Por Martín Arias
& Marcelo Damiani
Hay una imagen que fascina a Fellini y que se repite, con variantes, en algunos de sus films más hermosos: Es la de una persona (o una figura humana) suspendida, mediante una cuerda o cable, de alturas formidables y peligrosas. Se trata, desde luego, del Cristo surcando los cielos de Roma en el asombroso comienzo de
La Dolce Vita (1960), pero también de la sensacional aparición de Alberto Sordi en
Lo sceicco bianco (1952), suspendido de un columpio que parece haber sido sujetado de las nubes, o la oscura cabeza de Venus emergiendo de un canal veneciano en
Casanova (1976), y, por inversión, también podría agregarse a esta lista el hombre-cometa de
8½ (1963). Estas figuras colgantes son también imágenes introductorias; se encuentran, en efecto, poco más o menos al comienzo de cada película y constituyen su entrada, su inminencia. La inminencia es, en principio, el corte de la cuerda o del cable, ese punto en el cual la conexión habrá sido eliminada y la figura estará libre, pues resulta evidente que estos extraños seres flotantes, investidos e inflados por los atributos de lo espectacular —la gran espectacularidad del catolicismo romano, la módica espectacularidad de las fotonovelas románticas, la equívoca del carnaval y, naturalmente, la del cine mismo— desbordarán siempre aquello que los condiciona: Siempre será difícil retener a esa mujer que se nos escapa por las calles de Roma. Y cuando la cuerda se rompa, ¿qué sucederá? ¿En qué dirección, o de acuerdo a qué fuerza gravitacional, eólica o hidráulica veremos escaparse la figura? ¿Será entonces el momento de la caída, ese momento tan temido en que lo cotidiano y lo real le ganan la batalla a lo espectacular?
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