Por Marcelo Damiani
Un amigo relacionado con el mundo del tenis, hace unos años,
tuvo la suerte de conocer a Roger Federer. Para mí, como miles de personas más,
sin duda el mejor jugador de todos los tiempos. A mi amigo le temblaron las piernas
cuando se lo presentaron, y además admitió que nunca sintió su mano tan pequeña
y fláccida como cuando el suizo le extendió la suya. La situación lo dejó mudo,
y ni siquiera atinó a decir “Hola” en ninguno de los idiomas que maneja. Para
peor, luego del saludo, Federer le puso la mano en el hombro, comprensivo, como
diciendo: “No hace falta que digas nada”. Nos contó que se sintió un estúpido
durante meses por no haber podido responder el gesto amable de Roger. Aunque
ahora ya lo llamaba por su nombre, confianzudo, argumentando que se habían
estrechado la mano y que si no hubiera sido por ese pequeño síndrome de mudez
momentánea, muy común en el jet set,
él no tenía dudas de que podrían haber entablado una buena amistad.
El texto completo acá.