Por Marcelo Damiani
Con ecos de Mark Twain y Scott Fitzgerald,
con cuasi epígonos como Thomas Pynchon y Lorrie Moore , hoy en día son
pocos los que no reconocen el valor de Salinger. Ese hombre que trató de
exorcizar sus demonios a través de la escritura, y en el camino, literalmente,
encantó a varias generaciones de lectores. Su secreto para hacerlo, al que
muchos sin dudarlo llamarían genio, tal vez esté en su autenticidad, ya que
nunca cedió a las presiones externas, y básicamente hizo lo que le dictaba su
sensibilidad y su intuición. Quizá ahí resida el carácter entrañable de sus
personajes.
Incluso en su temprano retiro podría
vislumbrarse un atisbo de esos genios a los que tanto le gustó retratar. El
mundo, sin duda, es una contingencia molesta para ellos, y tranquilamente
pueden vivir sin su estupidez infinita. Un verdadero genio, parece haber
gritado en silencio durante sus últimos 50 años, todo lo que necesita es un
poco soledad
para vivir en paz. Esa misma paz que el autor encontraba, paradójicamente, en
escribir para sí mismo y no publicar. Ahí están sus libros para los que aún
tenemos ganas de escuchar su voz; una voz que parece la de un amigo de la
infancia, un amigo de verdad. Tal vez hacernos escuchar esa voz fue su único
propósito, y lo consiguió con creces. Un pequeño milagro por el que todos
deberíamos estar agradecidos, ya que el resto, como bien intuía el espíritu afín de Hamlet,
es puro silencio.
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