Por Marcelo Damiani
"Los
invasores: Seres extraños de un planeta que se extingue. Destino: La tierra. Propósito: Apoderarse de ella. David Vincent los ha visto. Para él, todo empezó una noche en un camino solitario, cuando buscaba un atajo que nunca encontró. Comenzó con un hombre tan fatigado que no podía seguir en viaje. Comenzó con la llegada de una nave de otra galaxia. Ahora, David Vincent sabe que los invasores han llegado, que se han adaptado al aspecto humano. De alguna forma, debe convencer a un mundo incrédulo que la pesadilla ha comenzado.”
Así empezaba una de las mejores series estadounidenses de los años ´60. Por supuesto, estaba secretamente diseñada para adoctrinar a los telespectadores. Su mensaje se podría resumir como que el mal viene de afuera, envuelto en un cascarón que parece humano y que al morir lo consume un fuego rojo. Imposible ser más doctrinario.
Pero creo que aún nadie ha reparado en lo actual de esta serie que dentro de poco cumplirá medio siglo. No me refiero a su sentido literal, claro, sino al metafórico. Parece que en unos años, o quizá menos, nuestro mundo estará invadido por cascarones voladores que parecen construidos por extraterrestres. Sí, claro, me refiero a los drones, esos vehículos aéreos no tripulados (por humanos, se entiende). Es como si a alguien se hubiera ocupado de invertir el sentido de la serie. Ahora el peligro viene de adentro, y no tanto de lo que parece humano como de lo inhumano que hay en lo humano.
Los drones (término que literalmente significa zángano) han invadido nuestro mundo. Capaz que hay uno sobrevolando mi casa mientras yo, distraído, escribo esto, y puede ser que haya otro sobre la suya mientras usted lo lee, ya que nadie sabe desde cuándo los gobiernos han estado experimentando con ellos. No sería raro que todos esos platos voladores de los que tanto hablan los fanáticos de la ciencia ficción no sean más que drones que circulan por los cielos, llevando y trayendo cosas de las que quizá no queremos saber.
Seguramente si los drones, ahora, ya son públicos, es para naturalizarlos y hacer que nos acostumbremos a su presencia, el nuevo mecanismo de apertura o falso sinceramiento que tienen los sistemas de control global para domesticarnos mejor. Nos quieren convencer, y pocos dudamos de que tarde o temprano lo harán, de que está bueno que un drone nos traiga nuestro delivery nocturno de comida china o de pizza, en vez de un pobre joven que ayuda a su familia o se paga sus estudios con ese sueldo. Así, además, podemos ahorrar mucho en propinas.
Por suerte, yo no ando en medio de la noche por caminos solitarios. Por suerte, yo no soy el arquitecto David Vincent. Por lo tanto, tampoco me propongo convencerlos de que la pesadilla de los drones ha comenzado. Yo sólo me pregunto, entre otras muchas cosas, por qué estos entes voladores de metal primero consiguieron permiso para repartir comida y recién ahora parece que también los van a dejar recorrer los cielos con libros. ¿Habrá sido porque era más rentable? ¿Habrá sido para paliar, por fin, el hambre del planeta? ¿O habrá sido porque los libros siempre fueron mucho, pero mucho más peligrosos que un buen plato de sopa caliente?
Así empezaba una de las mejores series estadounidenses de los años ´60. Por supuesto, estaba secretamente diseñada para adoctrinar a los telespectadores. Su mensaje se podría resumir como que el mal viene de afuera, envuelto en un cascarón que parece humano y que al morir lo consume un fuego rojo. Imposible ser más doctrinario.
Pero creo que aún nadie ha reparado en lo actual de esta serie que dentro de poco cumplirá medio siglo. No me refiero a su sentido literal, claro, sino al metafórico. Parece que en unos años, o quizá menos, nuestro mundo estará invadido por cascarones voladores que parecen construidos por extraterrestres. Sí, claro, me refiero a los drones, esos vehículos aéreos no tripulados (por humanos, se entiende). Es como si a alguien se hubiera ocupado de invertir el sentido de la serie. Ahora el peligro viene de adentro, y no tanto de lo que parece humano como de lo inhumano que hay en lo humano.
Los drones (término que literalmente significa zángano) han invadido nuestro mundo. Capaz que hay uno sobrevolando mi casa mientras yo, distraído, escribo esto, y puede ser que haya otro sobre la suya mientras usted lo lee, ya que nadie sabe desde cuándo los gobiernos han estado experimentando con ellos. No sería raro que todos esos platos voladores de los que tanto hablan los fanáticos de la ciencia ficción no sean más que drones que circulan por los cielos, llevando y trayendo cosas de las que quizá no queremos saber.
Seguramente si los drones, ahora, ya son públicos, es para naturalizarlos y hacer que nos acostumbremos a su presencia, el nuevo mecanismo de apertura o falso sinceramiento que tienen los sistemas de control global para domesticarnos mejor. Nos quieren convencer, y pocos dudamos de que tarde o temprano lo harán, de que está bueno que un drone nos traiga nuestro delivery nocturno de comida china o de pizza, en vez de un pobre joven que ayuda a su familia o se paga sus estudios con ese sueldo. Así, además, podemos ahorrar mucho en propinas.
Por suerte, yo no ando en medio de la noche por caminos solitarios. Por suerte, yo no soy el arquitecto David Vincent. Por lo tanto, tampoco me propongo convencerlos de que la pesadilla de los drones ha comenzado. Yo sólo me pregunto, entre otras muchas cosas, por qué estos entes voladores de metal primero consiguieron permiso para repartir comida y recién ahora parece que también los van a dejar recorrer los cielos con libros. ¿Habrá sido porque era más rentable? ¿Habrá sido para paliar, por fin, el hambre del planeta? ¿O habrá sido porque los libros siempre fueron mucho, pero mucho más peligrosos que un buen plato de sopa caliente?
La versión francesa publicada en la revista Espaces Latinos acá.