Por Carlos Schilling
La parodia es una de las formas más elegantes de seguir escribiendo cuando ya no queda absolutamente nada por decir. En ese sentido, toda la literatura de Occidente puede ser considerada una gran parodia de sí misma. Una enorme oración que no quiere llegar a ninguna parte. La suma de sus temas tiende despreocupadamente a cero, y la suma de sus páginas tiende alegremente al infinito. Es ese vacío el que hace posible las historias, en él nacen y en él mueren todos los relatos, porque nada hay que nos sostenga además de las palabras. Pero esta levedad no carece de vértigos, de allí que los buenos textos paródicos provoquen en el lector eso que César Aira llama una sonrisa seria, y de allí que podamos afirmar que Adiós, pequeña pertenece a la clase de libros que uno lee pensando que si no existiera la literatura, en este planeta no existiría realmente nada.
Y no se trata tan sólo de un elogio, sino de una manera de señalar que el mundo que se pone en movimiento en la novela de Damiani es un mundo puramente literario, más legible que visible, un escenario donde los personajes y las acciones se proyectan sobre un fondo hecho con otros personajes y otras acciones, y allí adquieren esa consistencia ilusoria que los caracteriza. Sería imposible entender sus gestos, sus diálogos o sus peripecias, si nuestra imaginación no estuviera saturada por esa especie de segunda realidad que las novelas y los films policiales le han impuesto a las grandes ciudades como una atmósfera ficticia. Y es justamente allí donde actúa la parodia de Adiós, pequeña, en esa segunda realidad que vemos disolverse gradualmente a medida que avanza la novela hasta que por fin desaparece en su última página.
Publicado en La voz del interior (15-02-1996). La foto acá.