Por Marcelo Damiani
Releo lo antedicho y me doy cuenta que es como dice Tiago (el aventurero lector que me conminó a escribir esto): Parece el principio de una clase. Tal vez no esté mal. O tal vez he dado demasiadas clases de Bolaño (más de 30, ahora que lo pienso). Pero lo cierto es que en esa época seguramente no hubiera podido. Así que podría recordar que en aquel momento estaba fascinado por el aire marino, el azul brillante del mediterráneo y el bamboleo de los trenes que me llevaron a Barcelona primero y a Blanes después. La combinación de paisaje en tránsito con buenas lecturas fue coronada por las acogedoras callecitas del pueblo costero que atestigua una foto que aún conservo.
Me han dicho que tan sólo unos años más tarde esa misma zona habría de convertirse en lugar de peregrinaje de jóvenes de pelo largo con aspiraciones literarias. El poder del mito. Así, de pronto, ya estaba frente a la puerta señalada. Toqué el timbre esperando que me abriera cualquier persona menos Bolaño. Pero fue él quien lo hizo, con su pelo alborotado, los lentes medio caídos y una sonrisa entrañable. Era como si desde el primer momento quisiera hacerme sentir en casa, a pesar de la distancia que nos separaba de nuestros respectivos países de origen. Tuve la rara sensación de que era como volver a estar con un amigo a quien nunca había conocido antes en persona. Una familiaridad que sólo aparecía ante ciertos autores que uno admiraba y que ellos agradecían en silencio con su amabilidad.
Nos sentamos en un amplio living. Su mujer nos sirvió unos cafés con algo para picar mientras hablábamos. Pero esta charla previa no era parte del reportaje. Es más, parecía como si él me estuviera entrevistando a mí en vez de yo a él. No recuerdo casi nada de lo que se dijo en ese momento porque eran trivialidades sobre los viajes, personas que ambos conocíamos, algo de política y el tema del momento, la llegada del nuevo milenio. Incluso me acuerdo que estuvimos un rato hablando de cine y tampoco lo consideré muy importante. Hoy en día aún a veces me reprocho no haber encendido el grabador para que todo eso quedara documentado y eventualmente luego decidir si valía o no la pena transcribirlo y usarlo para la nota que iba a publicar.
Pero cuando saqué finalmente el grabador y me dispuse a comenzar formalmente el reportaje Bolaño se puso de pie diciendo que tenía hambre. El viaje desde Alemania le había abierto el apetito. Me preguntó si me gustaba la comida china, mi favorita en esa época, y ante mi respuesta positiva anunció que iríamos a almorzar a su restaurante favorito, muy cerca, sobre la playa, casi a la vuelta de la esquina. Así que llamó a su mujer, a su hijo Lautaro, y yo me sumé al clan como un nuevo miembro más. Era casi como un domingo en familia.