martes, 3 de abril de 2007

La identidad narrativa


"El hombre es siempre un narrador de historias...
trata de vivir su vida como si la contara."

J. P. Sartre: La náusea.


       La filosofía del “primer” Heidegger sostiene que el hombre –al que denomina Dasein “ser ahí”– es de suyo comprensión e interpretación, y que de hecho se encuentra existiendo en un mundo ya interpretado.


       Mismidad y alienación

       En su situación, el ser-ahí, debe asumir su poder-ser, debe llegar a ser él mismo. Pero, también de hecho, se encuentra siempre ya inserto en un sistema de creencias, conocimientos y valoraciones que no son propiamente los suyos, sino los de todo el mundo: se encuentra ya interpretado por el impersonal y omnipresente “uno” (das Man), que es el quién de la existencia cotidiana.
       Así, pues, la tarea de llegar a ser sí mismo equivale a la resolución de realizar un proyecto de sí mismo cuyo mantenimiento constituye la fidelidad de “la existencia con respecto a la propia mismidad” (1).


        Narrativa y temporalidad

       Estos escasos elementos de una fenomenología de la existencia, muestran la perplejidad del filósofo tras la destrucción de la idea de un sujeto sustancial y de la consiguiente posibilidad de fundamentar la filosofía en un saber primero e inconmovible de ese mismo sujeto.
       Nuestra tesis, basada en la obra de Paul Ricoeur (2), sostiene que esa perplejidad puede hallar una “réplica poética” en la narrativa (histórica o de ficción), que no es un simple entretenimiento sino el modo más apropiado en que el existente humano da (se da) cuenta de su propia temporalidad e historicidad.
       El personaje sartreano de La Náusea afirma que “cuando uno vive, no sucede nada. Los decorados cambian, la gente entra y sale, eso es todo. Esto es vivir. Pero al contar la vida, todo cambia”. ¿Por qué? Porque, según nuestra opinión, la acción de contar es una suerte de laboratorio experimental que anticipa las opciones de la vida real y predispone para la decisión moral. Sirve de modelo de la propia mismidad, entendida no como la estabilidad de un carácter o la constancia de un ser substancial sino más bien como ese modo de existir que se sostiene en el ser en virtud de la fidelidad, como se cumple una promesa: es la persona en cuanto maintien de soi, en cuanto el otro puede contar con ella (3).


       Lectura y apropiación

       En el mundo común ya interpretado, el existente encuentra también las historias, los textos y se apropia de ellos en el acto de la lectura que lo sustrae de la caída en el uno, creando una distinción que explicita la suerte de ser-en-el-mundo desplegado delante del texto, pues, por muy fantasiosa que sea la trama de un texto de ficción, no deja de ser una variación imaginaria del mundo, que el lector sólo comprenderá si a su vez también pone en juego las variaciones imaginarias de su propio ego.
       La fusión del horizonte histórico propio con el ajeno del texto le permite al lector vislumbrar un modelo de su propia mismidad, presentida como la identidad surgida de un relato, la identidad narrativa. En efecto, la indagación del artista en su propia vida, trasmutada mágicamente en una narración, no tiene otra finalidad que la de recuperar lo propio –la mismidad– sepultado por las sedimentaciones de los hábitos y las urgencias de la vida social y pragmática “ese trabajo de escritor –dice Proust– de intentar ver algo diferente bajo la materia, bajo las palabras, es exactamente el trabajo inverso del que, cada minuto, cuando vivimos apartados de nosotros mismos, el amor propio, la pasión, la inteligencia y también la costumbre realizan en nosotros, amontonado encima de nuestras impresiones verdaderas, para ocultárnoslas enteramente, las nomenclaturas, los fines prácticos que llamamos falsamente la vida” (4). Ese esfuerzo del creador traducido en el texto y compartido por el lector, ayuda a constituir la identidad de cada uno en una narración coherente. Ahora bien, cada lector, según Proust, “es, cuando lee, el propio lector de sí mismo”, de modo que la lectura se convierte en una experiencia de pensamiento por el cual nos ejercitamos a habitar mundos extraños a nosotros mismos, y no como un juego irreal sino como un desafío con consecuencias morales, pues como dice Ricoeur un relato “jamás es estéticamente neutro”, si no más bien “el primer laboratorio del juicio moral”.
       El lector, por ende, debe convertirse a su vez en agente, en iniciador de acción, al elegir entre las múltiples propuestas éticas ofrecidas por la lectura.


