“Me parece que el efecto Libertella, también, es esa sensación de vacío que nos embarga cada vez que le ponemos el punto final a un texto que consideramos digno, y por algún extraño motivo, como decía Orson Welles, la máquina de escribir no aplaude.”
Fue probablemente con la llegada de este siglo que a Héctor Libertella y a mí se nos ocurrió la idea histérica de hacer un libro invisible. Sostener que “íbamos a escribirlo” sería excesivo, ya que su parte principal, las 60 páginas de La santidad sublime del último místico carnal, iban a estar en blanco. Empezaría con un prólogo firmado por Alan Moon donde se hablaría de cualquier cosa menos del libro, como en la mayoría de los buenos prólogos, y terminaría con una falsa entrevista de D a L donde se plantearían, discutirían y finalmente negarían varias hipótesis delirantes sobre la verdadera esencia del libro. Su título, con el tiempo, misteriosamente se convertiría en una sola letra: H.
Ahora espero que la historia de H me ayude a llevar a cabo una tarea que en principio imagino imposible: Hablar de la obra de un gran escritor –de un gran amigo– que ya no está entre nosotros. Pero no es sólo esta ausencia -ya de por sí muy difícil de sortear y afrontar con palabras- lo que me genera la sensación de imposibilidad, sino también la hipótesis que quiero esbozar sobre la obra de Héctor. Sospecho que su obra es, en muchos sentidos, irreductible. No sólo no hay análisis o explicación que pueda reducirla, sino que cualquier intento por resumirla o condensarla no hace más que poner en evidencia su exquisita irreductibilidad; es decir, la imposibilidad para adaptarse a esa lógica del sentido a la que nos tienen acostumbrados los medios, los comentadores, los cronistas, los críticos y hasta algunos filósofos de pacotilla.
Tal vez no esté de más señalar que en el terreno de la química reducir es disminuir el contenido de oxígeno de un compuesto; es decir, sacarle aire. Algo irreductible, por lo tanto, es a lo que no se le puede sacar más aire. Libertella, hacia el final de su vida, se dedicó a ponerle más y más aire a sus textos (metafóricamente hablando), acaso como una forma de contrarrestar o paliar la carencia de ese aire (ahora literal) que cada vez le faltaba más y más a sus pulmones. ¿Nos atreveremos algún día a establecer una relación entre esos pulmones a los que ahora no se les puede sacar más aire y su poética de lo irreductible?
En este sentido, un texto irreductible es también el que no se puede citar bien, porque el contexto le da el aire que necesita para vivir o sobrevivir; de ahí al hermetismo hay un solo paso. Es así que Héctor puede ser visto como una especie de lejano discípulo de Anaxímenes, ese filósofo presocráctico que sostenía que el aire era el origen y fundamento de todas las cosas. Quizá en el futuro los estudiosos terminarán llamando a Héctor “El segundo presocrático argentino”, ya que sin duda el primero sería Macedonio; sus nombres de pila seguramente ayudarán para que esta idea tenga éxito.
Kant sostenía que el arte escapa a las reglas, y acaso precisamente por esto da que pensar. La obra de Libertella, escrita a contrapelo de las reglas del mundo, parece ayudarnos a contemplar la época que nos ha tocado vivir; la época, si se me permite el reduccionismo, de la reducción infinita. La época de los libros para principiantes (donde parece impensable un Libertella para principiantes), de las versiones cinematográficas de los libros complicados (no creo que a nadie se le ocurra filmar El árbol de Saussure), de los video-juegos de las películas (imagino la frustración de programadores posmodernos tratando de encontrar el contexto ideal del asexuado Mono Rhesus), de las computadoras portátiles (pero Héctor seguía escribiendo a máquina), de los celulares cada vez más pequeños (pero H –y permítanme hacer acá la última reducción de su nombre– no tenía celular). Así, la lógica de la reductibilidad infinita en la que estamos inmersos, paradójicamente, parece estar llenando el planeta de una basura que también amenaza con convertirse en irreductible.
Toda esta introducción, todo este aparente rodeo que me veo en la obligación de hacer, tal vez, no sería más que otra prueba de la irreductibilidad de la obra de Héctor al comentario, a la bibliográfica, a la exégesis o la crítica. Sólo conozco un texto que hace tambalear mi hipótesis: “Héctor Libertella: La pasión hermética del crítico a destiempo” de Martín Kohan. Allí hay un recorrido notable que desmonta perfectamente el mecanismo libertelliano. No obstante, parafraseando a Derrida, podríamos agregar que la incompletitud esencial de todo texto y la imposibilidad de saber por adelantado el complemento que pide nos impide reconocer más que por “la autoridad del hecho y por el gusto de nuestra mente cuando se ha hallado la armonía eficaz”. Esta tensión entre la irreductibilidad absoluta y la búsqueda de armonías eficaces parece estar en la base de la poética de Libertella.
