Jean-Pierre Longre
Sobre la tapa, la palabra “novela”. En el interior, bajo el auspicio de un tal Alan Moon, jugador supremo y “deus ex machina” (esto es, en todo caso, lo que sugiere), seis historias que bien parecen ser cuentos autónomos. Están los jugadores de ajedrez bastante cerebrales en complejas relaciones (“Paraíso Perdido”); el extraño viaje que un profesor hace, a las órdenes de su hermana, a Nueva Zelanda (“Del inconveniente de haber nacido”); un escritor que, aparentemente amnésico, no recuerda haber escrito el libro que le hicieron firmar (“Vivir es un plagio”); una traductora que, atrapada entre su marido escritor y su amante editor, termina por hacer las valijas (“Más allá del bien y del mal”); un crítico comprometido pero impotente (“Critico porque soy crítico”); y una chica que vive de sus recuerdos y se hunde en la depresión (“Eterno Retorno”).
¿Cuentos autónomos? Tal vez, pero dependientes entre sí. A través de la lectura, hay fricción entre seres que se encontraron previamente, las historias se desenredan (un poco), se cruzan y se entrelazan (mucho), y las situaciones se aclaran sin resolverse forzosamente. La misteriosa isla donde todo sucede es un rompecabezas o un tablero de ajedrez cuyas piezas son personajes que, creyendo controlar su destino, son los juguetes de las ilusiones y los puntos de vista subjetivos, tributarios de diversos ángulos en los que la trama se presenta.
Todo esto conlleva a una reflexión sobre la escritura, la difusión y la lectura literaria (esto se debate a fondo), pero también a una meditación sobre el destino y la condición humana, sobre la vida y la muerte (las alusiones a filósofos o moralistas como Cioran salpican la narración). Sin embargo, en esta puesta en abismo de la existencia humana y la percepción de la misma, los misterios no se eliminan por completo, lo que no es ajeno al inquietante encanto de El oficio de sobrevivir.