       Psicoanálisis y narración

       La experiencia psicoanalítica es muy instructiva en este respecto, puesto que en la psicoterapia “unos procesos interrumpidos se integran en una historia completa (que se puede narrar)” (5). En efecto, la finalidad de la cura es sustituir los fragmentos inconexos de la historia personal, que se han hecho ininteligibles e insoportables, por una historia coherente y aceptable en la cual quien se somete al análisis –que ha sido, auxiliado por el analista, el autor de tal historia– pueda reconocer su identidad.
       Allí se ve cómo la historia de una vida se constituye por medio de una serie de rectificaciones de relatos previos, lo cual, por otra parte, encuentra su pedant en la constitución de la identidad narrativa de pueblos y comunidades, como la muestra ejemplarmente el caso del pueblo judío: en ambos casos, un sujeto se reconoce en la historia que él mismo se cuenta a sí mismo sobre sí mismo.


       Vida y literatura

       La identidad narrativa puede ilustrarse, además, recordando que para Aristóteles “la poesía es más filosófica y elevada que la historia”, ya que ésta atiende sólo a lo particular y accidental, mientras que la poesía se atiene a lo que puede suceder. Al no estar atado al detalle confuso de los hechos, el poeta, el dramaturgo, el novelista, selecciona y reordena las acciones en la trama rígida de un mito –lo que Ricoeur llama mise en intrigue–. Si tenemos en cuenta que en la vida real el sentido de los sucesos se aclara, por así decirlo, a posteriori, desde el punto final hacia el que tendrán sin que lo supiéramos, bien puede uno a veces pensar que en realidad no pasa nada, como decía Sartre; y que por ello “hay que escoger entre vivir o contar” o, como decía Pirandello, “en verdad la vida o se vive o se escribe” (6); hay que elegir entre la náusea del caos y el sinsentido, y el sereno orden del relato, pues únicamente narrándola se ordena la insostenible incoherencia de todo existir, pues elimina lo accidental, lo no perteneciente al fin de lo narrado –al sentido de la acción– conservando tan sólo los momentos que integran el ideal aristotélico de “una acción completa y entera, con un comienzo, un medio y un fin”.
       En la vida real, en efecto, “ninguna acción tomada por sí misma es un fin (una conclusión) sino en tanto que en la historia contada ella concluye en curso de acción, desata un nudo, compensa la peripecia del héroe con un acontecimiento, sella el destino del héroe con un acontecimiento último que clarifica toda la acción” (7). El dilema de Sartre y Pirandello se disuelve si se tiene en cuenta que, en verdad, se escribe para vivir, para que la vida encuentre su identidad al reconocerse en la historia que se cuenta a sí misma. Tal es quizás el sentido de la revelación final de las laboriosas búsquedas de la recherche proustiana, cuando Marcel, al cobrar conciencia del tiempo incorporado a su propia existencia y recuperado en las reminiscencias involuntarias y en la fidelidad a la futura obra, expresa:
“La verdadera vida, la vida al fin descubierta y dilucidada, la única vida, por lo tanto realmente vivida, es la literatura” (8). Pero esto no es una mera apología de la literatura, sino la reafirmación de la sentencia socrática: una vida sin examen no merece ser vivida. Y este examen es precisamente narrativo, en la medida en que –como dice Ricoeur– “comprenderse es apropiarse de la historia de su propia vida. Ahora bien, comprender esta historia es hacer el relato de ella, guiados por los relatos, tanto históricos como ficticios, que nosotros hemos comprendido y amado” (9).


Mario A. Presas

Para La Nación,
La Plata, 1993.



(1) Heidegger, Sein und Seit, Tublingen, 1953, Pág. 391.
(2) Remito en general a mis ensayos “Metáfora, relato y acción. Aproximaciones a la obra de P. Ricoeur”. LA NACIÓN, 27-09-87 y “Los caminos divergentes de Paul Ricoeur” LA NACIÓN, 14-02-93.
(3) Cfr. Paul Ricoeur, Soi-même comme un autre, Paris, 1990, Cap. 6 “Le soi et l´identité narrative”.
(4) Marcel Proust, En busca del tiempo perdido 7: El tiempo recobrado, Madrid, 1969, Pág. 246.
(5) Hans-Georg Gadamer, Verdad y método II. Salamanca, 1992, Pág. 241.
(6) Cfr. Mario Presas, “Vida y arte en L. Pirandello”, Criterio, XLVII, N 1707/08.
(7) Paul Ricoeur, Du texte a´ l´ action, París, 1986, Pág. 14.
(8) Proust, op. cit, Pág. 246.
(9) Paul Ricoeur “Auto-comprehension et histoire”, en Calvo Martinez y Avila Crespo (Eds.), P. Ricoeur, Los caminos de la interpretación, Barcelona, 1991, Pág. 25.