Woody Allen, como ya lo hemos dicho en otra ocasión, no es sólo una persona, sino también un ícono, una marca, pero sobre todo una máquina. Una máquina de hacer chistes, escribir libros, filmar películas e incluso de tocar música. Una máquina de ver la vida con humor, con ironía, con sarcasmo, con crueldad; aunque también con empatía. Segura-mente en el futuro la gente se preguntará cómo fue posible que haya existido este fenómeno.
Sus comienzos en el cine, a fines de los 60 y principios de los 70, lo encontraron haciendo comedias que le sirvieron de sostén para sus dos primeras obras maestras: Annie Hall (1977) y Manhattan (1979). La cuasi felliniana Recuerdos (1980) fue la transición antes de sus otras dos obras maestras: Zelig (1983) y Crímenes y pecados (1989) -luego reelaborada por Match Point (2005).
Obsesionado con la muerte ("No le tengo miedo a la muerte, sólo que no me gustaría estar allí cuando suceda"), con Dios ("Dios es gay"), con el sexo ("El sexo sin amor es una experiencia vacía, pero como experiencia vacía es una de las mejores"), con las relaciones humanas y con el absurdo de la existencia, Woody nos ha legado una visión del mundo muy divertida y descarnada a la vez.
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