Por Marcelo Damiani
Me encontraba en uno de esos antros donde los padres nunca deberían llevar a sus hijos. Pero supongo que cuando uno tiene cierta edad puede prescindir de los consejos parentales y ejercer el derecho a conocer los placeres de la vida; aunque yo, ciertamente, aún no me había topado con ningún placer en esta selva carcelaria. El lugar estaba lleno de celdas y animales exóticos, y no podíamos ir a ninguna parte sin la custodia de las enormes amazonas.
Ese día yo me había hecho amigo de un oso bastante grande que me servía de guardaespaldas, y estaba a punto de dormirme una siesta en mi nuevo refugio cuando unos gritos interrumpieron mi plan de descanso. Salí de la cueva gateando, bastante molesto, por cierto, y alcancé a ver a dos pelados fornidos que se habían trenzado en una pelea en la que no faltaban los gritos y las mordidas. Rápidamente apareció una amazona y los separó; agarró a uno con cada mano por la parte de atrás de los cinturones y los hizo volar por los aires. Después los tiró en jaulas separadas. Fue entonces cuando la vi.
Ella era una preciosidad y estaba asustada; aproveché la situación para acercarme y transmitirle tranquilidad; después de todo, yo era uno de los machos más temidos del lugar. Al principio, como era de esperarse, no entendió mis intenciones, pues ambos teníamos prohibido el uso de la palabra. Pero luego comprendió que yo era el mejor. Es que siempre fui un tigre cuando se trata de mujeres. Incluso sentí el impulso de hacerle las eternas promesas que segura-mente ella se merecía, pero que yo no hubiera podido cumplir, ya que nadie sabía lo que nos deparaba el futuro. Yo aún no era tan hombre como para enfrentar a las amazonas.
Los parroquianos desaparecían poco a poco, acarreados por las guardianas hasta los límites de la prisión. Aproveché el revuelo general para agarrar a mi nueva amiga de la mano y llevarla hasta mi guarida; ahí podríamos ocultarnos un tiempo, y con un poco de suerte, quizá, hasta escapar juntos. Nunca se sabe. Pero entonces escuché la inconfundible frenada de un auto. Intenté apurarme sin éxito. En ese momento sentí que unas manos enormes me agarraban de mis axilas y me levantaban por los aires; supe que todo había terminado. Creo que mi compañera también lo supo, porque sus ojos me despidieron en silencio, desde adentro de la cueva. Por lo menos ella estaba a salvo.
Pasé de las manos de la amazona a los brazos de mi madre. Era increíble, pero ella no podía entender que yo crecía rápidamente; ya me faltaba poco para cumplir dos años y todavía me ponía el chupete en la boca cuando intentaba recordárselo.
La traducción al croata
acá.