Por Marcelo Damiani
El congreso de jóvenes escritores iberoamericanos había terminado la noche anterior con una fiesta de la ficción finisecular. Pero esa mañana madrileña de sábado lo único que me interesaba era el reportaje que tenía pactado para el día posterior: Iba a entrevistar a Roberto Bolaño.
Varias inquietudes me perseguían en aquel momento, ya un cuarto de siglo atrás. Primera: Todo había sido acordado con la esposa, a través de entrecortadas llamadas telefónicas que no generaban ninguna seguridad de lo pactado. Segundo: La cita dependía de varias conexiones de aviones y trenes que debían salir bien; cualquier falla de alguna y la cosa se cancelaba, no había posibilidad de hacerla más adelante. Tercero: Era mi primera vez en España, en Europa, y tenía serias dudas de mi capacidad para llegar en tiempo y forma a Blanes, el pequeño pueblo costero de la Costa Brava que el escritor trasandino había elegido para vivir; lugar, por cierto, que en menos de un lustro se convertiría en el sitio de peregrinaje literario más célebre del nuevo milenio. Cuarto: Si bien ya había entrevistado a varios autores, aún no sentía que dominaba el oficio, y especialmente en este caso me sentía bastante inseguro con las preguntas que había anotado en mi libreta de notas antes del viaje. Quinto: Esperaba que el trayecto en tren que me llevaría de Madrid a Barcelona me inspirara para mejorarlas; mientras tanto, aprovecharía el tiempo para releer algunos de esos textos únicos que me habían generado el deseo de conocer a ese chileno trotamundos, aún a sabiendas de los riesgos de decepción que suelen acarrear estos encuentros.
Yo había empezado a leerlo algunos años antes por recomendación de mi amigo Fernando Toloza, trágicamente fallecido en un accidente de tránsito. En esa época uno de nuestros termas de conversación eran los concursos literarios. Mejor dicho: La falsedad de los mismos. En otras palabras: Todos siempre estaban arreglados, de una forma o de otra. Entonces él me comentó que acababa de leer un cuento genial al respecto: "Sensini" de Roberto Bolaño. Cuando escuché el nombre pensé que se trataba de una narración futbolera de su coterráneo Fontanarrosa, y el nombre del ignoto autor me sonó al de un actor mejicano famoso por interpretar un solo personaje durante toda su vida. Descarté la posibilidad de una broma porque Fernando no era adepto a ellas, y lo escuché elogiando la narración sin tratar de arruinar mi posterior lectura. No lo hizo, por supuesto, y al día siguiente ya le estaba agradeciendo ese regalo invaluable que me había hecho. Porque luego de leerlo de una sentada sentía que acababa de leer el mejor cuento escrito recientemente por alguien vivo, compitiendo con mi debilidad por la obra de Saer, cuyos libros esperaba con avidez.
"Sensini" era un cuento epistolar (no recordaba haber leído otro así) que jugaba con la experiencia del autor y su admiración por otro escritor (personaje que apenas esconde a Antonio Di Benedetto) con quien el protagonista quería entablar una amistad. Tenía un tono afectivo (cortazariano) exquisito y un manejo excelente de la política en segundo plano que recordaba las mejores novelas Saer. Finalmente, por si todo esto fuera poco, era una verdadera lección de literatura, dictada de manera casual, y sin excluir sutilezas sobre el controvertido tema del deseo. No tardé mucho en convencerme de que era lo mejor que había leído en mucho tiempo y que quizá también, lamentablemente, nada que escribiera Bolaño en el futuro podría superarlo. Creo que aún hoy sigo pensando así. Tal vez por eso ya no puedo leerlo como aquella primera vez.
De ahí a tomar la decisión de entrevistarlo no había más que un paso, y la inesperada invitación al Congreso fue el empujón que faltaba. Además, en aquella época, Bolaño no era el escritor famoso en el que su temprana muerte lo convertiría. Era un escritor casi secreto, aunque ya no clandestino, a punto de convertirse en un escritor de culto. Era el momento ideal.
Continuará.