Ahora bien, la forma en que lleva a cabo su propuesta es una suerte de entrega ambivalente al lector, un doble juego de seducción empática y postergación hermética del sentido cuyo funcionamiento es destruido ante la aparición de terceros. Así, el lector ideal no es sólo aquel que no puede dejar de leer, sino el que también, por abocarse a la búsqueda infinita de referencias, quiere reconstituir todo el tiempo esa especie de cordón umbilical que es la lectura, concebida como el acto irreductible por excelencia. Acá se entiende su ya célebre apotegma: “Allí donde hay un interlocutor, uno solo, allí se constituye un mercado”. Con minúscula, estamos obligados a puntualizar, sin olvidar que la supuesta valoración inferior de las minúsculas, como la positiva de la cantidad, será invertida y desplazada rápidamente. En especial porque este pequeño mercado del que habla Héctor está sostenido por la existencia de un lector concreto, real, mientras que el Mercado (así, con mayúscula) está pendiente de la estadística, de los índices de ganancias, de la rentabilidad, cuyo substrato es la abstracción, y, entendido en términos vitales, el vacío de los números. “Con un simple susurro al oído del emperador Octavio Augusto, le gustaba recordar, Cayo Cilnio Mecenas puso a Virgilio en palacio. Y con el tiempo, el mercado unipersonal de Virgilio hasta terminó siendo más grande que el del popular y esforzado Petronio.”
La contrapartida de lo antedicho se puede apreciar en otra de esas frases que a Héctor sólo le gustaba repetir entre amigos, en la mesa presidencial de su bar favorito, el Varela Varelita: “Si uno tiene muchos lectores, hay que empezar a desconfiar de lo que está haciendo.” Es que el Gran Mercado, para pertenecer a su staff, exige una suerte de peaje; es decir, la posibilidad de ser reducido, disminuido, comercializado. En este sentido, la obra de Libertella es irreductible a esas demandas, como así también a las del Canon Universitario –ya que ambos ámbitos cada vez se parecen más el uno al otro.
Esta irreductibilidad que caracterizaría su obra, por otra parte, no es algo inmediato, automático; es un proceso que tiende a borrar sus huellas, a ahondar en los abismos herméticos, a cortar y recortar los textos hasta abolir el nombre propio y el propio apellido. Como ejemplo de lo primero no basta más que recordar la revista “Literal”, donde ninguno de sus integrantes firmaban las notas que escribían, para que de alguna manera los lectores se convirtieran en autores de los mismos. Esta experiencia colectiva de los ´70 fue parodiada el 30 de noviembre del 2002 cuando Libertella firma sin firmar una nota en Clarín con un lacónico Héctor. No era seguramente su intención adquirir el estatuto de héroe mítico griego, sino que más bien estaba presente ahí, como un fantasma, su deseo de borrar, de cortar, de liberarse, de blanquear eso que en otro lugar he llamado “El efecto Libertella”. La necesidad de proyectar la (propia) ausencia, la falta fundamental sobre lo que se cimenta todo lo real, como si se tratara de una versión o perversión literaria del famoso truco de magia –aunque acá, por cierto, no habría ningún truco–: El acto de desaparición. Estoy seguro que a él, antes de reírse a carcajadas de mi ocurrencia, también le hubiera gustado agregar: “Nada por aquí, nada por allá”.
Tal vez por eso, para finalizar, me gustaría pensar que la ausencia física de Héctor, la imposibilidad de volver a ser testigo de su risa franca y su ingenio permanente, no es más que la contrapartida de su omnisciencia textual. ¿Por qué no imaginar que H es la sigla, la cifra, el trazo mudo que marca la liberación final de las ataduras de este mundo? ¿Qué nos impide pensar que su efecto es algo que se expande cada vez que alguien llega a la página en blanco, compone música con el silencio, o esculpe en el tiempo esos objetos o instalaciones que sólo son visibles para quienes han sido educados libertellianamente? Es como si Héctor hubiera llevado su irreductibilidad hasta el límite impensable de abolir su apellido, su cuerpo, su obra, su vida, desapareciendo como por arte de magia, y dejando libros invisibles para los que no son capaces de ver el aire que nos rodea, ese mismo aire que inhalamos y exhalamos todo el tiempo, rítmicos, risueños, resignados; en especial al despedirnos de los amigos, ya que nunca sabemos cuándo será la última vez que los veremos con vida.
