Por Marcelo Damiani
Al Rayn era el bandido más famoso de Lan Xang. Había nacido cerca de Vang Vieng y ya desde chico se había sentido diferente. Sentía indiferencia por los juegos en grupo y cuando se presentaba alguna disputa nunca quería tomar partido por ningún bando. Abandonado por sus compañeros, desarrolló una estrecha relación con la naturaleza, y una especial fascinación por los animales.
Apenas tuvo la edad suficiente se alejó de la aldea donde había nacido con una fuerte sensación de libertad. Al principio caminaba siguiendo los designios del momento o los caprichos de su cuerpo, pero un día encontró un hermoso caballo pinto que parecía perdido, dócil como su pelo blanco y marrón, y empezó a compartir con él la toma de decisiones: Acampaban cuando tenían ganas y vivían de las inagotables provisiones de la tierra.
Poco a poco, sin que él se enterara, se fueron tejiendo un sinfín de historias sobre su figura fantasmal. Es que su zona de vagabundeo, al este del Mekong, era un laberinto de cumbres y valles profundos, encajonados, recubiertos de bosques densos y selváticos donde muchos se habían perdido, y que sólo él y su caballo conocían a la perfección. Sin embargo, había un par de mercaderes que se cruzaban en su camino con una regularidad sospechosa, haciéndole recordar lo que sentía cuando era chico y veía jugar a sus vecinos. Siempre se negaba a ser parte de los juegos. No quería pertenecer a ninguna camarilla, y ahora parecía que formaba parte de una. Tal vez su derrotero no era tan azaroso como él pensaba, y de algún modo las circunstancias le habían vuelto a construir un nuevo lugar de residencia. Sintió como si el movimiento perpetuo que había decidido emprender para vivir su vida de pronto se hubiera convertido en un círculo vicioso, y eso no le gustaba.
Fue entonces cuando se enteró de la muerte de su padre.
La noticia le llegó por casualidad. Uno de los mercaderes con los que últimamente se encontraba de manera cada vez menos imprevista, luego de querer venderle unos colmillos de marfil, le había convidado un poco de tam-mak-hung. Mientras él lo comía con voracidad, pues se trataba de su comida favorita, el otro le contó la historia del dragón.
Un comerciante de Jiangcheng se había aventurado en un peligroso viaje al norte. Pero antes de llegar a su destino, en medio de una noche tormentosa, se había encontrado con alguien que venía por el camino de Simao. El hombre tenía los ojos fuera de órbita y su pelo estaba calcinado, como si lo hubiera alcanzado un rayo en medio de la cabeza. Era tan flaco que se le veían las costillas, y como además vestía con harapos, parecía un cadáver parlante. Hablaba un dialecto confuso y monótono, como los locos, y por un momento el comerciante pensó que estaba frente a un espectro que venía del más allá.
Luego de prestar un poco de atención a lo que decía alcanzó a comprender que le relataba las peripecias ocurridas desde su partida de Vang Vieng. El hombre, al parecer, era el acompañante de un célebre chamán del sur, y ambos habían emprendido ese largo viaje en busca del tesoro del dragón. Después de muchos días habían llegado a lo alto de la montaña mágica, e incluso pudieron atisbar desde lejos el brillo del tesoro, pero antes de poder acercarse lo suficiente había aparecido el dragón, y luego de hechizarlos con la mirada, pulverizó a su amo con una llamarada de fuego.
No había posibilidad de error, pensó Al Rayn mientras dejaba caer el pote de comida y se ponía de pie, el único chamán de Vang Vieng era su padre, y ahora estaba muerto. Recordaba perfectamente sus historias de tesoros ocultos y la explicación de que siempre un dragón era el guardián ideal, debido a lo difícil que era escapar de su fuego sagrado. Recordó su sueño de ser el único capaz de encontrar la forma de apoderarse del secreto divino, ya que a su padre no lo movía la ambición, sino la sabiduría.
Al Rayn le preguntó al mercader quién le había contado esa historia, y él, temeroso ante el tono duro de la pregunta, murmuró que todos la sabían, pero por las dudas mencionó a un par de personas que la relataban regularmente. Al Rayn montó su caballo y se fue en busca de los nombrados. Después de escucharla varias veces, le sorprendió que siempre fuera repetida con las mismas palabras, pero la sorpresa rápidamente dejó lugar a la idea de que tenía que vengar la muerte de su padre.
