El 27 de enero pasado se cumplieron 10 años de la desaparición de Salinger. Murió a los 91 años en su casa de Cornish, New Hampshire, donde vivía recluido y sin publicar nada desde hacía casi medio siglo, más de la mitad de su vida, mientras su fama y sus fans no paraban de crecer en todo el mundo, signo irrefutable de que sus libros habían pasado varias veces la dura prueba de la relectura, quizá la más difícil para cualquier escritor.
Cuenta la leyenda que pasó su infancia huyendo del departamento familiar de Park Avenue, probablemente en busca de experiencias similares a las del narrador de su gran cuento “The Laughing Man", y luego, ya adolescente, a las de Holden Caulfield, protagonista exclusivo de The Catcher in the Rye. Tal vez no es extraño que esta novela le haya gustado a Faulkner, sobre todo si tenemos en cuenta su desparpajo, su coqueteo con el existencialismo (tan en boga por esos años) y su obsesión por desenmascarar la hipocresía social. Me acuerdo que cuando la leí, a esa edad ideal en que uno aún no ha salido de la adolescencia, envidié sana y profundamente a su autor, porque es una novela que a mí me hubiera gustado escribir; aunque por suerte no cometí el error de tantos otros al creer que podían escribirla de nuevo como si no existiera. Sin embargo, creo que la obra maestra de Salinger, con la que la mayoría de sus imitadores ni siquiera se atreve, es "Raise High the Roof Beam, Carpenters". Esta nouvelle es una máquina narrativa perfecta que atrapa al lector desde el principio, y lo lleva de la nariz hasta uno de los mejores finales que he leído en mi vida. Mucho se ha especulado sobre los motivos del retiro de Salinger de la vida pública. Mi modesta hipótesis es que se retiró porque pensó que jamás podría escribir nada mejor que esto, y creo que hay que ser un genio para hacerlo. Un genio como esos niños brillantes a los que tanto le gustó retratar. El mundo, sin duda, es una contingencia muy molesta para ellos, y su estupidez infinita termina aniquilándolos. Un verdadero genio, parece haber gritado en silencio durante estos últimos 50 años, todo lo que necesita es un poco soledad para vivir en paz. Esa misma paz que él encontraba, paradójicamente, en escribir para sí mismo y no publicar. Ahí están sus libros para los que aún tenemos ganas de escuchar su voz; una voz que parece la de un amigo de la infancia, un amigo de verdad. Tal vez hacernos escuchar esa voz fue su único propósito, y una vez que lo consiguió con creces, sintió que su trabajo ya estaba hecho. Un pequeño milagro por el que todos deberíamos estar agradecidos, ya que el resto, para decepción de Verlaine, es una rara mezcla de ruido y silencio.
Cuenta la leyenda que pasó su infancia huyendo del departamento familiar de Park Avenue, probablemente en busca de experiencias similares a las del narrador de su gran cuento “The Laughing Man", y luego, ya adolescente, a las de Holden Caulfield, protagonista exclusivo de The Catcher in the Rye. Tal vez no es extraño que esta novela le haya gustado a Faulkner, sobre todo si tenemos en cuenta su desparpajo, su coqueteo con el existencialismo (tan en boga por esos años) y su obsesión por desenmascarar la hipocresía social. Me acuerdo que cuando la leí, a esa edad ideal en que uno aún no ha salido de la adolescencia, envidié sana y profundamente a su autor, porque es una novela que a mí me hubiera gustado escribir; aunque por suerte no cometí el error de tantos otros al creer que podían escribirla de nuevo como si no existiera. Sin embargo, creo que la obra maestra de Salinger, con la que la mayoría de sus imitadores ni siquiera se atreve, es "Raise High the Roof Beam, Carpenters". Esta nouvelle es una máquina narrativa perfecta que atrapa al lector desde el principio, y lo lleva de la nariz hasta uno de los mejores finales que he leído en mi vida. Mucho se ha especulado sobre los motivos del retiro de Salinger de la vida pública. Mi modesta hipótesis es que se retiró porque pensó que jamás podría escribir nada mejor que esto, y creo que hay que ser un genio para hacerlo. Un genio como esos niños brillantes a los que tanto le gustó retratar. El mundo, sin duda, es una contingencia muy molesta para ellos, y su estupidez infinita termina aniquilándolos. Un verdadero genio, parece haber gritado en silencio durante estos últimos 50 años, todo lo que necesita es un poco soledad para vivir en paz. Esa misma paz que él encontraba, paradójicamente, en escribir para sí mismo y no publicar. Ahí están sus libros para los que aún tenemos ganas de escuchar su voz; una voz que parece la de un amigo de la infancia, un amigo de verdad. Tal vez hacernos escuchar esa voz fue su único propósito, y una vez que lo consiguió con creces, sintió que su trabajo ya estaba hecho. Un pequeño milagro por el que todos deberíamos estar agradecidos, ya que el resto, para decepción de Verlaine, es una rara mezcla de ruido y silencio.
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