Por Italo Calvino
Ahora diré cómo es Ottavia, ciudad-telaraña. Hay un precipicio entre dos montañas abruptas: La ciudad está en el vacío, atada a las dos crestas con cuerdas y cadenas y pasarelas. Uno camina por los travesaños de madera, cuidando de no poner el pie en los intersticios, o se aferra a las mallas de cáñamo. Abajo no hay nada en cientos y cientos de metros; pasa alguna nube, se entrevé más abajo el fondo del despeñadero.
Esta es la base de la ciudad; una red que sirve de pasaje y de sostén. Todo lo demás, en vez de elevarse por encima, cuelga hacia abajo: Escalas de cuerda, hamacas, casas hechas en forma de saco, percheros, terrazas como navecillas, odres de agua, picos de gas, asadores, cestos suspendidos de cordeles, montacargas, duchas, trapecios y anillas para juegos, teleféricos, lámparas, macetas con plantas de follaje colgante.
Suspendida en el abismo, la vida de los habitantes de Ottavia es menos incierta que en otras ciudades. Saben que la resistencia de la red tiene un límite.