martes, 2 de noviembre de 2010

Patografía, vanguardia, posmodernidad


Por Héctor Libertella

       Si hubiera turnos en la historia, y si ahora le correspondiera el turno a la estética de la nueva derecha, entonces yo cedería lugar a un epígrafe de Louis Pauwels. Con la siguiente aclaración: como esta es una intervención oral, el epígrafe no estará encima del texto escrito sino que estará aquí arriba, en medio de la sala, flotando como un satélite artificial, una pequeña cápsula espacial o, no sé: algo que quede suspendido sobre nuestras cabezas echándonos sus rayos, como un modelo o una amenaza. No tengo otra imagen más violenta y práctica para definir lo que es la imagen posmoderna.

       La cita de Louis Pauwels dice:

A partir de ahora, el mundo deberá ser pensado antes de 1789 y después de 2010.

       Es decir, entiendo: Antes de la Revolución Francesa, y después de cierta Máquina del Futuro. Nicolás Casullo lee y relee el terror de esa cita, la requeterrolea y concluye lo siguiente:

       ¿Antes de 1789 y después de 2010? ¡Ajá! Eso parece Latinoamérica: "Una sociedad de siervos que está mirando por T.V. la guerra de las galaxias".

       Para cualquier humanista dueño de la Historia (digo de la historia de pasos sucesivos) este alto contraste puede producir un shock eléctrico o un efecto de escalofrío: algo muy antiguo y algo muy futuro. Algo anterior a él y algo que lo sobrepasa. Como un salto al vacío ideológico. Pienso, de pronto, en el cine: esos perros del desierto que son los personajes de la película Mad Max: hombres que habitan en basurales pero que manejan aparatos de extrema complejidad; que comen comida de perros pero en latas industriales. Pienso en las películas de Andrzej Zulawsky: Posesión, La tercera parte de la noche, Una mujer pública. Y también en Hitler: un sueño alemán, esa imaginería de muñecos sofisticados que por todas partes cacarean un terror antiguo y anterior a toda idea de sociedad. Pienso también en algo muy antiguo (cuatro orangutanes de frente estrecha y nuca aplanada) y algo muy del futuro (esos cuatro orangutanes manejando un coche Ford Falcon lleno de botoneras y computadoras hiper). Pienso, por último, en la figura que puede englobar a todos ellos: la de un cavernícola que está atrapando a su presa, pero ahora con un "raye" personal que se hace un lazo que se hace un finísimo rayo láser en la mano (así está atrapando a su presa).
       ¿Será éste un imaginario de época?
       Ahora bien, entre el 1789 y el 2010 hay un hueco de dos siglos. Por ese hueco se precipitan —ya podemos adivinarlo— no solamente las ideas de desarrollo y de evolución que muchos venían trabajando. También se va por allí todo un conjunto ya armado de creencias, lo que llamaríamos "nuestro saber narrativo": el Relato que nos hicimos de nosotros mismos y de nuestro mundo. Y, por ese hueco, me veo arrastrado a decir que también se van Freud, Marx, Levi-Strauss, las socialdemocracias y toda una historia de la interpretación que habíamos hecho nuestra.
       Aquella idea de Pauwels, ya lo sabemos, es la idea del neoconservadurismo: la violenta estética de la nueva derecha. Pero admitamos, por un rato, que también la nueva derecha esté escribiendo sus párrafos en nuestro Relato de Época.