Palabras leídas en “Die Brücke” en el homenaje a Héctor Libertella.
Pablo Orlando
Fue probablemente con la llegada de este siglo que a Héctor Libertella y a mí se nos ocurrió la idea histérica de hacer un libro invisible. Sostener que “íbamos a escribirlo” sería excesivo, ya que su parte principal, las 60 páginas de La santidad sublime del último místico carnal, iban a estar en blanco. Empezaría con un prólogo firmado por Alan Moon donde se hablaría de cualquier cosa menos del libro, como en la mayoría de los buenos prólogos, y terminaría con una falsa entrevista de D a L donde se plantearían, discutirían y finalmente negarían varias hipótesis delirantes sobre la verdadera esencia del libro. Su título, con el tiempo, misteriosamente se convertiría en una sola letra: H.
Ahora espero que la historia de H me ayude a llevar a cabo una tarea que en principio imagino imposible: Hablar de la obra de un gran escritor –de un gran amigo– que ya no está entre nosotros. Pero no es sólo esta ausencia -ya de por sí muy difícil de sortear y afrontar con palabras- lo que me genera la sensación de imposibilidad, sino también la hipótesis que quiero esbozar sobre la obra de Héctor. Sospecho que su obra es, en muchos sentidos, irreductible. No sólo no hay análisis o explicación que pueda reducirla, sino que cualquier intento por resumirla o condensarla no hace más que poner en evidencia su exquisita irreductibilidad; es decir, la imposibilidad para adaptarse a esa lógica del sentido a la que nos tienen acostumbrados los medios, los comentadores, los cronistas, los críticos y hasta algunos filósofos de pacotilla.
Tal vez no esté de más señalar que en el terreno de la química reducir es disminuir el contenido de oxígeno de un compuesto; es decir, sacarle aire. Algo irreductible, por lo tanto, es a lo que no se le puede sacar más aire. Libertella, hacia el final de su vida, se dedicó a ponerle más y más aire a sus textos (metafóricamente hablando), acaso como una forma de contrarrestar o paliar la carencia de ese aire (ahora literal) que cada vez le faltaba más y más a sus pulmones. ¿Nos atreveremos algún día a establecer una relación entre esos pulmones a los que ahora no se les puede sacar más aire y su poética de lo irreductible?
En este sentido, un texto irreductible es también el que no se puede citar bien, porque el contexto le da el aire que necesita para vivir o sobrevivir; de ahí al hermetismo hay un solo paso. Es así que Héctor puede ser visto como una especie de lejano discípulo de Anaxímenes, ese filósofo presocráctico que sostenía que el aire era el origen y fundamento de todas las cosas. Quizá en el futuro los estudiosos terminarán llamando a Héctor “El segundo presocrático argentino”, ya que sin duda el primero sería Macedonio; sus nombres de pila seguramente ayudarán para que esta idea tenga éxito.
Kant sostenía que el arte escapa a las reglas, y acaso precisamente por esto da que pensar. La obra de Libertella, escrita a contrapelo de las reglas del mundo, parece ayudarnos a contemplar la época que nos ha tocado vivir; la época, si se me permite el reduccionismo, de la reducción infinita. La época de los libros para principiantes (donde parece impensable un Libertella para principiantes), de las versiones cinematográficas de los libros complicados (no creo que a nadie se le ocurra filmar El árbol de Saussure), de los video-juegos de las películas (imagino la frustración de programadores posmodernos tratando de encontrar el contexto ideal del asexuado Mono Rhesus), de las computadoras portátiles (pero Héctor seguía escribiendo a máquina), de los celulares cada vez más pequeños (pero H –y permítanme hacer acá la última reducción de su nombre– no tenía celular). Así, la lógica de la reductibilidad infinita en la que estamos inmersos, paradójicamente, parece estar llenando el planeta de una basura que también amenaza con convertirse en irreductible.
Toda esta introducción, todo este aparente rodeo que me veo en la obligación de hacer, tal vez, no sería más que otra prueba de la irreductibilidad de la obra de Héctor al comentario, a la bibliográfica, a la exégesis o la crítica. Sólo conozco un texto que hace tambalear mi hipótesis: “Héctor Libertella: La pasión hermética del crítico a destiempo” de Martín Kohan. Allí hay un recorrido notable que desmonta perfectamente el mecanismo libertelliano. No obstante, parafraseando a Derrida, podríamos agregar que la incompletitud esencial de todo texto y la imposibilidad de saber por adelantado el complemento que pide nos impide reconocer más que por “la autoridad del hecho y por el gusto de nuestra mente cuando se ha hallado la armonía eficaz”. Esta tensión entre la irreductibilidad absoluta y la búsqueda de armonías eficaces parece estar en la base de la poética de Libertella.
