miércoles, 3 de mayo de 2017

La vida secreta de los libros

Por Marcelo Damiani 

A la noche, cuando se quedan solos, cansados de dormir pegados unos a otros, los libros se despiertan. Después de desperezarse un poco, lentamente, bajan de la biblioteca hasta el piso. Recorren la habitación para estirar las tapas, y se trepan a las sillas y los sillones para charlar con sus colegas y amigos. Les encanta repetir las mismas historias una y otra vez, como si siempre les encontraran nuevos sentidos.
       Pero hay otros libros, más osados, que todo el tiempo andan en busca de emociones fuertes. A ellos les gusta recorrer los pasillos oscuros o incluso lanzarse a la aventura callejera. Irse de tapas, lo llaman. Saben que pueden terminar atropellados, secuestrados, marcados dolorosamente por lápices o lapiceras o quemados por líquidos calientes para luego ser desmembrados y terminar en algún callejón o en un basural. Pero nada de eso les importa. Son rebeldes sin causa. 
       La mayoría de los libros, sin embargo, están muy contentos con su tranquila vida diurna, un poco sedentaria quizá, aunque llena de ricas experiencias interiores, esperando el día en que la mano suave de un lector amable los elija, los saque del estante, acariciándolos como a una mascota, los abra suavemente e ilumine sus páginas de una hojeada. Verse a sí mismos reflejados en los ojos del lector es su experiencia más importante. Es cierto que a veces, si son elegidos, tienen que soportar molestos señaladores de papel o de metal que les dan alergia o picazón durante un rato. No obstante, no es raro que ambos, el libro y su señalador, formen una linda pareja y hasta puedan disfrutar de una larga vida juntos, como un buen matrimonio. También pueden ser tocados por un alma romántica. En estos casos, como recuerdo de su travesía por el mundo, el libro suele quedar marcado por la hoja de un árbol o el pétalo de una flor. 
       El deseo de todo libro, en el fondo, es una prolongada estancia en la mesita de luz nocturna, acompañada de diarios paseos por la ciudad, en bolsos o mochilas o carteras que se abran en medio de trenes, colectivos y, sobre todo, parques soleados. El premio mayor es que su dueño lo lleve de vacaciones a la playa. Allí sí que la pasan de maravillas. No les importa la arena, ni el sol, ni el viento, ni el calor. Incluso recibir gotas de agua de mar que los arrugue un poco les parece genial. Saben que así tendrán pequeñas cicatrices que podrán mostrar orgullosos algún día. Será la prueba que demuestre que su vida ha estado llena de experiencias y aventuras mundanas. 
       Porque tarde o temprano, lamentablemente, los libros también envejecen. Es ahí cuando necesitan ser tratados con todo el cariño que sólo pueden darles un buen pegamento o una buena cinta adhesiva. Por lo general son los bibliotecarios o los niños, últimos amantes de los libros, los que suelen curarlos con cuidado, y así resguardarlos de una vejez indigna. No es raro que los acuesten en camas especiales llamadas atriles, para que desde ahí tengan una buena visión del mundo, de este mundo que ellos, casi sin quererlo, han tratado de mejorar un poco, apenas provistos de su gran sabiduría y su infinita paciencia con los pobres seres humanos.