Muchos días y más noches aún cabalgó sin dormir, pensando cómo haría para encontrar la montaña sagrada. Recordó que su padre decía que el tesoro estaba en los cielos, y por lo tanto el único camino correcto era el ascendente. Esto simplificaba mucho las cosas, y sin duda significaba que el lugar se hallaba en la cima del mundo. Pero Al Rayn sabía que la clave era el dragón. Tenía que tener mucho cuidado, porque además de poderoso e imprevisible, el dragón era letal. Por otra parte, su figura solitaria, siempre alerta, dispuesto a sacrificar la vida por un tesoro que no le pertenecía, despertaba su admiración y su respeto.
Entonces recordó un dato fundamental: Los dragones sufrían mucho el calor, y en verano no podían resistir la tentación de atacar a los elefantes, ya que como todo el mundo sabe, su sangre es muy fría, y esto la convertía en el mejor refrescante natural de la zona. Ahora lo único que tenía que hacer para hallar al dragón era seguir la ruta de los elefantes.
La mañana siguiente encontró el rastro de una importante manada, y a la tarde los alcanzó, caminando con la parsimonia que los caracterizaba, los más ágiles marcando el paso y los más grandes cuidando la retaguardia. Se mantuvo a una distancia prudencial para pasar desapercibido, escudriñando los cielos en todas direcciones, hasta que su atención se dispersó con la aparición de las estrellas, ya que siempre le provocaban un aturdimiento inexplicable; cuando era chico podía pasarse horas contemplándolas antes de dormirse. Ahora, sin embargo, apenas cayó la noche, envolviéndolo todo con su manto de silencio, el sueño terminó por vencerlo.
El cielo aún se mostraba indeciso entre la claridad nocturna y la oscuridad del amanecer cuando Al Rayn sintió de pronto que la tierra temblaba. Los elefantes corrían enloquecidos de un lado a otro y una nube de fuego y polvo entorpecía la visión, apenas dejando adivinar el campo de batalla en que se había convertido la zona. Su caballo había desaparecido y ahora, en el mismo lugar, misteriosamente, había un carruaje con dos corceles, uno blanco y otro negro. Al Rayn sabía que el caos reinante sólo podía haber sido producido por la imprevista aparición del dragón. Entonces saltó al carruaje y arengó a los animales para emprender la persecución. Luego de esquivar varios elefantes muertos encontró el rastro de humo que se internaba en los caminos del bosque. Cuando la nube gris se hizo menos densa arribaron a un sendero escarpado que parecía ser la única vía de acceso a la cima de la montaña. Al Rayn fustigó a los animales sin piedad para que apuraran el ascenso, mientras el cielo se iluminaba con relámpagos y a lo lejos ya se escuchaban algunos truenos.
La subida fue acelerada por un fuerte viento de cola que parecía anunciar la llegada de un monzón. Pero el sendero se volvía cada vez más estrecho y el caballo negro se acercaba peligrosamente al borde del precipicio que había a la derecha, como si fuera atraído por las fuerzas del averno. Al Rayn no podía evitar la tentación de observar la bóveda azul que se abría sobre su cabeza, distrayéndolo de la lucha que mantenía con el caballo rebelde. De repente, entre el movimiento de las nubes y el destello de los relámpagos, vio el brillo fugaz de un ojo violeta. En ese instante perdió el control del caballo negro, y sintió como si el carruaje se elevara por los aires en dirección al dragón, aunque en realidad su vuelo ya se había convertido en caída libre. Al Rayn, mientras se precipitaba sobre el abismo, mientras el vacío parecía succionarlo, provocándole una sensación de levedad placentera, experimentó esa suerte de éxtasis que su padre solía describir cuando entraba en trance, la absoluta ingravidez, como si estuviera levitando sobre el mundo de los vivos y los muertos, y por último, en el cielo convulsionado y febril, alcanzó a vislumbrar la figura maléfica del dragón, su mirada roja atravesada por la furia, y su victoriosa mueca final, justo antes que su cuerpo comenzara a arder y su conciencia se desvaneciera consumida por el fuego.