       El problema entonces sería el siguiente: ¿qué hacemos como escritores, si ya se instaló entre nosotros la presunción o la amenaza de ese abismo de dos siglos? ¿Retiramos todos los tinglados ideológicos y todas nuestras artesanías, y nos vamos a otra parte? ¿Cómo podríamos seguir, por ejemplo, en el noble empleo de reescribir nuestra tradición? ¿Sentamos a José Arcadio Buendía o a José Cerní en una poderosa motocicleta, y les colocamos en la cabeza un casco ultrasónico? ¿Es tan fácil que nosotros, escritores de América latina, le alquilemos a la cultura postindustrial sus imágenes de identificación? ¿Nosotros, justamente, que como modelo de sociedad estamos sin embargo retrogradando y yéndonos aceleradamente al fondo de la caverna, a ese último resto perfecto de vida civilizada?
       Para hablar de Literatura y Sociedad, ¿desde qué lugar, y como qué, dejaremos marcas en nuestra sociedad? ¿Como el Escritor artesano que sigue proponiendo construcciones imaginarias de tipo simbólico? ¿Como el Literato moderno que reescribe y enriquece el cuerpo histórico de la literatura? ¿O, ya en pleno pozo posmoderno, como el Patógrafo que se asume deslizándose por esa pendiente etimológica que va del pathos (es decir, del carácter) a la pasión (es decir, el amor inmoderado) y después al padecimiento y por último a la patología y a la enfermedad o morbo de la letra? (A esta altura deberíamos decir: de la letra-Heroína).
       El problema no es tan mecánico como lo propone cierta crítica: a sociedad industrial cultura moderna; a sociedad post-industrial cultura posmoderna. No se trata de apropiarse o no, de traducir o no imágenes post-industriales Es un problema de función y un problema lingüístico, y se manifiesta por todas partes. No sé qué hay detrás de ese arcaísmo exasperado en los versos del peruano Carlos Germán Belli; no sé por qué hay tanto pastiche de la crónica indiana en Abrapalabra, del venezolano Luis Britto García, o en otras veinte novelas de los últimos años; por qué Roa Bastos incrusta en Yo, el Supremo un hipergongorismo de esta especie: "Clavada la Revolución en mi cabeza la pica guíñame su ojo cómplice desde la Plaza". Perdido en esta sintaxis, ya no llego por ningún lado al dictador latinoamericano que tantos estudiaron. Tampoco sé por qué muchos de nosotros hemos recorrido por un rato la retórica del Siglo de Oro, y hemos paseado por esos "descrifraderos" de la literatura. O qué nos dice el hispanismo a ultranza de Macedonio Fernández; o todo ese otro Góngora al cuadrado que llegó a algunos poetas jóvenes después de caminar por el puente Lezama Lima. (¿Recuerdan ustedes? "Un puente, un gran puente que no se le ve / pero que anda sobre su propia obra manuscrita.") Seguramente la obra manuscrita del propio Lezama.
       En fin, en todo esto hay un efecto de vuelta al pasado que podría explicarse superficialmente, desde cualquier paradigma teórico: desde la sociología (como si el arcaísmo fuera un modo clasista de protegerse); desde el psicoanálisis (como si fuera el eco o el retorno de una letra reprimida) o bien desde la semiótica. Pero aquella cita de Pauwels deja todas estas interpretaciones peligrosamente entre paréntesis, entre el largo paréntesis de dos siglos: escondidas en un violento repliegue de la historia, como aplastadas por un bandoneón que se cierra. Creo que esta regresión marca un primer contacto con la estética posmoderna.
       A continuación, me parece que el patógrafo latinoamericano no piensa. Parece querer decirnos: "No nos confundamos. La escritura no es un pensamiento". El simplemente corre y se desliza por la banda negra de su sueño, que es como correr perseguido por una metralla de balas significantes: como un condenado a muerte.
       Así habla, por ejemplo, Emeterio Cerro:

                   Forquearíamos si / que hartamasín / ría /
                   pañoleante / el fea naba que cerenil (...)
                  Bubónas ...eran varias escotadas del fondo
                  del erizo lascivo ...nunca el espino su cruz
                  le lleve seque del reniego renace un loro en
                  capullo.

       ¿Qué es esto? Si —como nos han inculcado desde hace treinta años— el texto es un cuerpo, éste parece el cuerpo-texto de un Ello. Al menos nos evoca lo que puede pasarle a alguien atravesado por toda clase de mensajes y palabras sueltas que quieren comunicarse en él: hacer contacto en él. No es, evidentemente, "histérico", porque la patología del histérico significa la dramatización, la conversión teatral del cuerpo (el neobarroco se parece más a esto). Tampoco es "paranoico", porque la paranoia supone la estructuración de un mundo rígido, organizado y celoso (el nouveau-roman se parece a esto). Es, tal vez, "esquizofrénico", en el sentido de todas las palabras que lo tocan y lo desarman: está abierto a todas ellas, y a ninguna le presenta resistencia. A todas las mira con sus ojos bobos y dilatados, con su mirada neurológica. Es decir que no tiene protección privada ni defensas sobre sí mismo, y aquí veo otro contacto con la estética posmoderna. Una especie de SIDA literario.
       Pero ahí están el nictógrafo o "caja de hacer textos" y los mapas astrales de los primeros libros de Arturo Carrera, allá por 1970. Nuestra crisis argentina empezó siendo eso, también: una Constelación de palabras en el cielo estrellado y manso de la pampa: nadie adivinaba que se venían unos nubarrocos bien cargados. Y está esa otra constelación erudita que es toda la obra de Haroldo de Campos. Y ese aire de familia en varias lenguas, en una diáspora desde Nueva York a Madrid, París o las Islas Canarias, desde Octavio Armand a Andrés Sánchez Robayna y a Emilio Sánchez-Ortiz o a los mexicanos Alfonso D'aquino y Adolfo Castañón; desde el francés Gérard de Cortanze al uruguayo Eduardo Milán, a Néstor Perlongher y al español Julián Ríos. Obras para que el lector labre en su propio laberinto de Creta, con mucho esfuerzo de vientre, como dice Julián Ríos: "decodefecando laberintos de ex-creta".
       A continuación, me pregunto: ¿por qué lugar de Lezama Lima habrá pasado Sarduy para que muchas otras escrituras terminen en el camino del Big Bang, en lo que queda flotando de nuestra lengua después del Gran Estallido? ¿Por qué lugar de Góngora pasó Sor Juana, para que Octavio Paz y Lezama Lima le hayan mostrado a las vanguardias el lado claro y el lado oscuro de una misma tradición hermética? Ni modernos ni posmodernos, ellos nos dirían: Nosotros seguimos siendo —desde hace siglos de siglos— la "oposición ilustrada". Al fin y al cabo, si pensamos en la estética que vendrá como un terror o una amenaza, "el hermetismo —nos dice Moreno-Durán— constituye la mejor salvaguardia de las esencias con que es posible soportar el futuro". Y aquí veo una enorme diferencia con la cultura posmoderna.
Esa tradición, como si fuera El Árbol, me parece que hace eco en formas que vienen de distintos troncos: el concretismo; la hermesis verbal (algo que me imagino como hablar con la mandíbula endurecida); la afasia (no el acceso a la interpretación que sugiere Jakobson, sino el arte de dejarse distribuir en los silencios de la frase: una de las muchas formas de la Dispositio); el grotesco; el neo-neobarroco; la perversión textual que no reconoce ningún referente y ningún fin; el arcaísmo (del que ya hablamos). Y también, por qué no, esa práctica infantil que nos constituye, tan poco estudiada por la lingüística: el idiolecto. Es decir, el vagido de aquel bebé que fuimos, y que todavía sigue escribiendo en nosotros.
       Y está, por último, el grafismo. Pienso ahora en la escritura show-low, la de los "chou-lous" (como pronuncian los sureños de Estados Unidos): la del "lento actuar" del drogado. Esos grafitti de pura violencia bilingüe que han dejado los cholos de México en las paredes de Culiacán, Estado de Sinaloa. Unos caracteres latinos ultradeformados que no podríamos entender si no tomamos antes unos pasos de distancia y entrecerramos un poco los ojos: como si para leer en su rabia lo que dicen esos paredones debiéramos tener toda una guía de lectura, y una clave secreta de posición, distancia y mirada: para protegernos de la polución industrial de esa escritura; de su aerosol posmodemo. Lo que visto de cerca es, entonces, puro garabato, de lejos se nos hace un claro mensaje castellano. Pero para llegar a eso hay que dar 15 pasos atrás, dos a la izquierda, y hacer una reflexión de rodilla: como piratas que sobre mapa calculado buscan el botín de la lectura. Por ejemplo, lo que de cerca se lee A Col. Maz. 13 ramo R 5000, de lejos es: Apúrense, en la Colonia Mazatlán la "morra" (ramo, un argot al revés: "la amiguita") tiene cemento fresco para inhalar. Y otra vez me asalta algo muy antiguo y muy del futuro: como la imagen de un cholo drogado, un drogadicto, un troglodita agachado en su cueva y respirando ansiosamente en un balde de pegamento industrial. Digamos: de Resistol 5000 —R5000—.
       Para terminar, sólo quise asociar algunos de todos los cruces y diferencias entre las formas de la patografía, la vanguardia y la posmodernidad. Por ahora basta decir que Vanguardia siempre ha sido, justamente, eso: una red de contactos y diferencias con la cultura de su momento. Y que —aunque la palabra vanguardia sea y sea siempre objeto de un miedo disfrazado de desdén— sin embargo hoy esa red de la vanguardia nos sigue protegiendo por debajo, para no caer en ese profundo pozo de dos siglos que nos anunciaba Pauwels.


       Fuente: AA.VV. (1987): Literatura y crítica: Primer encuentro, UNL, 1986, Santa Fe, Universidad Nacional del Litoral, pp. 99-104.