Por Jonathan Rovner
Para todos aquellos narradores que quieren escapar a las clasificaciones de la industria cultural, existe una rancia categoría que es la llamada "novela experimental". Mientras que en el ámbito de las ciencias experimentar significa poner a prueba una determinada conjetura, para la literatura se trata de la primera opción de que dispone quien quiera salir (o no logre ajustarse) al encasillamiento de los géneros ya establecidos. Incluso cuando el precio de esa fuga sea el de abandonar toda coherencia, toda sustancia y, ya sin ninguno de esos atavíos dejar que el texto se mantenga trashumante entre distintas formas, más o menos marginales, como el poema, el diario íntimo, la prosa poética o el guión audiovisual. Tal es la manera en que se presenta El sentido de la vida, la novela experimental de Marcelo Damiani. Para leer El sentido de la vida, prácticamente página por página debe reconstruirse el pacto de lectura que por lo demás permanece inestable hasta el final. El mismo Marcelo Damiani se hace nombrar por uno de sus personajes, prologuista y narrador. El sentido de la vida intenta la difusión de los límites tradicionales establecidos por la novela como artefacto de lectura. A ello contribuye el intercalado de las dedicatorias a, por ejemplo, algunas a firmas canónicas de la literatura argentina como Ricardo Piglia y Juan José Saer, conviviendo entre las apócrifas, o las dirigidas a personajes de la novela apenas mencionados en otros capítulos. Damiani recorre, con asombrosa soltura, algunas de las estrategias experimentales que mejor hemos visto en la narrativa canónicamente experimental, desde comienzos del siglo XX, como la rotación de narradores y personajes, la concomitancia de lógicas paralelas y la disolución de los límites entre realidad y ficción, entre vigilia y sueño. En El sentido de la vida todo ocurre como si el relato mismo intentara atravesar un laberinto de espejos, en el que por momentos no puede evitar perderse. Secuencias, espacios y personajes que se superponen y desdoblan, compitiendo finalmente por no se sabe qué, todos ellos envueltos en una atmósfera de policial negro. Gabriel y David, los personajes principales son, por momentos, intercambiables. El narrador mismo es por momentos uno de ellos, a la vez que el texto dice ser una lectura que hace el otro de los papeles del primero. Pero en El sentido de la vida, el sentido de la vida es, por momentos, nada más que un juego de rol por computadora: "La última vez que jugué, por ejemplo, soy un abogado mediocre (como todos los abogados) con pocas habilidades y pocos defectos. Estoy casado con una psicóloga feminista y fea (algo normal) y que no muestra signos de locura por ninguna parte (esto es lo raro)". En parte, es como si la noción de realidad, cuando no la realidad misma, fuera para Damiani la culpable de los prejuicios existenciales que afectan la vida de sus personajes. En "Así lo habría escrito él", capítulo dedicado a Carlos Dámaso Martínez, puede leerse: "Así, los autos, los semáforos, los carteles de neón, terminan convirtiéndose en presencias leves, meras luminosidades móviles que forman una especie de todo indivisible y a la vez falso: Eso que algunos llaman Realidad: y yo, Irrealidad uno"
Publicado en Página/12 el 14 de abril del 2002.