas 3000 millones de personas con celular. Particularmente, "en África, donde el incremento en términos de número de subscriptores de teléfonos celulares y el ingreso al mercado ha sido el mayor, esta tecnología puede mejorar la calidad de vida de la población en general", asegura el informe. El problema es que, justamente en África, más concretamente en el Congo, la explotación de un material necesario para la fabricación de celulares está impulsando conflictos bélicos terribles. Se trata del coltan, denominación usual de la aleación de dos minerales: Columbita (col) + Tantalita (tan). Este material es vital para fabricar aparatos electrónicos, centrales atómicas y espaciales, misiles balísticos, videojuegos, equipos de diagnóstico médico, trenes magnéticos y fibra óptica. Pero el 60 por ciento de su extracción y comercialización se destina a fabricar condensadores para teléfonos móviles y, al parecer, no se puede reemplazar por otra cosa. El 80 por ciento de la producción mundial de coltan viene del Congo. Y las disputas por el control de su producción están generando cruentas catástrofes humanitarias desde hace más de una década. Se estima que sólo en la región operan 23 grupos armados y todos van detrás de lo mismo: la riqueza mineral. Además, según un informe del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas difundido en el 2001, algunas trasnacionales de celulares financian a través de intermediarios clandestinos a los bandos en pugna. Entonces, a pesar de su contribución para que el resto del mundo pueda tener celulares a granel, la República Democrática del Congo es uno de los países más pobres del globo, donde miles de desplazados deambulan en medio de todo tipo de peligros y sin los servicios humanitarios más elementales. Por cierto, este país ni siquiera figura en el listado NRI. Por lo tanto, parece que para que en muchos lugares del mundo se disfrute de ciertos adelantos técnicos, el precio pueden ser condiciones infrahumanas de vida en algunas regiones olvidadas. Otra falacia usual en el discurso sobre la brecha digital proviene de la escasa consideración acerca del esquema de propiedad de las tecnologías que se pretende difundir. Por ejemplo, es muy común leer que Microsoft done software a escuelas u otras instituciones con el fin explícito de contribuir a reducir la brecha digital. Según un comunicado de esta empresa, desde el 2003, la compañía ha donado más de 135 millones de dólares en efectivo y software para apoyar a organizaciones sin fines de lucro en 21 países de Latinoamérica y el Caribe.Sin embargo, el texto del contrato de las licencias de uso del software de Microsoft, tanto adquiridas en el mercado como mediante donaciones, contradice claramente la idea de que ese tipo de tecnología pueda contribuir de algún modo para reducir la brecha digital. La razón principal es que, evidentemente, cuando un software se puede compartir legalmente, muchos pueden beneficiarse de su uso sin ninguna barrera de entrada. Pero, en las licencias de Microsoft y de otras empresas, compartir el software está expresamente prohibido. El software libre, en cambio, una vez obtenido, puede ser usado, copiado, estudiado, modificado y redistribuido libremente. Es posible que para obtenerlo haya que pagar, pero se distribuye mediante licencias que permiten las llamadas "cuatro libertades":
Usar el programa con cualquier propósito.
Estudiar el funcionamiento del programa, y adaptarlo a las necesidades.
Distribuir copias, con lo que puede ayudar a otros.
Mejorar el programa y hacer públicas las mejoras, de modo que toda la comunidad se beneficie. El software que no las respeta, como el de Microsoft, Adobe, Apple, y muchas más, se denomina "privativo", porque priva al usuario de estas libertades. Según el gurú del software libre Richard Stallman, cuando Microsoft u otras empresas regalan software, lo que hacen en realidad es crear dependencia de su modo de hacer las cosas. Hacen que el usuario aprenda a usar solamente sus herramientas y, por lo tanto, luego le dé pereza mental usar otras. Lo que dice Stallman es bien fuerte: afirma que este modelo de negocios es igual al de los traficantes de droga, que dan las primeras dosis gratis y luego, una vez creada la adicción, por supuesto las venden. Y si los niños que usaron ese software donado en su escuela quieren usarlo en su casa o en su trabajo cuando ya son adultos, ya nadie se lo dará gratis. Además, por razones estrictamente comerciales, los productos de software privativo constantemente vienen en nuevas versiones, que deben pagarse, y el fabricante discontinúa el soporte de las versiones anteriores. Discontinuar el soporte implica, por ejemplo, que ya no haya parches de seguridad para los productos previos, con lo cual el usuario se expone a toda clase de vulnerabilidades informáticas si continúa usándolos. Esto es visto por los defensores del software libre como una especie de "impuesto al conocimiento". Por otra parte, cada vez que sale una versión más actual, aumentan los requerimientos del hardware compatible, lo que obliga a realizar fuertes y constantes inversiones en nuevos equipos. Evidentemente, esto no contribuye a cerrar la brecha digital. El software que se obtiene gratis no necesariamente es software libre. Así que, cuando una empresa que habitualmente vende software privativo lo regala, por ejemplo, a una escuela, de algún modo le está dando un caballo de Troya. En particular, está obligándola a sostener la dudosa teoría de que compartir está muy mal, que debería ser criminalizado. También que está mal tratar de conocer cómo funciona esa tecnología porque, como los códigos fuente del software privativo son secretos, para usarlo se necesita aceptar que intentar aprender cómo está hecho está prohibido. Y esta última reflexión se relaciona directamente con la falacia más peligrosa de muchas discusiones sobre brecha digital. La idea de que lo malo es no tener suficiente acceso al consumo de ciertos productos tecnológicos, cuando el drama es no tener acceso a su producción. Quienes realmente ganan con las tecnologías de información y comunicación son quienes las desarrollan y las venden, no necesariamente quienes las compran. El mecanismo de generación de falacias acerca de la brecha digital es simple: Se abstrae arbitrariamente una dimensión de la condición desigual del acceso a los bienes. Se plantea que es causa algo que sólo es consecuencia, y se omite que en ciertas circunstancias la reducción de dicha dimensión arbitraria no disminuye el monto global de desigualdad, sino que lo amplía. Finalmente, se acude al truco más viejo del mundo: presentar como interés general lo que, en realidad, es un interés particular de quienes venden determinados bienes y servicios y querrían que fueran tan de primera necesidad como el agua y la comida.