Ahora bien, la forma en que lleva a cabo su propuesta es una suerte de entrega ambivalente al lector, un doble juego de seducción empática y postergación hermética del sentido cuyo funcionamiento es destruido ante la aparición de terceros. Así, el lector ideal no es sólo aquel que no puede dejar de leer, sino el que también, por abocarse a la búsqueda infinita de referencias, quiere reconstituir todo el tiempo esa especie de cordón umbilical que es la lectura, concebida como el acto irreductible por excelencia. Acá se entiende su ya célebre apotegma: “Allí donde hay un interlocutor, uno solo, allí se constituye un mercado”. Con minúscula, estamos obligados a puntualizar, sin olvidar que la supuesta valoración inferior de las minúsculas, como la positiva de la cantidad, será invertida y desplazada rápidamente. En especial porque este pequeño mercado del que habla Héctor está sostenido por la existencia de un lector concreto, real, mientras que el Mercado (así, con mayúscula) está pendiente de la estadística, de los índices de ganancias, de la rentabilidad, cuyo substrato es la abstracción, y, entendido en términos vitales, el vacío de los números. “Con un simple susurro al oído del emperador Octavio Augusto, le gustaba recordar, Cayo Cilnio Mecenas puso a Virgilio en palacio. Y con el tiempo, el mercado unipersonal de Virgilio hasta terminó siendo más grande que el del popular y esforzado Petronio.”
La contrapartida de lo antedicho se puede apreciar en otra de esas frases que a Héctor sólo le gustaba repetir entre amigos, en la mesa presidencial de su bar favorito, el Varela Varelita: “Si uno tiene muchos lectores, hay que empezar a desconfiar de lo que está haciendo.” Es que el Gran Mercado, para pertenecer a su staff, exige una suerte de peaje; es decir, la posibilidad de ser reducido, disminuido, comercializado. En este sentido, la obra de Libertella es irreductible a esas demandas, como así también a las del Canon Universitario –ya que ambos ámbitos cada vez se parecen más el uno al otro.
Esta irreductibilidad que caracterizaría su obra, por otra parte, no es algo inmediato, automático; es un proceso que tiende a borrar sus huellas, a ahondar en los abismos herméticos, a cortar y recortar los textos hasta abolir el nombre propio y el propio apellido. Como ejemplo de lo primero no basta más que recordar la revista “Literal”, donde ninguno de sus integrantes firmaban las notas que escribían, para que de alguna manera los lectores se convirtieran en autores de los mismos. Esta experiencia colectiva de los ´70 fue parodiada el 30 de noviembre del 2002 cuando Libertella firma sin firmar una nota en Clarín con un lacónico Héctor. No era seguramente su intención adquirir el estatuto de héroe mítico griego, sino que más bien estaba presente ahí, como un fantasma, su deseo de borrar, de cortar, de liberarse, de blanquear eso que en otro lugar he llamado “El efecto Libertella”. La necesidad de proyectar la (propia) ausencia, la falta fundamental sobre lo que se cimenta todo lo real, como si se tratara de una versión o perversión literaria del famoso truco de magia –aunque acá, por cierto, no habría ningún truco–: El acto de desaparición. Estoy seguro que a él, antes de reírse a carcajadas de mi ocurrencia, también le hubiera gustado agregar: “Nada por aquí, nada por allá”.
Tal vez por eso, para finalizar, me gustaría pensar que la ausencia física de Héctor, la imposibilidad de volver a ser testigo de su risa franca y su ingenio permanente, no es más que la contrapartida de su omnisciencia textual. ¿Por qué no imaginar que H es la sigla, la cifra, el trazo mudo que marca la liberación final de las ataduras de este mundo? ¿Qué nos impide pensar que su efecto es algo que se expande cada vez que alguien llega a la página en blanco, compone música con el silencio, o esculpe en el tiempo esos objetos o instalaciones que sólo son visibles para quienes han sido educados libertellianamente? Es como si Héctor hubiera llevado su irreductibilidad hasta el límite impensable de abolir su apellido, su cuerpo, su obra, su vida, desapareciendo como por arte de magia, y dejando libros invisibles para los que no son capaces de ver el aire que nos rodea, ese mismo aire que inhalamos y exhalamos todo el tiempo, rítmicos, risueños, resignados; en especial al despedirnos de los amigos, ya que nunca sabemos cuándo será la última vez que los veremos con vida.
Palabras leídas en “Die Brücke” en el homenaje a Héctor Libertella.