Por Felisberto Hernández
El teatro donde yo daba los conciertos también tenía poca gente y yo había invadido el
silencio: lo veía agrandarse en la gran tapa negra del piano. Al silencio le
gustaba escuchar música; oía hasta la última resonancia y después se quedaba
pensando en lo que había escuchado. Sus opiniones tardaban. Pero cuando el
silencio ya era de confianza, intervenía en la música; pasaba entre los sonidos
como un gato con su gran cola negra y los dejaba llenos de intenciones.