Fue probablemente con la llegada del siglo que a Héctor Libertella y a mí se nos ocurrió la idea histérica de hacer un libro inclasificable (como muchos de los suyos, quizá también un poco como éste). Sostener que “íbamos a escribirlo” sería excesivo, ya que su parte principal, las 60 páginas de La santidad sublime del último místico carnal, iban a estar en blanco. Empezaría con un prólogo firmado por Alan Moon donde se hablaría de cualquier cosa menos del libro, como en la mayoría de los buenos prólogos, y terminaría con una falsa entrevista de D a L donde se plantearían, discutirían y finalmente negarían varias hipótesis delirantes sobre la verdadera esencia del texto. Su título, con el tiempo, misteriosamente se convertiría en una sola letra: H.
La historia de H resuena como un eco espectral en esa pregunta que Libertella se hace al inicio de La arquitectura del fantasma: “¿Cómo será la autobiografía de un nonato?”. No lo sabemos, ciertamente, pero esta inquietud no nos impide imaginar la causa de dicha preocupación. Tal vez fue Cioran quien vio el problema con mayor claridad: “No haber nacido, de sólo pensarlo, ¡qué felicidad, qué libertad, qué espacio!”. Porque lo cierto es que Libertella nació, obviamente, y nació en Bahía Blanca, justo el 24 de agosto de 1945, el mismo día que Borges festejaba sus 46 años. Quizá esta circunstancia fortuita marcó desde el comienzo su precoz destino literario, puesto que a los 13 ya había escrito, ilustrado, encuadernado y hecho circular dos novelas completas. Por eso, cuando ganó el prestigioso Premio Paidós, con más de diez años de oficio sobre sus espaldas, se podría decir que era un escritor mucho más experimentado que experimental.
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